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Leonardo Aguirre, escritor

'Soy un chancho, un tiburón, una rata, y por eso engullo lo que sea'

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Leonardo Aguirre (Lima, 1975) es autor de los libros de cuentos “Manual para cazar plumíferos” (2005) y “La musa travestida” (2007), los cuales lo han hecho muy conocido en Perú. En su narrativa sobresale una apuesta visceral por la experimentación formal, con la cual canaliza con frescura e insolencia un ácido cuestionamiento del mundo literario. Aguirre, pese a su juventud, muestra algo que muy pocas veces se ve: un proyecto de escritura casi definido.




Leonardo Aguirre.


Gabriel Ruiz-Ortega / Siglo XXI

Ya tienes dos libros de relatos, “Manual para cazar plumíferos” y “La musa travestida”, y por lo que se puede colegir, como que la figura del escritor también será usada en tus futuros libros. ¿Desde cuándo empezaste a tener en cuenta este tópico en tu narrativa?

A ver, retrocedamos un poco. Vistos a la distancia, mis primeros balbuceos narrativos, cuando todavía estudiaba en el colegio, de algún modo podrían encajar dentro del género gótico. Además de ser un adicto a series de televisión como “Alfred Hitchcok Presenta”, “La Dimensión Desconocida”, “Monstruos” o “Cuentos de la Cripta”, recuerdo que, mientras otros leían a Verne o Salgari, en mi casa no había otra cosa que los tratados de escatología y demonología de mi padre, quien pastoreaba, por aquel entonces, una iglesia pentecostal donde los casos de posesión eran pan de cada domingo. Pero luego dejé de ir a la iglesia y rompí totalmente con el mundo evangélico. Salí del colegio –colegio evangélico, para colmo de males- y, antes de ingresar a la universidad, me puse a trabajar en mil cosas. Breves oficios extenuantes y mal pagados que no quiero recordar ahora. Cuatro años sin escuchar un sermón y trabajando siempre con rudos obreros que me doblaban la edad (y triplicaban mi maldad). Creo que el quiebre ocurrió durante ese lapso. En lugar de sentirme como un cristiano en tierra de infieles, me sentía como un escritor en tierra de analfabetos. Y por eso necesitaba afirmarme, distinguirme, distanciarme. Los gatos orinan para marcar su territorio; yo me encerraba por las noches a vomitar sobre la pantalla. Y sólo entonces, hecho un personaje de mi propia ficción, me quitaba el overol y me convertía en escritor. Ahora bien, no sé si voy a seguir explotando ese tópico en el futuro. Claro, aún tengo dos libros inéditos bastante literatosos, pero una vez que los haya corregido minuciosamente, supongo que echaré mano de otras vertientes. Y no tanto porque me parezca un error repetirme o andar en círculos, sino porque quiero probarme a mí mismo que soy capaz de escribir sobre cualquier cosa que se me dé la regalada gana.

En “Manual para cazar plumíferos” hay una preferencia por desarrollar más el argumento, aunque desde ese libro ya era patente tu apuesta por la forma.

Ésa es mi cruz. Nací con esa cruz. Bueno, no sé si será una cruz. Quiero creer que sólo es una opción, tan válida como cualquier otra. El caso es que, aun cuando pretenda recargar las tintas en la peripecia, el argumento, el plot o como quieras llamarlo, siempre, inevitablemente, el fondo termina fondeado en el mar de la verborragia. Más que enfundado, fundido por la forma. Es casi una marca de mi personalidad. Algunos me llaman eticoso; otros me llaman posero. Para mí, hasta los actos más íntimos y prosaicos deben hacerse con gran forma y brillante estilo. Un simple huevo frito, el café de las mañanas, la escrupulosa manera de afeitarme... Lo siento: soy así y escribo así.

Si bien es cierto que parodias el mundo literario, me es imposible no querer saber cuáles han sido tus influencias. Yo percibo que éstas no son exclusivamente literarias.

