Salvador de Madariaga –ilustre pensador, embajador de la II República en Gran Bretaña, autor de importantes libros hoy poco leídos- afirmó, algo antes de su muerte, ser partidario de una utopía: la aristocracia entendida en su sentido etimológico; es decir, como “gobierno de los mejores”.
Estaba bastante claro que Madariaga no se refería a condes, marqueses y duques, sino a quienes de verdad se podría considerar mejores. Él, como intelectual, tenía el privilegio de expresar libremente su idea sin que los viejos o los nuevos republicanos se sintieran ofendidos o le motejaran de elitista. Para algunos sería “una ocurrencia del viejo don Salvador” y para otros una pequeña concesión al periódico del que era colaborador habitual, el ABC donjuanista y tibiamente opuesto a la declinante dictadura de los años setenta. Esa actitud resultaba “perdonable” o, por lo menos, “entendible”… aunque de hecho nada entendieran.
La utopía o, por mejor decir, “lo utópico” es un elemento frecuente, lícito, deseable en el pensamiento de un intelectual o de un artista (sin que haya que confundir ambos) pero muy peligroso si es lo que inspira las acciones de un político, ya que lo que define más a la utopía es su carácter inasequible. Tratar de adaptarla a una ideología es –la Historia lo demuestra- un fracaso con consecuencias a veces funestas. El nacionalsocialismo es un ejemplo de esta adaptación imposible. Un conglomerado de teorías, pseudo teorías, leyendas y utopías, que tuvo como maestro coctelero a un loco: Adolf Hitler. De la utopía socialista tampoco ha devenido nada bueno; por mucho que algunos se empeñen en maquillar la cosa. Si las ideas de Marx no hubieran dejado de ser una especulación intelectual, se habrían ahorrado millones de vidas humanas a lo largo del siglo XX. Lo mismo podría decirse de Bakunin y de unos cuantos burgueses y aristócratas (no en sentido etimológico) que elaboraron teorías de la historia y modos de interpretar la conducta humana, desde la confortable dacha o el mullido asiento de cuero, en un exclusivo club del Mayfair londinense.
De todos estos teóricos decimonónicos hay uno que, además, fue un excelente escritor: el conde León Tolstoi. Sus novelas representan –junto con las de Dostoievsky- lo mejor de la literatura rusa de aquel siglo. Y sin embargo no es en ellas donde resalta más la particular utopía de su autor, sino en su propia vida, que le llevó a apartarse de lo mundano (o mejor, de lo urbano) y a vivir retirado en la remota villa de Yasnaya Poliana, donde maduró y desarrolló sus teorías sobre el mundo y el alma humana. Las ideas de Tolstoi, plasmadas sobre todo en la correspondencia que mantuvo con personajes de la época, revelan a quien hoy, superficialmente, consideraríamos un “ecologista” y ansían una vuelta del hombre a la naturaleza. Es muy interesante y poco conocido el intercambio de cartas entre él y uno de nuestros mejores novelistas, Leopoldo Alas “Clarín”.
Ha habido algunos destacados “seguidores de la utopía”que en algún momento de su vida se han dedicado activamente a la política. Es el caso de Bertrand Russell, uno de los intelectuales más destacados del siglo pasado, cuyas teorías sobre la geometría y la matemática son tan sobresalientes como sus ensayos sobre las religiones, la teoría del arte, la epistemología y sus críticas al dogma cristiano, el totalitarismo comunista y la psiquiatría conductista. No obstante, la utopía de Russell se centraba en la educación, basada en un principio de libertad absoluta donde no debe existir lo preestablecido, la norma, sino el modo socrático de aprender sin imponer ideas. El empeño que puso en materializar su particular utopía fue un absoluto fracaso y le creó serios problemas en su país, Inglaterra, donde el sistema educativo se ha caracterizado por seguir los rígidos postulados victorianos –incluido el famoso “castigo inglés”, la vara- hasta casi cien años después de la muerte de quien dio nombre a toda una era.
No es fácil encontrar personalidades tan dispares como las de Bertrand Russell y Winston Churchill. Y sin embargo tienen algunos puntos en común, que no hacen sino resaltar aún más sus distintas maneras de interpretar la realidad. Tanto uno como otro pertenecían a la “stiff upper lip” británica, la rancia nobleza del imperio. Fueron coetáneos y sus vidas discurrieron paralelas: participaron en la vida política con desigual fortuna (Churchill fue primer ministro en dos ocasiones y Russell diputado en la Cámara de los Comunes) Ambos recibieron el Premio Nobel de Literatura, sin ser escritores “profesionales”, con muy pocos años de diferencia. A finales de la década de los cuarenta, Russell era defensor a ultranza de la no violencia y el pacifismo; mientras que Churchill era partidario de mantener los privilegios coloniales sobre la India, “manu militari”. Los dos fueron longevos (Churchill murió en 1965 y Russell cinco años más tarde, casi centenario) En su ancianidad, ya retirado de la política, sir Winston se convirtió en un bon vivant, un personaje que paseaba su oronda humanidad, cigarro en mano, por la cubierta del yate de Onassis o contaba batallitas en Montecarlo, durante largas veladas principescas y etílicas.
Bertrand Russell, a edad muy parecida, era arrestado por Scotland Yard durante una manifestación “ilegal” en Trafalgar Square, en la que se protestaba contra el desarrollo de armas nucleares
La personalidad de Russell, a pesar de lo aparentemente contradictoria y polémica, resulta mucho más atractiva, solidaria, “simpática”… Pero habría que preguntarse qué habría sucedido si él hubiera presidido el gobierno cuando Hitler decidió la invasión de Inglaterra y si la utopía habría sido capaz de impedir o neutralizar el efecto de las bombas sobre Coventry y Londres.
Utopía es una isla; como la Atlántida platónica.
Si Thomas Moore –autor de la célebre obra- no hubiera expresado su opinión en una cuestión política, acaso habría salvado la cabeza y probablemente no le habrían elevado a los altares.
Lo malo no es la utopía, fructífera especulación de mentes preclaras, sino la interpretación perversa que de ella hacen los “iluminados”. Los que se empeñan en rebajar conceptos que le son propios, como “igualdad”, “civilización”, “memoria”, “historia”, “ciudadanía”, “educación”, a meros estatutos y leyes elaboradas en negociados más o menos siniestros.
Y si no se entiende bien lo que quiero decir, miremos a nuestro alrededor y, en especial, observemos lo que hacen quienes nos gobiernan.
LUIS DEL PALACIO
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