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Obra de reflexión sobre la crisis de valores de la España actual y sus causas

Dinero, demogresca y otros podemonios

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Juan Manuel de Prada se califica a sí mismo como escritor “a contracorriente”, por eso no puede extrañar el contenido de esta colección de artículos, en los que realiza una constante crítica de esta sociedad, concretamente la española, a la que califica como un pandemónium, lo que se puede interpretar en su doble sentido o acepciones: primero como capital imaginaria de reino infernal y, segundo, como lugar donde hay mucho ruido y confusión.

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Aparecen los nuevos líderes de facciones políticas con ínfulas de supuestos libertadores de la sociedad, encarnados en políticos de extrema izquierda, los que proclaman la ruptura de toda tradición como única forma de encontrar la libertad absoluta que debe regir la vida de todo ser humano, pero, según el autor, a costa de perder sus raíces, sus ideales y, por supuesto, toda visión espiritual de la vida que se convierte sólo en una simple existencia en la que la búsqueda constante del éxito material y el goce puramente venal y egoísta son los motores que mueven al individuo, en una vida desarbolada de otras perspectivas más enriquecedoras y trascendentes.

Hablar en esta época de valores morales o religiosos es entrar en un camino tortuoso en el que pocos seguidores encontrará y sí muchos detractores que, o bien se burlarán de las ideas expuestas o, peor aún, se convertirán en enemigos feroces que despreciaran a quien proclama tales ideas fueras de la realidad sociológica del momento y le combatirán de forma sistemática y feroz.

Pero sus ataques también van dirigidos a la corruptela de todos los partidos políticos a los que llama los “negociados de izquierdas o derechas”, a los que ataca con virulencia por su búsqueda desenfrenada de cotas de poder donde conseguir un enriquecimiento personal, y también de los aliados, lo más rápido posible, además de ofrecer a los ciudadanos la única vía posible de salvación que sólo puede venir de la prosperidad económica, como valor en alza y exclusivo de toda sociedad moderna, en la que brillan por su ausencia los valores morales, la ética y la más absoluta decencia particular y colectiva.

Sorprende, sin embargo, y aun conociendo la trayectoria literaria de este escritor singular, que afirme que esta falta de horizontes espirituales y morales proviene de que la sociedad ha olvidado la realidad del pecado original y, por ello, la inclinación humana al mal, lo que justificaría, o explicaría, la corrupción humana que se pone de manifiesto en la política de forma más ostentosa y evidente.

Según de Prada, el pecado original es la principal causa de los males que nos quejan y dice: “Hoy esta realidad humana y teológica de evidencia incontestable se niega desde dos posturas en apariencias antitéticas, pero íntimamente coincidentes: por un lado, se afirma que el hombre es bueno por naturaleza y que le basta dejarse conducir por su naturaleza para comportarse con rectitud; por otro, se sostiene que la naturaleza humana está irremisiblemente corrompida y que al hombre no le queda otro remedio sino sobrevivir como una alimaña en medio de alimañas” (pág. 37). Así, la moral clásica alentaba a la pobreza y al repudio de los bienes materiales, pero a lo largo de la Historia la moral cambió y de ahí proviene el nuevo concepto antropológico y ontológico de la naturaleza humana. Todo ello debido al declive paulatino del concepto del pecado original, lo que hizo que las normas morales que lo sostenían se hicieron incomprensibles e innecesarias.

El escritor afirma que ambas visiones sobre el hombre coinciden en darle prioridad a la autonomía humana. Sin embargo, el hombre actual, al haber perdido toda fe en Dios, convierte al Dinero en un nuevo dios al que hay que rendirle toda reverencia y, por ello, se convierte la búsqueda de la prosperidad material en el fin que justifica los medios para alcanzarlo y la propia existencia. Toda esa nueva moral se convierte así en la nueva religión y los seres humanos, en vez de buscar su camino espiritual, se dedican a buscar el camino más corto que le lleve hasta la prosperidad o riqueza como finalidad última de la propia vida.