Todo juega, todo vale, todo sirve. Soy un chancho, un tiburón, una rata, y por eso engullo lo que sea. Ya hablamos de los manuales de exorcismo. Y también hablamos de las series de televisión. Incluso, me has hecho acordar, hace poco estuve llenando un archivo con puntos de partida para nuevos libros (título del archivo: “Cambio de Hábito”) y, entre otras cosas, bosquejé una colección de episodios apócrifos de series ochenteras. Y, por otro lado, de tanto ver “Sin Reservas” de Anthony Bourdain, también he pensado en un cheff cuyo mayor mérito no es la creación de una receta sino el hecho de convertir su faena en una suerte de espectáculo casi teatral. Me explico: la gente no lo persigue para probar sus platos sino para verlo cocinar. Siempre de frac, anteojos ahumados y el cigarro mordido. De hecho, sus platos siempre tienen un toquecito de tabaco. Además, nadie sabe con antelación cuándo ni dónde decidirá aparecer. Muy pocos lo han visto en persona: es casi una leyenda. Ahí tienes otro argumento que enterraré, fácilmente, en el fango lingüístico... Pero, bueno, lo que quiero decir es que no le hago ascos a nada. Soy buen pobre para comer. Y, por otro lado, el arte depende de quién escoge los materiales y no de los propios materiales. Mi cheff es un artista aunque cocine con tabaco. Y acordémonos también del urinario de Duchamp. En suma, si tienes talento y muchas páginas escritas, pues llegas a un punto en que te da lo mismo un vademécum, un libro de cocina o el Ulises de Joyce.

En “La musa travestida” tenemos el cuento “Sublime Sorrento”, el cual puede englobar la evidente intención desmitificadora del oficio literario, como si lo realmente importante fuera figurar a como dé lugar.

Sería muy fácil citar ejemplos locales de esa perversión, que los hay a montones, pero lo más elegante será culparme a mí mismo: crucificarme por los pecados de otros. Entre otras cosas, confieso que alguna vez fui devoto de San Google. Y cada mañana, antes de escribir una línea, digitaba mi nombre en el buscador para pescar algún nuevo comentario. Malo o bueno, eso no importaba. Sobre el autor o sobre la obra, tampoco importaba. Y recién entonces, con el ego empachado, comenzaba mi jornada.

¿Te “googleabas” antes de ponerte a escribir?

Qué vergüenza, ¿no? Antes de preocuparme por cosechar lectores, me contentaba con ver mi nombre en letras de molde (con adjetivos o sin ellos). Claro, bien podría despacharme aquí con un rollo sesudo sobre la muy humana búsqueda de reconocimiento que motiva todos nuestros actos desde el vientre de la madre. Incluso, podríamos hablar de cómo el mercado infla la figura del autor y desinfla los libros. Pero todo eso sería pura retórica para esconder mi retorcimiento. Pequé y escribí sobre mis pecados: fin de la historia. Por eso, “Sublime Sorrento” también es una especie de autocrítica. En términos bíblicos, un intento de crucificar al hombre viejo para poder nacer de nuevo. Una purificación por fuego, como se desprende de la escena central.

¿Cómo fue el proceso de elaboración de ese cuento? Te lo pregunto porque éste “recrea” varios sucesos muy conocidos en el ambiente literario limeño, los cuales tienen el carácter de leyenda.

En un principio, mi plan era mezclar el suicidio del joven poeta peruano Josemári Recalde (recordemos: lo hallaron carbonizado en su departamento de Jesús María, cerrado por dentro, y él mismo apareció en la universidad, días antes, con la cara y el pelo pintados de spray color plata) con una célebre anécdota de Jerry Lee Lewis... no sé si la conoces... aquella vez que The Killer se vio obligado a ser telonero de Chuck Berry. A modo de protesta, antes del turno de Chuck, Lewis bañó el piano de gasolina, le prendió fuego mientras terminaba la última canción, y dijo algo más o menos así: “Me gustaría ver qué hijo de puta supera esto”. Luego, sobre ese combo inicial fui espolvoreando otras anécdotas recurrentes en la cafetería de Letras de la universidad Católica sobre plumíferos con más vicios que libros y vidas más interesantes que sus propias ficciones. Sin embargo, como siempre sucede, en la etapa final de corrección incorporé muchos de mis propios rasgos y ahora es evidente que Sorrento tiene más de Aguirre que de Recalde o Jerry Lee Lewis.

¿Cómo concebiste al grupo Psirrosis, el cual acrisola a los escritores de “La musa travestida”?

