La verdadera distancia que media entre la infancia y la madurez no es una cuestión de años, sino de información. Decía por ahí un sabio muy sabio que el tiempo en realidad no es sino un discurrir de información, y no puedo estar más de acuerdo con él. Información: he aquí el quid de la cuestión. Los chicos, por no haber acumulado la suficiente información, están dispuestos a jurar sobre sagrado acerca de la bondad de sus padres, de la existencia del Ratoncito Pérez o de los Reyes Magos, de la suerte morrocotuda que ha tenido al nacer español (¡pobres demás mortales!) o de que siendo buen chico le va a ir genial en la vida. Le falta información, claro, y en vano es explicarle que la vida será lo que sea, menos justa, que no tiene nada que ver la fortuna con el merecimiento, que no existe el hada de Blancanieves o el genio de la lámpara, que sus padres son imperfectos por simples mortales y que ser español es haber dado con sus huesos en este cortijo de unos pocos como hubiera podido dar con ellos en cualquier otro, sin que a este gobierno o a cualquier otro le importe lo más mínimo su persona, a no ser como contribuyente.
Tiempo es igual a información. A medida que se acumula, la criatura aprende y va haciéndose escéptica al mismo ritmo que sus neuronas establecen redes lógicas. Sólo después de haber creado las suficientes comienza el individuo a comprender todo eso que decía antes: por qué las empresas prefieren directivos imberbes que obedezcan ciegamente la ley del palo y la zanahoria, por qué en las elecciones se promete lo que no se cumple y aquí no pasa nada, por qué el mundo es el sindiós que es, y todas esas cosas.
Un día, cuando su acumulación de información es suficiente —cosa que viene a suceder más o menos en la madurez—, puede ser que se perciba solo e inmerso en un medio ajeno u hostil. No comprende cómo puede haber alguien capaz de gastarse millonadas en cosas absurdas, como ciertas películas; ni qué ha movido a no sabe quién a promover a este autor, cuya prosodia es tan necia como su semántica; ni qué a que se considere exitoso a quien más practica el sexo, como esos monos que siguen cubiertos de pelo y en las ramas de los árboles; o qué, siquiera, a elegir a éste o aquél Presidente, si miente tan flagrante como continuamente. Entonces se percibe solo, no únicamente en cuanto a ciertas circunstancias que escapan a su poder de acción, sino en cuanto a su propia naturaleza. Si no le gusta el fútbol, pongo por caso, difícilmente podrá identificarse con esa inmensa mayoría capaz de morir por la patada de un chaval en pantalón corto o por los colores de un club que jamás hará nada por él; o, si entiende como aberrantes los reality shows, se sentirá perteneciente a otro orden desemejante de quienes se pasan la vida pegados a “Gran Hermano”, que es como decir mirando por el ojo de la cerradura lo que hacen otros que ni le van ni le vienen; y así con todo. Incluso puede ser que, yendo más allá, un día considere que no tiene nada en común con el orden de crédulos que donan su sangre por causas perdidas, o con los devoradores de la paja de la moda o con los que leen según la propaganda o los que compran según los anuncios. La información, lejos de incluirle en la sociedad, le habrá expulsado de ella, porque se sentirá raro entre los comunes y distinto entre los alineados.
La desorientación, entonces, habrá creado a su criatura. Cuestión de tiempo, que es decir de información. Tal vez por esto, a menudo se establece la ecuación de que edad equivale a desengaño; pero no es la edad, sino la cantidad de información que se ha acumulado. Sin embargo, lo que puede sorprenderle más de todo, es que haya personas de su misma edad en años que no piensan ni parecido a él y puede ser que considere que falla su criterio. Adempero, es sólo hasta que recibe alguna información más y comprende que no todas las personas absorben la información al mismo ritmo, y que, en consecuencia, se pueden tener setenta años y una inocencia de niño chico. Entonces, cuando adquiere ese nivel de información, le invade la certeza de todo esto es fruto del desmedido esfuerzo que hacen los poderes para que los ciudadanos se mantengan jóvenes: que no piensen, que no adquieran información, que sigan creyendo en que papá es bueno, en el Ratoncito Pérez y los Reyes Magos, y en que siendo buenos chicos les va a ir de perlas. Algo, en fin, muy de ser agradecido, porque nada es tan puro ni tan hermoso como la inocencia.
La infancia social, no hay más que mirar alrededor de uno sin prejuicios, es enorme, maravillosa, plena. Su buen esfuerzo le cuesta a los poderes conseguirlo, ofreciendo a cada Juan Pueblo mil posibilidades para que no le arrastre el tiempo, que es decir la información: fútbol, pornografía, viajes, moda, literatura de consumo, pelis alineantes, propaganda, más propaganda, mentirijillas del gobierno, palos y zanahorias, capañas electorales, culebrones de verano, escándalos, campañas solidarias con el tercer mundo, cambios climáticos, Nostradamus, fines de los tiempos...
Y entonces, cuando el individuo alcanza este nivel de información, se relaja por fin: ahora cuadra todo, todo tiene sentido. No importa que la piel arrugada o el carné de identidad de sus pares develen una edad, porque en realidad son jóvenes llenos de esperanza, orientados y bien orientados. La desorientación sólo es propia de los que piensan, porque envejecen con la información. Habrá que dejar de pensar, entonces..., o aceptar que se morirá de tristeza.
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