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Atravesamos tiempos extraños. El progreso tecnológico avanza a un ritmo vertiginoso, pero el alma del mundo parece agotada. Se habla de inteligencia artificial, de exploración espacial, de nuevas formas de energía, pero cada día mueren miles de personas por causas evitables, y la Tierra, nuestro único hogar, está al borde del colapso. En medio de esta contradicción brutal, muchos nos hacemos la misma pregunta, ¿qué futuro les dejamos a nuestros hijos?
A lo largo de mi infancia viví en una calle malagueña con ciertas pretensiones de vía principal. Por la parte de atrás, lindaba con la zona más típica del Perchel repleta de corralones. El lenguaje que provenía de sus dimes y diretes habituales era de lo más “florido y versallesco”.
Tenemos que hablar. Cuando uno crece en familia, la charla sobre sexo es uno de esos rituales de paso por el que se ha de transitar, primero como hijos y, después, cuando se madura y se avanza hacia el otro lado del espejo, como padres, actualizando la fórmula y haciéndola más llevadera. Siempre es un momento incómodo, pero esencial para mostrar la realidad a la que se enfrentan durante la adolescencia y, en consecuencia, el resto de su vida.
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