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Todo queda en casa

Óscar Arce Ruiz
Óscar Arce
domingo, 15 de julio de 2007, 21:39 h (CET)
La antropología estructural comprobó cómo existían ciertas concepciones que funcionaban por encima de la práctica social, y servían para definir las relaciones sociales de los grupos a pesar de no existir ejemplos materiales que las avalaran.

Es decir, existía en ocasiones un desajuste entre lo que las personas decían que debían hacer (el ideal hacia el que debían tender) y lo que las circunstancias forzaban a improvisar en lo cotidiano.

Uno de los puntos cruciales en esta cuestión era la manera de gestionar las relaciones de parentesco. Por ejemplo, en ciertos grupos se prefería el matrimonio entre primos con características concretas, aunque la inmensa mayoría de casamientos se producía sin posibilidades de hacer efectiva la norma.

Tras estudiar las situaciones de unión estable entre personas con la finalidad de un proyecto futuro común, la antropóloga Kathleen Gough definió el matrimonio como una relación establecida entre una mujer y una o más personas.

Dejando de lado ahora las posibilidades poligámicas de la afirmación, observamos desde una visión más alejada, que lo que llevó a Gough a iniciar de esta manera su definición de ‘matrimonio’ es la función reproductiva asignada a la mujer. En este sentido, una mujer que no fuese apta para esta función podía casarse con otra.

Cabe decir que Gough tuvo en cuenta que, en ciertas sociedades, aquella persona ineficaz desde el punto de vista reproductivo era, a todos los efectos, un hombre.

¿En qué lugar sitúa esto a la familia tradicional europea? La aberración que supone aún hoy en muchos sectores la idea de casamiento entre dos personas del mismo sexo se basa en la idea de tradición familiar ancestral.

Lo cierto es que la familia tal y como la conocemos -núcleo familiar compuesto por padre, madre hijo e hija- es relativamente reciente. Tan reciente como la moral burguesa del orden aparecida en la segunda mitad del siglo XIX. Tomar la moral del orden como natural comporta que todo lo contrario a sus principios ordenados es antinatural e inmoral.

La definición de Gough pone de manifiesto cómo occidente cometió el error de naturalizar su modelo de familia. En el momento en que las circunstancias han cambiado, el modelo implantado se ha desbordado por las nuevas propuestas y debe convivir con patrones tan antinaturales como los que se practicaban fuera de Europa antes de la llegada del colono.

Era de suponer que de los cinco continentes no sólo uno podía tener razón.

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Lo que voy a decir no se apoya -no lo pretende, además lo rechaza- en ningún argumento científico. Rechazo en general lo científico porque proviene, tal caudal de conocimiento, de la mente humana matemática, fajada y limitada, sobre todo no mente libre sino observante desde muchos filtros atascados de prejuicios.

No es ninguna novedad que vivimos en un tiempo donde el pulso de la coexistencia social parece haberse acelerado en una deriva incomprensible, enfrentándonos con la paradoja de una humanidad cada vez más próxima, sin que ello se traduzca necesariamente en la cercanía o comprensión mutua.

El filólogo humanista Noam Chomsky decía que “si no se está de acuerdo con una cuestión, el hecho de formular y escuchar críticas, forma parte de la convivencia, y así se espera que sea”. De este modo, Chomsky argumenta el derecho y obligación a ejercer la crítica como proceso para la construcción de la convivencia.

 
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