Todas estas consideraciones pueden resultar un tanto extrañas o incómodas para muchos lectores que no aceptan que la religión, cualquiera que fuere, les condicione su vida con preceptos y mandamientos. En una sociedad laica en la que se proclama la libertad de conciencia y culto, tener como meta de actuación de cualquier político lo que dice el dogma religioso -que en España es mayoritaria y tradicionalmente católico-, sería como instalar la teocracia como sistema de gobierno, lo que es impensable en una sociedad en la que se respeta cualquier creencia, siempre que no imponga sus normas a los ciudadanos que libremente no tienen fe en tal doctrina, haciendo uso de su propia libertad para creer o no creer y no dejarse imponer creencias religiosas o ideológicas que no acepta como válidas para sí mismo, aunque respete que otros las tengan y las vivan en libertad.

Juan Manuel de Prada intenta definir que los males de esta sociedad vienen por el alejamiento de Dios y de su mandamientos, aunque olvida que la conciencia individual es un lugar que no se puede avasallar intentando que quienes no son creyentes adopten y apliquen a sus vidas el ideario moral y religioso del tipo que sea, porque la fe es un sentimiento, pero nunca se puede llegar a él a través de la imposición ni del razonamiento lógico.

Hay un cierto dogmatismo en la exposición de las ideas de este escritor, -aunque bien sustentadas filosófica y teológicamente-, dogmatismo en el que impera más el deseo de demostrar que quienes no piensen igual y compartan las mismas creencias están equivocados y perdidos en su propia ignorancia de la verdad; lo que les ha llevado, y a la sociedad en su conjunto, a un callejón sin salida. Además, se observa en sus textos constantemente una actitud ciertamente despectiva de superioridad intelectual y moral que se manifiesta en muchos de los calificativos sobre el conjunto de los ciudadanos, es decir, la criticada por él palabra “ciudadanía”, que no comparte sus opiniones.

Dicha actitud que tiene poco que ver con el verdadero sentido evangélico de amor y misericordia del que hace gala el verdadero creyente, pero no dogmático ni soberbio, porque la consideración y el respeto al prójimo, tenga o no la misma opinión o creencia, prima en su conducta y en su relación con los demás. Las conciencias individuales son sagradas y en las que no se puede entrar de forma imperiosa ni dogmática, porque en el corazón del hombre está la raíz de esa libertad individual en la que se basa el libre albedrío para decidir en qué creer o qué pensar, sin imposiciones ni mandatos, aunque para otros esté cayendo en el más absoluto error.

Su animadversión a lo que llama “partitocracia” es evidente en esta obra, y que no es otro este término de nuevo cuño que la definición del régimen político en el que los partidos políticos se disputan el poder a través de las elecciones, lo que viene a ser lo mismo que la articulación fáctica de toda democracia, en la que los partidos representan las diferentes ideologías que subyacen en toda sociedad humana, y de las que los votos de los ciudadanos expresan, por la mayoría alcanzada por alguno de los partidos o por los pactos correspondientes, el deseo de que les gobierne tal o cual partido o facción de forma alternativa, pues no existe gobierno que sea definitivo en ningún país occidental y democrático, haciendo así posible que las minorías puedan estar representadas en los órganos legislativos como son el Parlamento y el Senado, pudiendo así controlar y evitar, aunque no siempre de forma efectiva, el abuso de poder de todo Gobierno mayoritario.

Sobre la “partitocracia” escribe: “Es la partitocracia la que es constitutivamente corrupta, porque en ella los políticos dejan de ser representantes políticos para convertirse en una casta cuyo fin primordial es la acumulación de poder. Pruebas manifiestas de ese mal constitutivo de la partitocracia las tenemos por doquier: así por ejemplo, en la efectiva anulación del principio de separación de poderes o en la injerencia creciente de la política en la función pública o en la incorporación de las élites partitocráticas a los consejos de administración de grandes corporaciones y empresas.”” (Página 42).

Habría que preguntarse si no recuerda este autor cuando en el Régimen franquista la Iglesia y el Estado formaban una alianza de poderes a través de los Concordatos, en la que el poder temporal (político) y el poder confesional (Iglesia) eran los únicos que ejercían el poder absoluto de forma conjunta en sus respectivos campos de acción, aunque entre ellos existía tal imbricación que era imposible separar a uno del otro. Esto provocaba que en el ejercicio político, legislativo y judicial no se admitían a quienes no fueran adeptos a la ideología política dominante o a la creencia religiosa, y sus detentadores actuaban de forma conjunta y excluyente, impidiendo que, quienes no aceptarán a la una u a la otra o a ambas, no pudieran tener ninguna posibilidad de expresar su opinión ni acceder a ningún cargo público o privado que les estaba vetado.

