Querido Efraín: El Señor, que nos da la vida, estableció para nosotros la institución del Bautismo, en el que hay símbolos y principios de muerte y de vida: la imagen de la muerte nos la proporciona el agua, la prenda de la vida nos la ofrece el Espíritu.
En el bautismo se proponen como dos fines: la abolición del cuerpo de pecado, a fin de que no se desarrolle para la muerte, y la vida del Espíritu, para que abunden los frutos de santificación, haciendo pasar nuestras almas renovadas de la muerte, que trajo consigo el pecado, a la primitiva vida del paraíso.
Esto es, pues, lo que significa nacer de nuevo del agua y del Espíritu: puesto que el agua lleva consigo la muerte, y el Espíritu crea la vida nueva. Por eso precisamente el gran misterio del bautismo se efectuaba mediante tres inmersiones y otras tantas invocaciones, con el fin de expresar la figura de la muerte, y para que el alma de los que se bautizan quede iluminada con la infusión de la luz divina.
Porque la gracia que se da por el agua no proviene de su propia naturaleza, sino de la presencia del Espíritu en ella; porque el bautismo no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en invocar de Dios una conciencia pura.
Por el Espíritu Santo se nos concede de nuevo la entrada en el Paraíso, la posesión del reino de los cielos y la recuperación de la adopción de hijos del Padre. Se nos da la confianza de invocar a Dios como Padre, la participación en la gracia de Cristo, llamarnos hijos de la luz, compartir la gloria eterna y, para decirlo todo de una sola vez, poseer la plenitud de las bendiciones divinas, así en este mundo cómo en el futuro; pues, al esperar por la fe los bienes prometidos contemplamos ya, como en reflejados un espejo y como si estuvieran presentes, los bienes de que disfrutaremos.
Y, si tal es el anticipo… ¿cuál no será la realidad? Y, si tan grandes son las primicias… ¿cuál no será la plena realización?
Os envío los mejores deseos, y con la esperanza de que sigáis todos bien, recibir un cariñoso saludo, CTA.