Primero que nada, debo decir que Psirrosis existió. Tal era el nombre de una revista (mitad pasquín, mitad fanzine) que unos amigos y yo, todos de la facultad de Comunicaciones de la universidad Católica, sacamos a la luz alrededor del año 99, con la intención de cuestionar algunas imperfecciones de la currícula y, de paso, burlarnos de ciertos profesores. Firmábamos con seudónimo y, secretamente, abandonábamos los ejemplares en todos los baños de la universidad. Apenas editamos tres números y una web, pero eso fue suficiente para tener al propio rector soplándonos en la nuca. Felizmente, nunca se llegó a verificar nuestra participación en esa revista, así que la cosa no pasó de un susto. El caso es que partí de esa experiencia para crear al colectivo de narradores que aparece en “La Musa Travestida”. Obviamente, invertí la figura por completo: los rabiosos marginales que coquetean con la política se convirtieron en estrellas celebradas por el establishment literario limeño. Además, siempre quise fantasear en torno a un colectivo de escritores que se comporta como una banda de rock. Creo que en alguna página escribí aquello de “los Beatles de la literatura peruana”... o tal vez borré esa frase en la corrección final, no recuerdo bien...

¿Es la rivalidad el gran tema de tu segundo libro?

Uno de los grandes temas. La rivalidad, la competencia, las broncas entre plumíferos debutantes. Pero estos personajes ridículos (tenían que ser ridículos: si me voy a inmolar, por lo menos debo hacerlo con gracia) no compiten por quién escribe mejor sino por quién aparece más veces en los periódicos o quién consigue una foto en las páginas sociales o quién provoca el mayor número de comentarios en la blogósfera. En buena cuenta, estamos hablando de la literatura convertida en un show-bussiness o el libro reducido a una foto de solapa.

He tenido la oportunidad de leer tu novela, todavía inédita, “El conde de San Germán”, pero dinos tú de qué va y cuál creas que sea el rasgo que la diferencia tanto de “Manual para cazar plumíferos” y “La musa travestida”.

Te daré algunas pistas (no muchas porque ya estoy negociando su publicación). Por ejemplo, se trata de un híbrido de novela corta y libro de cuentos. Luego, con respecto al idiolecto del protagonista, hice todo lo contrario respecto del primer cuento de “La Musa Travestida” (“W. C.”). Es decir: una jerga más propia de un delincuente que de un escritor. Una jerga artificial, por supuesto, porque el habla popular me resulta insuficiente. Otro detalle importante: un componente chismográfico. Si “Sodomización Mutua” te pareció en un relato en clave, aquí no necesitas decodificar nada: indiscreciones a discreción. Además, el ánimo que guió la última corrección de “El Conde de San Germán” ha resultado determinante. Es decir: la rabia. Rabia porque recién he conocido el patio trasero de la literatura (yo también, como te dije, he colgado ahí mis medias apestosas, pero ya se secaron y ya las recogí). He conocido la historia secreta detrás de cada libro y de cada reseña: he desvestido a la musa. Y no sé si hablar de mafias, argollas o amiguismo, porque todo es tan sutil, tácito y diplomático, que nadie acepta reconocer que hipotecó su conciencia. Claro, tú sólo quieres ser amable y buena onda (“una mierda buena onda”, como dicen Los Prisioneros) y crees que todos son “buenos muchachos” (y lo son: pregúntale a Scorsese). Así que después no te parece mala idea posar tus ancas en la mesa de presentación de un adefesio o terminas reseñando con pinzas un libro que, en realidad, merecería una motosierra. Tal parece que para “progresar” como escritor, uno debe aprender a pulir zapatos antes que pulir su prosa. Así que esta novela también podrá leerse como un ensayo sobre la miseria. Y créeme que no me muerdo la lengua para mencionar a los miserables. Entre ellos, cómo no, el que viste y calza.

A veces tengo la impresión que para dar una opinión valorativa y justa de tu narrativa como que hay que partir de la base de, al menos, cuatro libros publicados, ya que es axiomático que tienes un proyecto casi definido.

Es cierto. Como te dije al principio, mi ciclo metaliterario, cuando menos, comprende cuatro libros. Y a pesar de que ya me pican las manos por ensayar otros asuntos, entiendo que no puedo abandonar aún la corrección de los dos inéditos. Recuerdo que tú mismo mencionaste alguna vez que el relato “Sodomización Mutua” era una novela destilada, comprimida, liofilizada... no recuerdo el adjetivo exacto...ah, cierto: atomizada. Pues bien, yo creo que, en los cuatro libros, he derramado, quizá por descuido, bocetos de personajes y escenas que quizá requieran de un mayor desarrollo. Regué las semillas en campo pedregoso y mis manías formales interrumpieron el crecimiento. Entonces, he decidido transplantar las buenas ideas y dejar que cada una florezca en su maceta respectiva.

