Con la llegada del invierno la naturaleza cambia de vestido, los árboles pierden sus hojas y colores y se recogen y preparan para la nueva temporada. Apenas nos hemos dado cuenta de que los campos han cambiado de color y los arbustos han perdido sus hojas, cuando ya empezamos a añorar la llegada de la nueva primavera. La primavera, el crecer de las plantas, el florecer de los árboles, la viveza de los animales, los rayos de sol que calientan y el aire fresco, nos vuelven a acercar la vida. Imaginémonos que la Tierra fuera estéril y pedregosa como un desierto, sin los maravillosos arroyos y cascadas, sin los mares, ríos y lagos, sin plantas, animales y árboles, ¿Cómo sería la vida? Tan pobre y pedregoso como fuera el planeta, lo serían también los hombres. Pero no es así, ¿o se debería decir mejor: aún no es así? Muchas personas sólo se dedican a la destrucción de la maravillosa Tierra con todas sus formas de vida, la que en verdad es un zafiro en el cosmos. La belleza de la Tierra es parte de nuestra vida. Pero la humanidad se extermina a sí misma porque lo envenena y destruye todo, incluido el manto protector de la Tierra, la atmósfera.
Si de verdad creyésemos en Dios y no sólo hablásemos de que creemos, seríamos conscientes de que Dios nos regaló a Sus hijos humanos un maravilloso zafiro, la Tierra, para que reconozcamos en todos los detalles Su amor y Su regir sagrado, en la consciencia de que no sólo somos herederos de esta maravillosa Tierra, con todo lo que vive sobre y dentro de ella, sino que también somos herederos del universo, que es infinitamente más hermoso que el zafiro Tierra con sus plantas, animales, árboles, el aire, los mares y los astros. Sin todo esto no sería posible la vida del hombre.
Pero si además nos diéramos cuenta de que más allá de nuestra muerte física una luz mucho más grande nos guía hacia la luz eterna, hacia la fuente absoluta de la existencia eterna, no sólo hablaríamos de que creemos en Dios, sino que también haríamos lo que Dios quiere.
Quien por una vez se esfuerce en analizar lo que Dios quiere, aprenderá a reconocer la verdadera vida en la profundidad de las palabras del Sermón de la Montaña, pero también que en éstas se encuentra el “milagro económico”, que no puede ser superado ni destruido, que no conoce el desempleo, sino que es la comunidad, la unidad y la evolución en la familia, en la vida con los demás, en la sociedad, en la economía.
Muchas personas, precisamente los cargos oficiales de las instituciones eclesiásticas, rechazan el Sermón de la Montaña diciendo que es una utopía, una forma de vida que no es para esta Tierra. Mirado más detalladamente, sí es para esta Tierra, pero no para la sociedad actual, es decir, no para este mundo con su hambre de poder, con sus deseos de lucha, con su explotación, con los ricos opulentos y con los pobres más miserables. El Sermón de la Montaña nos enseña con todo detalle lo que nuestro Estado postula en la Constitución. Si nuestro país se rigiera por su propia Constitución, ya se habría acercado algunos pasos al Sermón de la Montaña.