A pesar de los males que pueda representar la democracia con todos sus defectos -como tiene toda obra humana-, en la que es inevitable la ·”partitocracia”, producto correspondiente de la existencia de aquélla, siempre es más conveniente y deseable para toda sociedad vivir bajo un régimen democrático que bajo uno totalitario, porque el primero defiende la libertad de conciencia, de creencia e ideología, de expresión de las propias ideas, entre otras muchas libertades fundamentales del individuo, logros que ha costado muchos siglos llegar a conseguir ver legislados y reconocidos y que, en definitiva, consagra la libertad del individuo –dentro de los límites reales que la naturaleza humana tiene y que son muchos-, y siempre con respeto a la legalidad vigente, para ser, pensar y actuar en el mundo según su criterio, sus capacidades, sus ideales o sus creencias o su falta de éstas; porque la conciencia humana es un territorio acotado y el límite que nunca se debe traspasar para intentar manipular, bajo consignas de que todo se hace para el bien material, moral o espiritual de cada individuo que tiene pleno derecho a buscar por sí mismo el sentido a su vida, a su destino en este mundo o en el ultra terreno -para los creyentes-, sin imposiciones, ni exigencias de cambiar de ideas, por no ser válidas las que tenga, según el criterio de todo salvador de conciencias y vidas ajenas que quiere marcarle el camino bajo el pretexto de que, quienes no piensan o creen igual que el salvador de turno, viven en el error y en la nada.

Es por ello que la democracia y sus muchos males siempre será mejor que un sistema de gobierno, sea el que fuere, en el que quien ostente el poder obligue a los ciudadanos a pensar de una determinada manera –lo que es completamente imposible en la realidad y sólo se consigue la ficticia adhesión que provoca el miedo-, o a prohibir todo tipo de manifestación contraria a la idea dominante, ya sea política, religiosa o de cualquier otra naturaleza. No hay que olvidar los regímenes comunistas vigentes aún en algunos países y los abusos que estos llevan a cabo sobre sus ciudadanos que son llamados disidentes. Y tampoco los terribles sucesos que protagoniza el Estado Islámico que va sembrando de terror, muerte y desolación a los países en los que ha entrado para aniquilar a todos los que no piensen y acepten el fundamentalismo islámico como su única forma de vida, pensamiento y fe.

La falta de libertad de pensamiento, o expresión del mismo, es tratar a cada ciudadano como a un menor de edad o incapaz a quien hay que llevar de la mano para indicarle cuál es el mejor camino posible para él, siempre y cuando se deje dirigir por quien se cree en posesión absoluta de la verdad, lo que es la mejor demostración de absolutismo en las ideas sin fisuras. Y todo absolutista es siempre un dictador.

El autor de esta obra apoya sus ideas y comentarios en autores como Donoso Cortés, Heidegger, George Orwell, Chesterton y un largo etcétera. De Donoso Cortés comenta que quien fue consejero de la Reina María Cristina de Borbón, viuda de Fernando VII, “…nos enseñaba que no hay ningún error contemporáneo que no entrañe un error teológico”. Lo que dicho así puede tener sentido para los católicos de la época en la que fue expresado, en la primera mitad del siglo XIX, pero es inadmisible para la sociedad actual tal argumento que provenía de un político cuyo pensamiento fue evolucionando desde un tibio liberalismo hasta un patente reaccionarismo con claras connotaciones ultracatólicas y místicas. Ideas que eran apropiadas para la época en la que vivía, pero resultan inviables en una sociedad moderna en la que la propia Iglesia está viviendo una profunda transformación desde el concilio Vaticano II, lo que está poniendo aún más de relieve la llegada del Papa Francisco, además de que la sociedad está cada vez más ajena a la religión y apuesta por un laicismo imparable, guste o no a los creyentes que sólo podemos y debemos respetar a los que no lo son, al igual que exigimos respeto a nuestras creencias.