'Soy un chancho, un tiburón, una rata, y por eso engullo lo que sea'

Leonardo Aguirre, escritor
Redacción
miércoles, 20 de febrero de 2008, 01:00 h (CET)
Leonardo Aguirre (Lima, 1975) es autor de los libros de cuentos “Manual para cazar plumíferos” (2005) y “La musa travestida” (2007), los cuales lo han hecho muy conocido en Perú. En su narrativa sobresale una apuesta visceral por la experimentación formal, con la cual canaliza con frescura e insolencia un ácido cuestionamiento del mundo literario. Aguirre, pese a su juventud, muestra algo que muy pocas veces se ve: un proyecto de escritura casi definido.




Leonardo Aguirre.


Gabriel Ruiz-Ortega / Siglo XXI

Ya tienes dos libros de relatos, “Manual para cazar plumíferos” y “La musa travestida”, y por lo que se puede colegir, como que la figura del escritor también será usada en tus futuros libros. ¿Desde cuándo empezaste a tener en cuenta este tópico en tu narrativa?

A ver, retrocedamos un poco. Vistos a la distancia, mis primeros balbuceos narrativos, cuando todavía estudiaba en el colegio, de algún modo podrían encajar dentro del género gótico. Además de ser un adicto a series de televisión como “Alfred Hitchcok Presenta”, “La Dimensión Desconocida”, “Monstruos” o “Cuentos de la Cripta”, recuerdo que, mientras otros leían a Verne o Salgari, en mi casa no había otra cosa que los tratados de escatología y demonología de mi padre, quien pastoreaba, por aquel entonces, una iglesia pentecostal donde los casos de posesión eran pan de cada domingo. Pero luego dejé de ir a la iglesia y rompí totalmente con el mundo evangélico. Salí del colegio –colegio evangélico, para colmo de males- y, antes de ingresar a la universidad, me puse a trabajar en mil cosas. Breves oficios extenuantes y mal pagados que no quiero recordar ahora. Cuatro años sin escuchar un sermón y trabajando siempre con rudos obreros que me doblaban la edad (y triplicaban mi maldad). Creo que el quiebre ocurrió durante ese lapso. En lugar de sentirme como un cristiano en tierra de infieles, me sentía como un escritor en tierra de analfabetos. Y por eso necesitaba afirmarme, distinguirme, distanciarme. Los gatos orinan para marcar su territorio; yo me encerraba por las noches a vomitar sobre la pantalla. Y sólo entonces, hecho un personaje de mi propia ficción, me quitaba el overol y me convertía en escritor. Ahora bien, no sé si voy a seguir explotando ese tópico en el futuro. Claro, aún tengo dos libros inéditos bastante literatosos, pero una vez que los haya corregido minuciosamente, supongo que echaré mano de otras vertientes. Y no tanto porque me parezca un error repetirme o andar en círculos, sino porque quiero probarme a mí mismo que soy capaz de escribir sobre cualquier cosa que se me dé la regalada gana.

En “Manual para cazar plumíferos” hay una preferencia por desarrollar más el argumento, aunque desde ese libro ya era patente tu apuesta por la forma.

Ésa es mi cruz. Nací con esa cruz. Bueno, no sé si será una cruz. Quiero creer que sólo es una opción, tan válida como cualquier otra. El caso es que, aun cuando pretenda recargar las tintas en la peripecia, el argumento, el plot o como quieras llamarlo, siempre, inevitablemente, el fondo termina fondeado en el mar de la verborragia. Más que enfundado, fundido por la forma. Es casi una marca de mi personalidad. Algunos me llaman eticoso; otros me llaman posero. Para mí, hasta los actos más íntimos y prosaicos deben hacerse con gran forma y brillante estilo. Un simple huevo frito, el café de las mañanas, la escrupulosa manera de afeitarme... Lo siento: soy así y escribo así.

Si bien es cierto que parodias el mundo literario, me es imposible no querer saber cuáles han sido tus influencias. Yo percibo que éstas no son exclusivamente literarias.

