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¿Sobrevivirán las grandes el automóvil estadounidense?

David S. Broder
David S. Broder
sábado, 2 de mayo de 2009, 16:04 h (CET)
Estando en el instituto, mis padres me dieron 15 acciones de General Motors, con un valor estimado de 600 dólares, y una charla acerca de invertir en América. Esta es una gran compañía, dijeron, y ahora tú eres titular de parte de ella. Consérvala y tu inversión crecerá.

Tenían esa confianza, hasta viniendo de la Gran Depresión, porque sabían de primera mano lo profundamente asentados que estaban General Motors y sus productos en el estilo de vida americano. No se trataba solamente de Dinah Shore cantando la cuña publicitaria “Vea Estados Unidos desde su Chevrolet.” Yanson Chevrolet estaba justo al otro extremo de la consulta dental de mi padre, y en cuanto las piezas del modelo de un año empezaban a mostrar signos de desgaste, Burt Yanson le ofrecía un trueque y un nuevo Chevy entraba en nuestro garaje.

Nunca vendí esas acciones de GM, en parte por respeto a mis padres y en parte porque podía ver de primera mano la compra constante de acciones adicionales financiada con los dividendos de las primeras y el crecimiento de la cotización año tras año.

Ahora, todas las acciones acumuladas fruto de 60 años de inversión más o menos valen menos de lo que pagaron mis padres por las 15 acciones originales. En calidad de contribuyente, soy ahora un acreedor tanto de GM como de Chrysler, junto a millones más. Pero al verlas a las dos, lo que siento sobre todo es pena.

La industria estadounidense del automóvil es víctima de circunstancias cambiantes y de heridas autoinfligidas -- tal vez más de lo segundo que de lo primero.

Cuando siendo cronista político a finales de la década de los años 50 empecé a visitar Detroit con asiduidad, los mentores locales ya discutían el parroquialismo de los ejecutivos de las tres grandes empresas del automóvil y sus familias, que se pegaban la vida padre en sus fincas de lujo del extrarradio. Mientras compitieron entre ellas sobre todo, todo fue bien. Pero en cuanto el mundo llamó a las puertas de Detroit, se vieron sorprendidas durmiendo en los laureles.

A mis padres nunca se les ocurrió comprar un automóvil que no fuera de fabricación estadounidense. A mí tampoco -- hasta que el ejército me envió a Europa a principios de la década de los 50 y pude ver los primeros modelos Volkswagen y Renault y Fiat, vehículos compactos de fabricación barata que estiraban al máximo el depósito de gasolina.

Compré un Fiat Topolino de segunda mano -- el coche de Mickey Mouse -- que utilizar en los desplazamientos del fin de semana, y aunque tenía una potencia tan escasa que a duras penas lograba subir una colina empinada, cumplía su papel. Pero lo vendí cuando me desmovilizaron y una vez de vuelta en casa me compré un Plymouth.

Para la época en que John Kennedy estaba en la Casa Blanca, nosotros teníamos cuatro hijos pequeños. Transportarlos a ellos y su equipaje hasta nuestro lugar de veraneo en Michigan se convirtió en un verdadero desafío logístico. Nada tenía la misma espaciosidad y economía que aquellas furgonetas Volkswagen -- cajas de zapatos altas sobre cuatro ruedas que por entonces comenzaban a proliferar. Compramos una detrás de otra, de segunda mano. Las correas de sus ventiladores se partían con la misma facilidad que las correas de caucho, pero eran baratas y fáciles de reemplazar.

Y entonces llegaron los japoneses, superando a velocidad de vértigo su fama de mala calidad y desafiando a Detroit en su propio mercado. Japón no fue la única muestra de que los tiempos estaban cambiando. George Romney (el padre de Mitt Romney) empezó a vender el deportivo Rambler en la planta de Nash en Wisconsin y robó un porcentaje de la economía de mercado a las tres grandes firmas.

Para cuando los Republicanos celebraban su convención nacional de 1980 en Detroit, estaba claro que nuestra industria automovilística tenía verdaderos problemas. Nosotros nos quedamos en una casa alquilada en Grosse Pointe durante la convención, y nuestros vecinos eran sinceros con su preocupación por lo que escuchaban en su lugar de trabajo.

Han pasado ya casi tres décadas, y las compañías que sobreviven, sus concesionarios, acreedores y plantillas, realizan por fin los ajustes desesperados que exige esta situación en deterioro.

¿Sobrevivirán las tres grandes del automóvil estadounidense? Ciertamente espero que sí. Pero cuando veo lo que le ha pasado a la ciudad de Detroit -- las casas embargadas, las calles vacías, los periódicos en las últimas -- no puedo evitar dudar. Esta industria ha ignorado muchas señales de advertencia. ¿Estará a tiempo aún de rectificar?

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Diario SIGLO XXI dispone de los derechos de publicación en exclusiva para medios digitales españoles de este y muchos otros columnistas del Washington Post Writers Group.

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