Es sorprendente leer frases como esta:” Una política que reconociese la existencia del pecado original, en lugar de donarse con las plumas de pavo real de la virtud, empezaría por limitar su jurisdicción a las puras labores de representación política, en aceptación del mandato que recibe de sus representados. Y una vez limitada su jurisdicción a la pura representación política, suplicaría el auxilio divino”. Habría que preguntarse si el auxilio divino, según este autor, debería venir de los consejos de un director espiritual al dirigente político en cuestión, con lo que se afirma la idea de que así la Iglesia tendría una nueva parcela de poder en lo terrenal inapropiada en un Estado que se declara no confesional. Parece escrita la frase antes mencionada en otro tiempo, en pleno siglo XIX, en el que la sociedad tenía una mentalidad completamente diferente a la de ahora, debido a unas circunstancias sociológicas, políticas, religiosas y económicas que no tienen nada que ver con la realidad actual y la complejidad de la sociedad moderna en su conjunto.

En esta obra, también se advierte una evidente tensión, propia de quien sabe que lo que está diciendo no será aceptado por muchos, lo que parece crearle una sensación de amargura ante la ceguera de los hombres que no comprenden ni aceptan la verdad de sus palabras y, por ello, siente un total pesimismo ante el futuro de una sociedad que no le importa ir por el camino errado, a juicio del autor, para satisfacer sus deseos de placeres inmediatos, aunque para ello se conviertan en esa sociedad aborregada en la que falsos gurús le prometen la felicidad a través de la consecución del éxito material y sus falsos espejismos.

Juan Manuel de Prada posee un prosa depurada y exquisita, pero en esta colección de artículos sobre los problemas de la sociedad actual, ese virtuosismo están al servicio de una permanente y férrea convicción de que los ideales del pueblo español están subvertidos por el materialismo imperante, la falta de ideales morales y éticos que provienen de su propio laicismo y su incapacidad de reaccionar contra los males que padece y que actúan como un somnífero que acalla las conciencias; pero, olvida de Prada que la conciencia individual de todos y cada uno de los ciudadanos es territorio inexpugnable en el que sólo tiene poder y soberanía el propio individuo como manifestación de su capacidad de libre albedrío que le es consustancial a su propia naturaleza de un ser racional.. Incluso, si ese mismo libre albedrío le lleve al error y a la perdición, según otros criterios, porque es un precio obligado a pagar que revalida la libertad del individuo que es su único y más valioso patrimonio, siempre irrenunciable.

Dinero, demogresca y otros podemonios, Juan Manuel de Prada,Temas de Hoy,Barcelona, 2015, 265 pp.

Dinero, demogresca y otros podemonios

Obra de reflexión sobre la crisis de valores de la España actual y sus causas
Ana Alejandre
viernes, 11 de septiembre de 2015, 04:41 h (CET)
Juan Manuel de Prada se califica a sí mismo como escritor “a contracorriente”, por eso no puede extrañar el contenido de esta colección de artículos, en los que realiza una constante crítica de esta sociedad, concretamente la española, a la que califica como un pandemónium, lo que se puede interpretar en su doble sentido o acepciones: primero como capital imaginaria de reino infernal y, segundo, como lugar donde hay mucho ruido y confusión.

1109151

Aparecen los nuevos líderes de facciones políticas con ínfulas de supuestos libertadores de la sociedad, encarnados en políticos de extrema izquierda, los que proclaman la ruptura de toda tradición como única forma de encontrar la libertad absoluta que debe regir la vida de todo ser humano, pero, según el autor, a costa de perder sus raíces, sus ideales y, por supuesto, toda visión espiritual de la vida que se convierte sólo en una simple existencia en la que la búsqueda constante del éxito material y el goce puramente venal y egoísta son los motores que mueven al individuo, en una vida desarbolada de otras perspectivas más enriquecedoras y trascendentes.

Hablar en esta época de valores morales o religiosos es entrar en un camino tortuoso en el que pocos seguidores encontrará y sí muchos detractores que, o bien se burlarán de las ideas expuestas o, peor aún, se convertirán en enemigos feroces que despreciaran a quien proclama tales ideas fueras de la realidad sociológica del momento y le combatirán de forma sistemática y feroz.

Pero sus ataques también van dirigidos a la corruptela de todos los partidos políticos a los que llama los “negociados de izquierdas o derechas”, a los que ataca con virulencia por su búsqueda desenfrenada de cotas de poder donde conseguir un enriquecimiento personal, y también de los aliados, lo más rápido posible, además de ofrecer a los ciudadanos la única vía posible de salvación que sólo puede venir de la prosperidad económica, como valor en alza y exclusivo de toda sociedad moderna, en la que brillan por su ausencia los valores morales, la ética y la más absoluta decencia particular y colectiva.