Todo juega, todo vale, todo sirve. Soy un chancho, un tiburón, una rata, y por eso engullo lo que sea. Ya hablamos de los manuales de exorcismo. Y también hablamos de las series de televisión. Incluso, me has hecho acordar, hace poco estuve llenando un archivo con puntos de partida para nuevos libros (título del archivo: “Cambio de Hábito”) y, entre otras cosas, bosquejé una colección de episodios apócrifos de series ochenteras. Y, por otro lado, de tanto ver “Sin Reservas” de Anthony Bourdain, también he pensado en un cheff cuyo mayor mérito no es la creación de una receta sino el hecho de convertir su faena en una suerte de espectáculo casi teatral. Me explico: la gente no lo persigue para probar sus platos sino para verlo cocinar. Siempre de frac, anteojos ahumados y el cigarro mordido. De hecho, sus platos siempre tienen un toquecito de tabaco. Además, nadie sabe con antelación cuándo ni dónde decidirá aparecer. Muy pocos lo han visto en persona: es casi una leyenda. Ahí tienes otro argumento que enterraré, fácilmente, en el fango lingüístico... Pero, bueno, lo que quiero decir es que no le hago ascos a nada. Soy buen pobre para comer. Y, por otro lado, el arte depende de quién escoge los materiales y no de los propios materiales. Mi cheff es un artista aunque cocine con tabaco. Y acordémonos también del urinario de Duchamp. En suma, si tienes talento y muchas páginas escritas, pues llegas a un punto en que te da lo mismo un vademécum, un libro de cocina o el Ulises de Joyce.

En “La musa travestida” tenemos el cuento “Sublime Sorrento”, el cual puede englobar la evidente intención desmitificadora del oficio literario, como si lo realmente importante fuera figurar a como dé lugar.

Sería muy fácil citar ejemplos locales de esa perversión, que los hay a montones, pero lo más elegante será culparme a mí mismo: crucificarme por los pecados de otros. Entre otras cosas, confieso que alguna vez fui devoto de San Google. Y cada mañana, antes de escribir una línea, digitaba mi nombre en el buscador para pescar algún nuevo comentario. Malo o bueno, eso no importaba. Sobre el autor o sobre la obra, tampoco importaba. Y recién entonces, con el ego empachado, comenzaba mi jornada.

¿Te “googleabas” antes de ponerte a escribir?

Qué vergüenza, ¿no? Antes de preocuparme por cosechar lectores, me contentaba con ver mi nombre en letras de molde (con adjetivos o sin ellos). Claro, bien podría despacharme aquí con un rollo sesudo sobre la muy humana búsqueda de reconocimiento que motiva todos nuestros actos desde el vientre de la madre. Incluso, podríamos hablar de cómo el mercado infla la figura del autor y desinfla los libros. Pero todo eso sería pura retórica para esconder mi retorcimiento. Pequé y escribí sobre mis pecados: fin de la historia. Por eso, “Sublime Sorrento” también es una especie de autocrítica. En términos bíblicos, un intento de crucificar al hombre viejo para poder nacer de nuevo. Una purificación por fuego, como se desprende de la escena central.

¿Cómo fue el proceso de elaboración de ese cuento? Te lo pregunto porque éste “recrea” varios sucesos muy conocidos en el ambiente literario limeño, los cuales tienen el carácter de leyenda.

En un principio, mi plan era mezclar el suicidio del joven poeta peruano Josemári Recalde (recordemos: lo hallaron carbonizado en su departamento de Jesús María, cerrado por dentro, y él mismo apareció en la universidad, días antes, con la cara y el pelo pintados de spray color plata) con una célebre anécdota de Jerry Lee Lewis... no sé si la conoces... aquella vez que The Killer se vio obligado a ser telonero de Chuck Berry. A modo de protesta, antes del turno de Chuck, Lewis bañó el piano de gasolina, le prendió fuego mientras terminaba la última canción, y dijo algo más o menos así: “Me gustaría ver qué hijo de puta supera esto”. Luego, sobre ese combo inicial fui espolvoreando otras anécdotas recurrentes en la cafetería de Letras de la universidad Católica sobre plumíferos con más vicios que libros y vidas más interesantes que sus propias ficciones. Sin embargo, como siempre sucede, en la etapa final de corrección incorporé muchos de mis propios rasgos y ahora es evidente que Sorrento tiene más de Aguirre que de Recalde o Jerry Lee Lewis.

¿Cómo concebiste al grupo Psirrosis, el cual acrisola a los escritores de “La musa travestida”?

Primero que nada, debo decir que Psirrosis existió. Tal era el nombre de una revista (mitad pasquín, mitad fanzine) que unos amigos y yo, todos de la facultad de Comunicaciones de la universidad Católica, sacamos a la luz alrededor del año 99, con la intención de cuestionar algunas imperfecciones de la currícula y, de paso, burlarnos de ciertos profesores. Firmábamos con seudónimo y, secretamente, abandonábamos los ejemplares en todos los baños de la universidad. Apenas editamos tres números y una web, pero eso fue suficiente para tener al propio rector soplándonos en la nuca. Felizmente, nunca se llegó a verificar nuestra participación en esa revista, así que la cosa no pasó de un susto. El caso es que partí de esa experiencia para crear al colectivo de narradores que aparece en “La Musa Travestida”. Obviamente, invertí la figura por completo: los rabiosos marginales que coquetean con la política se convirtieron en estrellas celebradas por el establishment literario limeño. Además, siempre quise fantasear en torno a un colectivo de escritores que se comporta como una banda de rock. Creo que en alguna página escribí aquello de “los Beatles de la literatura peruana”... o tal vez borré esa frase en la corrección final, no recuerdo bien...

