Sin acudir a remotos siglos pasados, sino tan sólo situándose en el último de ellos, es decir, hace unos cien años -muy poco en la historia del hombre-, se podrían escuchar lamentaciones como las que siguen a continuación.
¡Que tenga buen parto, y no sufra mucho!... ¡Que no ataquen a mis hijos enfermedades de las que tantos niños se mueren!... ¡Que me libre de enfermedades que a las gentes se llevan!... ¡Que no se quede embarazada!...¡Que me sigan funcionando los riñones, el hígado, o el mismo corazón, que me duren!... ¡Que me siga respondiendo el miembro viril!... ¡Que no se repitan tantos ataques epilépticos!... ¡Que se pase este dolor de cabeza tan fuerte!... ¡Ya no puedo más con esta angustia con tanta preocupación e impaciencia como se me apodera!...
Durante siglos, estas o parecidas, eran legítimas exclamaciones del hombre entorno de lo que afecta a la salud, y aledaños. Cuestiones todas ellas que la Medicina habría de llegar a resolver, aunque los médicos de aquellos tiempos no supieran todavía como hacerlo ni en las boticas se dispensasen remedios eficaces, ni por asomo. ¿Cómo había sobrevivido la humanidad durante tantos siglos anteriores? A la luz del día de hoy la respuesta carece de contestación, pero alguna ha de tener para que, por ejemplo, las fiebres puerperales no hubieran acabado con toda mujer que en el mundo diera a luz.
Así que, sin que se sepa a ciencia cierta, ni cómo, el hombre sobrevivió, y, afortunadamente, su vida no fue un constante coro de lamentaciones. Durante siglos se extendió por el mundo atravesando ríos, mares y montañas; se enriqueció cultural y artísticamente; escribió, pintó, compuso música, y llegó a observar el firmamento con detenimiento. Las generaciones se superponían unas con otras, y la gente mayor de las familias era bien cuidada y respetada. Los niños jugaban entre ellos, y el arte gastronómico se trasmitió de generación en generación. En su indefensión, la fe fue una generosa dádiva que le mantuvo en pie. La muerte, acompañanta inevitable de la vida, siguió junto al hombre, y no siempre como ahora se dice “de forma natural”, sino que como jinete apocalíptico que es se rodeaba del hambre, de la guerra y de la peste. Con todo, la humanidad siempre salió a flote, y casi como quien dice, ayer mismo, seguía lamentándose con parecidas lamentos a los recogidos al inicio.
En este último siglo, la mujer ya puede dar a luz sin dolor alguno, cosa distinta es que todas reciban la anestesia epidural; los niños pueden ser vacunados contra las enfermedades propias de la infancia –como se conocen-, y otra cosa es, también, que todos reciban la dosis que inmuniza; las infecciones son neutralizadas sirviéndose de los adecuados antibióticos, ¿están disponibles en todo el mundo?; con el trasplante de órganos se sustituye uno irreversiblemente dañado por otro en perfecto funcionamiento; la mujer que se queda embarazada es porque quiere, o por ignorante; el fantasma de la impotencia varonil se oculta ante la “viagra” y similares; la epilepsia dejó de considerarse un mal “preternatural” para ser conllevada a base de medicaciones específicas; cualquier dolor, leve o intenso, agudo o crónico tiene su adecuada manera de neutralizarse; y la angustia, la ansiedad propia de la contrariedad mal tolerada, tiene en los ansiolíticos su oportuna distensión. ¿Qué ha sucedido para que el bienestar se haya instalado de rutina en los quiebros de salud? No todos están resueltos y los entierros siguen siendo parte de la vida social. Las necrópolis y crematorios crecen junto a cada ciudad. Sí, es para estar satisfechos de lo alcanzado en el último siglo; sin duda han sido afortunadas las tres últimas generaciones, y el porvenir es optimista. Qué menos con estas realidades.
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