Sorprende, sin embargo, y aun conociendo la trayectoria literaria de este escritor singular, que afirme que esta falta de horizontes espirituales y morales proviene de que la sociedad ha olvidado la realidad del pecado original y, por ello, la inclinación humana al mal, lo que justificaría, o explicaría, la corrupción humana que se pone de manifiesto en la política de forma más ostentosa y evidente.

Según de Prada, el pecado original es la principal causa de los males que nos quejan y dice: “Hoy esta realidad humana y teológica de evidencia incontestable se niega desde dos posturas en apariencias antitéticas, pero íntimamente coincidentes: por un lado, se afirma que el hombre es bueno por naturaleza y que le basta dejarse conducir por su naturaleza para comportarse con rectitud; por otro, se sostiene que la naturaleza humana está irremisiblemente corrompida y que al hombre no le queda otro remedio sino sobrevivir como una alimaña en medio de alimañas” (pág. 37). Así, la moral clásica alentaba a la pobreza y al repudio de los bienes materiales, pero a lo largo de la Historia la moral cambió y de ahí proviene el nuevo concepto antropológico y ontológico de la naturaleza humana. Todo ello debido al declive paulatino del concepto del pecado original, lo que hizo que las normas morales que lo sostenían se hicieron incomprensibles e innecesarias.

El escritor afirma que ambas visiones sobre el hombre coinciden en darle prioridad a la autonomía humana. Sin embargo, el hombre actual, al haber perdido toda fe en Dios, convierte al Dinero en un nuevo dios al que hay que rendirle toda reverencia y, por ello, se convierte la búsqueda de la prosperidad material en el fin que justifica los medios para alcanzarlo y la propia existencia. Toda esa nueva moral se convierte así en la nueva religión y los seres humanos, en vez de buscar su camino espiritual, se dedican a buscar el camino más corto que le lleve hasta la prosperidad o riqueza como finalidad última de la propia vida.

Todas estas consideraciones pueden resultar un tanto extrañas o incómodas para muchos lectores que no aceptan que la religión, cualquiera que fuere, les condicione su vida con preceptos y mandamientos. En una sociedad laica en la que se proclama la libertad de conciencia y culto, tener como meta de actuación de cualquier político lo que dice el dogma religioso -que en España es mayoritaria y tradicionalmente católico-, sería como instalar la teocracia como sistema de gobierno, lo que es impensable en una sociedad en la que se respeta cualquier creencia, siempre que no imponga sus normas a los ciudadanos que libremente no tienen fe en tal doctrina, haciendo uso de su propia libertad para creer o no creer y no dejarse imponer creencias religiosas o ideológicas que no acepta como válidas para sí mismo, aunque respete que otros las tengan y las vivan en libertad.

Juan Manuel de Prada intenta definir que los males de esta sociedad vienen por el alejamiento de Dios y de su mandamientos, aunque olvida que la conciencia individual es un lugar que no se puede avasallar intentando que quienes no son creyentes adopten y apliquen a sus vidas el ideario moral y religioso del tipo que sea, porque la fe es un sentimiento, pero nunca se puede llegar a él a través de la imposición ni del razonamiento lógico.

Hay un cierto dogmatismo en la exposición de las ideas de este escritor, -aunque bien sustentadas filosófica y teológicamente-, dogmatismo en el que impera más el deseo de demostrar que quienes no piensen igual y compartan las mismas creencias están equivocados y perdidos en su propia ignorancia de la verdad; lo que les ha llevado, y a la sociedad en su conjunto, a un callejón sin salida. Además, se observa en sus textos constantemente una actitud ciertamente despectiva de superioridad intelectual y moral que se manifiesta en muchos de los calificativos sobre el conjunto de los ciudadanos, es decir, la criticada por él palabra “ciudadanía”, que no comparte sus opiniones.

Dicha actitud que tiene poco que ver con el verdadero sentido evangélico de amor y misericordia del que hace gala el verdadero creyente, pero no dogmático ni soberbio, porque la consideración y el respeto al prójimo, tenga o no la misma opinión o creencia, prima en su conducta y en su relación con los demás. Las conciencias individuales son sagradas y en las que no se puede entrar de forma imperiosa ni dogmática, porque en el corazón del hombre está la raíz de esa libertad individual en la que se basa el libre albedrío para decidir en qué creer o qué pensar, sin imposiciones ni mandatos, aunque para otros esté cayendo en el más absoluto error.