¿Es la rivalidad el gran tema de tu segundo libro?

Uno de los grandes temas. La rivalidad, la competencia, las broncas entre plumíferos debutantes. Pero estos personajes ridículos (tenían que ser ridículos: si me voy a inmolar, por lo menos debo hacerlo con gracia) no compiten por quién escribe mejor sino por quién aparece más veces en los periódicos o quién consigue una foto en las páginas sociales o quién provoca el mayor número de comentarios en la blogósfera. En buena cuenta, estamos hablando de la literatura convertida en un show-bussiness o el libro reducido a una foto de solapa.

He tenido la oportunidad de leer tu novela, todavía inédita, “El conde de San Germán”, pero dinos tú de qué va y cuál creas que sea el rasgo que la diferencia tanto de “Manual para cazar plumíferos” y “La musa travestida”.

Te daré algunas pistas (no muchas porque ya estoy negociando su publicación). Por ejemplo, se trata de un híbrido de novela corta y libro de cuentos. Luego, con respecto al idiolecto del protagonista, hice todo lo contrario respecto del primer cuento de “La Musa Travestida” (“W. C.”). Es decir: una jerga más propia de un delincuente que de un escritor. Una jerga artificial, por supuesto, porque el habla popular me resulta insuficiente. Otro detalle importante: un componente chismográfico. Si “Sodomización Mutua” te pareció en un relato en clave, aquí no necesitas decodificar nada: indiscreciones a discreción. Además, el ánimo que guió la última corrección de “El Conde de San Germán” ha resultado determinante. Es decir: la rabia. Rabia porque recién he conocido el patio trasero de la literatura (yo también, como te dije, he colgado ahí mis medias apestosas, pero ya se secaron y ya las recogí). He conocido la historia secreta detrás de cada libro y de cada reseña: he desvestido a la musa. Y no sé si hablar de mafias, argollas o amiguismo, porque todo es tan sutil, tácito y diplomático, que nadie acepta reconocer que hipotecó su conciencia. Claro, tú sólo quieres ser amable y buena onda (“una mierda buena onda”, como dicen Los Prisioneros) y crees que todos son “buenos muchachos” (y lo son: pregúntale a Scorsese). Así que después no te parece mala idea posar tus ancas en la mesa de presentación de un adefesio o terminas reseñando con pinzas un libro que, en realidad, merecería una motosierra. Tal parece que para “progresar” como escritor, uno debe aprender a pulir zapatos antes que pulir su prosa. Así que esta novela también podrá leerse como un ensayo sobre la miseria. Y créeme que no me muerdo la lengua para mencionar a los miserables. Entre ellos, cómo no, el que viste y calza.

A veces tengo la impresión que para dar una opinión valorativa y justa de tu narrativa como que hay que partir de la base de, al menos, cuatro libros publicados, ya que es axiomático que tienes un proyecto casi definido.

Es cierto. Como te dije al principio, mi ciclo metaliterario, cuando menos, comprende cuatro libros. Y a pesar de que ya me pican las manos por ensayar otros asuntos, entiendo que no puedo abandonar aún la corrección de los dos inéditos. Recuerdo que tú mismo mencionaste alguna vez que el relato “Sodomización Mutua” era una novela destilada, comprimida, liofilizada... no recuerdo el adjetivo exacto...ah, cierto: atomizada. Pues bien, yo creo que, en los cuatro libros, he derramado, quizá por descuido, bocetos de personajes y escenas que quizá requieran de un mayor desarrollo. Regué las semillas en campo pedregoso y mis manías formales interrumpieron el crecimiento. Entonces, he decidido transplantar las buenas ideas y dejar que cada una florezca en su maceta respectiva.

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Elsy es abogada, doctora en jurisprudencia, narradora, dramaturga y poeta ecuatoriana. Comienza su carrera literaria con la publicación del libro de cuentos De mariposas, espejos y sueños. La mayor parte de su obra cuentística está reunida en el libro Los miedos juntos (El Ángel Editor, 2009).

 
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