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Ninguno como el primero

Óscar Arce Ruiz
Óscar Arce
domingo, 21 de octubre de 2007, 00:02 h (CET)
Hay ciertos rasgos culturales que delatan la unidad humana por encima de las diferencias. Son esas características comunes que maravillan al observador sea cual sea su procedencia o su credo.

A esta respuesta similar ante situaciones análogas, hay quien ha querido ver préstamos culturales, influencias por contacto no necesariamente físico entre grupos sociales.

Incluso en un campo que tanta controversia levanta como la religión, incluso en ella son asombrosas las coincidencias que demuestran que son más cosas las que nos unen que las que nos separan.

Por ejemplo, sin ser por ello la evidencia más grande, podemos trazar un gráfico común para todos los personajes místicamente relevantes. Esta línea oscilante comenzaría con una primera elevación a una edad temprana (aproximadamente entre los ocho y doce años) a la que seguiría una depresión en la actividad mística que remontaría sobre la edad de veinte años y tendría su punto máximo ente los treinta y cuarenta años.

En la segunda época que se diferencia en el párrafo anterior, la que se da alrededor de los veinte años, existe un período de búsqueda que insistentemente consta de un primer proceso grupal (en el que el personaje se enrola en una comunidad para avanzar en sus experiencias) y una segunda etapa en la que el místico se separa de sus semejantes y emprende una tarea de introspección individual.

El Buddha, Mahoma o Jesús el Cristo son ejemplos que cumplen a la perfección el esquema general. Tras su época de separación, Cristo a los treinta, el Buddha a los treinta y cinco y Mahoma a los cuarenta años regresan a la sociedad dispuestos a divulgar lo que han aprendido.

En todos los casos se ha dejado de lado la realidad histórica y se ha privilegiado una historia alternativa mítica, que se ocupa de enaltecer la figura del maestro y le reconoce, en muchas ocasiones, la representación de una esencia trascendente.

Además, muchas veces han sido los discípulos del ser interiormente más evolucionado quienes han puesto por escrito sus palabras. Es fácil descubrir un doble sesgo en esta situación: 1) la experiencia superior del maestro pierde la mayor parte de su significado en el momento en que él mismo pretende transformarla en palabras y hacerlas asequibles a su séquito, y 2) los discursos originales son transcritos por personas ‘corrientes’ que no son capaces sino de reproducir de manera inexacta las ya de por sí inexactas palabras del maestro.

Y, sobre todo, las controversias más importantes entre religiones son provocadas por la mala interpretación de esos textos. Siempre ha habido intérpretes de las escrituras que creen que lo que se dice en ellas es lo que realmente dijo el maestro y lo que dijo el maestro es la descripción exacta de lo que quería transmitir.

Como si, en otras palabras, cualquier iniciado fuese capaz de comprender el mensaje del ser que ha trastornado la vida religiosa de millones de personas gracias a una eclosión luminosa interior extraordinaria.

Los conflictos entre religiones suelen ser promovidos por algunos que no han entendido nada.

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