Su animadversión a lo que llama “partitocracia” es evidente en esta obra, y que no es otro este término de nuevo cuño que la definición del régimen político en el que los partidos políticos se disputan el poder a través de las elecciones, lo que viene a ser lo mismo que la articulación fáctica de toda democracia, en la que los partidos representan las diferentes ideologías que subyacen en toda sociedad humana, y de las que los votos de los ciudadanos expresan, por la mayoría alcanzada por alguno de los partidos o por los pactos correspondientes, el deseo de que les gobierne tal o cual partido o facción de forma alternativa, pues no existe gobierno que sea definitivo en ningún país occidental y democrático, haciendo así posible que las minorías puedan estar representadas en los órganos legislativos como son el Parlamento y el Senado, pudiendo así controlar y evitar, aunque no siempre de forma efectiva, el abuso de poder de todo Gobierno mayoritario.

Sobre la “partitocracia” escribe: “Es la partitocracia la que es constitutivamente corrupta, porque en ella los políticos dejan de ser representantes políticos para convertirse en una casta cuyo fin primordial es la acumulación de poder. Pruebas manifiestas de ese mal constitutivo de la partitocracia las tenemos por doquier: así por ejemplo, en la efectiva anulación del principio de separación de poderes o en la injerencia creciente de la política en la función pública o en la incorporación de las élites partitocráticas a los consejos de administración de grandes corporaciones y empresas.”” (Página 42).

Habría que preguntarse si no recuerda este autor cuando en el Régimen franquista la Iglesia y el Estado formaban una alianza de poderes a través de los Concordatos, en la que el poder temporal (político) y el poder confesional (Iglesia) eran los únicos que ejercían el poder absoluto de forma conjunta en sus respectivos campos de acción, aunque entre ellos existía tal imbricación que era imposible separar a uno del otro. Esto provocaba que en el ejercicio político, legislativo y judicial no se admitían a quienes no fueran adeptos a la ideología política dominante o a la creencia religiosa, y sus detentadores actuaban de forma conjunta y excluyente, impidiendo que, quienes no aceptarán a la una u a la otra o a ambas, no pudieran tener ninguna posibilidad de expresar su opinión ni acceder a ningún cargo público o privado que les estaba vetado.

A pesar de los males que pueda representar la democracia con todos sus defectos -como tiene toda obra humana-, en la que es inevitable la ·”partitocracia”, producto correspondiente de la existencia de aquélla, siempre es más conveniente y deseable para toda sociedad vivir bajo un régimen democrático que bajo uno totalitario, porque el primero defiende la libertad de conciencia, de creencia e ideología, de expresión de las propias ideas, entre otras muchas libertades fundamentales del individuo, logros que ha costado muchos siglos llegar a conseguir ver legislados y reconocidos y que, en definitiva, consagra la libertad del individuo –dentro de los límites reales que la naturaleza humana tiene y que son muchos-, y siempre con respeto a la legalidad vigente, para ser, pensar y actuar en el mundo según su criterio, sus capacidades, sus ideales o sus creencias o su falta de éstas; porque la conciencia humana es un territorio acotado y el límite que nunca se debe traspasar para intentar manipular, bajo consignas de que todo se hace para el bien material, moral o espiritual de cada individuo que tiene pleno derecho a buscar por sí mismo el sentido a su vida, a su destino en este mundo o en el ultra terreno -para los creyentes-, sin imposiciones, ni exigencias de cambiar de ideas, por no ser válidas las que tenga, según el criterio de todo salvador de conciencias y vidas ajenas que quiere marcarle el camino bajo el pretexto de que, quienes no piensan o creen igual que el salvador de turno, viven en el error y en la nada.

Es por ello que la democracia y sus muchos males siempre será mejor que un sistema de gobierno, sea el que fuere, en el que quien ostente el poder obligue a los ciudadanos a pensar de una determinada manera –lo que es completamente imposible en la realidad y sólo se consigue la ficticia adhesión que provoca el miedo-, o a prohibir todo tipo de manifestación contraria a la idea dominante, ya sea política, religiosa o de cualquier otra naturaleza. No hay que olvidar los regímenes comunistas vigentes aún en algunos países y los abusos que estos llevan a cabo sobre sus ciudadanos que son llamados disidentes. Y tampoco los terribles sucesos que protagoniza el Estado Islámico que va sembrando de terror, muerte y desolación a los países en los que ha entrado para aniquilar a todos los que no piensen y acepten el fundamentalismo islámico como su única forma de vida, pensamiento y fe.

La falta de libertad de pensamiento, o expresión del mismo, es tratar a cada ciudadano como a un menor de edad o incapaz a quien hay que llevar de la mano para indicarle cuál es el mejor camino posible para él, siempre y cuando se deje dirigir por quien se cree en posesión absoluta de la verdad, lo que es la mejor demostración de absolutismo en las ideas sin fisuras. Y todo absolutista es siempre un dictador.

El autor de esta obra apoya sus ideas y comentarios en autores como Donoso Cortés, Heidegger, George Orwell, Chesterton y un largo etcétera. De Donoso Cortés comenta que quien fue consejero de la Reina María Cristina de Borbón, viuda de Fernando VII, “…nos enseñaba que no hay ningún error contemporáneo que no entrañe un error teológico”. Lo que dicho así puede tener sentido para los católicos de la época en la que fue expresado, en la primera mitad del siglo XIX, pero es inadmisible para la sociedad actual tal argumento que provenía de un político cuyo pensamiento fue evolucionando desde un tibio liberalismo hasta un patente reaccionarismo con claras connotaciones ultracatólicas y místicas. Ideas que eran apropiadas para la época en la que vivía, pero resultan inviables en una sociedad moderna en la que la propia Iglesia está viviendo una profunda transformación desde el concilio Vaticano II, lo que está poniendo aún más de relieve la llegada del Papa Francisco, además de que la sociedad está cada vez más ajena a la religión y apuesta por un laicismo imparable, guste o no a los creyentes que sólo podemos y debemos respetar a los que no lo son, al igual que exigimos respeto a nuestras creencias.

Es sorprendente leer frases como esta:” Una política que reconociese la existencia del pecado original, en lugar de donarse con las plumas de pavo real de la virtud, empezaría por limitar su jurisdicción a las puras labores de representación política, en aceptación del mandato que recibe de sus representados. Y una vez limitada su jurisdicción a la pura representación política, suplicaría el auxilio divino”. Habría que preguntarse si el auxilio divino, según este autor, debería venir de los consejos de un director espiritual al dirigente político en cuestión, con lo que se afirma la idea de que así la Iglesia tendría una nueva parcela de poder en lo terrenal inapropiada en un Estado que se declara no confesional. Parece escrita la frase antes mencionada en otro tiempo, en pleno siglo XIX, en el que la sociedad tenía una mentalidad completamente diferente a la de ahora, debido a unas circunstancias sociológicas, políticas, religiosas y económicas que no tienen nada que ver con la realidad actual y la complejidad de la sociedad moderna en su conjunto.

En esta obra, también se advierte una evidente tensión, propia de quien sabe que lo que está diciendo no será aceptado por muchos, lo que parece crearle una sensación de amargura ante la ceguera de los hombres que no comprenden ni aceptan la verdad de sus palabras y, por ello, siente un total pesimismo ante el futuro de una sociedad que no le importa ir por el camino errado, a juicio del autor, para satisfacer sus deseos de placeres inmediatos, aunque para ello se conviertan en esa sociedad aborregada en la que falsos gurús le prometen la felicidad a través de la consecución del éxito material y sus falsos espejismos.

Juan Manuel de Prada posee un prosa depurada y exquisita, pero en esta colección de artículos sobre los problemas de la sociedad actual, ese virtuosismo están al servicio de una permanente y férrea convicción de que los ideales del pueblo español están subvertidos por el materialismo imperante, la falta de ideales morales y éticos que provienen de su propio laicismo y su incapacidad de reaccionar contra los males que padece y que actúan como un somnífero que acalla las conciencias; pero, olvida de Prada que la conciencia individual de todos y cada uno de los ciudadanos es territorio inexpugnable en el que sólo tiene poder y soberanía el propio individuo como manifestación de su capacidad de libre albedrío que le es consustancial a su propia naturaleza de un ser racional.. Incluso, si ese mismo libre albedrío le lleve al error y a la perdición, según otros criterios, porque es un precio obligado a pagar que revalida la libertad del individuo que es su único y más valioso patrimonio, siempre irrenunciable.

Dinero, demogresca y otros podemonios, Juan Manuel de Prada,Temas de Hoy,Barcelona, 2015, 265 pp.

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