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Apuntes con anchoas

Pascual Falces
Pascual Falces
domingo, 27 de mayo de 2007, 04:07 h (CET)
Ciertamente hastiado del panorama que se observa al recorrer la península en campaña pre-electoral, esta columna refiere hoy parte del modesto mundo entorno de donde se asienta, y, sin necesidad de catalejo, le concede voz alta a un entrañable personaje que le acompaña de modo inseparable.

<< Cuando llega el buen tiempo me hace inmensamente feliz verlo salir al jardín y sentarse con un bocadillo entre las manos. Con el frío, con la lluvia o con la nieve, se queda en casa; creo que le pasa como a mí, sale lo justo. Prefiere acomodarse junto a la chimenea con un libro. El resto del tiempo, se lo pasa en su cuarto. Alguna vez he subido a verlo, pero noto que no le gusta, y no necesita decirme nada, me sobra con sentir su mirada.

Distingo sus bocadillos a distancia. Pero, no sé que tienen las anchoas, es tan detectable su aroma que algo dentro de mí se agita y no puedo evitar que se manifieste la satisfacción que me producen, y no porque sean parte de mi alimentación, ni uno mis manjares preferidos. Soy más austero, lo mío, aparte del agua, es “sota, caballo y rey”.

Me despierta con sus pasos cuando en vez de dirigirse hacia el sillón donde ve la “tele” -en el que poco puedo esperar, y que, además, me aburre solemnemente-, oigo cómo suena el chirrido de la puerta de la cocina. Le sigo, y veo como abre la alacena; baja y destapa un frasco de anchoas que le trajeron de León (¿). Sí, de León, y no se sorprendan, allí se fabrican las mejores anchoas del ¡Cantábrico!... Se esmeran, recortan muy bien todos los pelillos, y les quitan la cola tan difícil de masticar, aunque a mí, en el fondo, eso me tiene sin cuidado. No soy tan mirado.

Parece como si le gustase hacerme rabiar, y, recostado sobre el sillón de mimbre bajo el jacarandá, con una pierna sobre otra, sube y baja parsimoniosamente la mano –lo que me pone muy nervioso-, desde el brazo del sillón, hasta su boca. ¿Se lo comerá todo? Poco a poco, el bocadillo disminuye de tamaño. Cosa que me va resultando preocupante. Puedo parecer masoquista, pero me gusta verlo comer y no me pierdo una de sus comidas, aunque no lleguen a afectarme, porque generalmente se hace el distraído y aparenta ignorarme casi siempre. Pero, aún así y todo, le quiero mucho, porque, ¿cómo podría vivir sin él?

En realidad no espero nada cuando huelo las anchoas, pero, con razón se dice aquello de “Nunca se sabe…” Por si acaso me pongo a observarlo o me siento muy cerca. Si me da algo, pues muy bien, y si no, pues, tan feliz. Me pasa como a los pobres; con razón dice el Quijote, que “la mejor sazón de los alimentos es el hambre, y, por eso, ellos disfrutan más que nadie comiendo”. En cuanto le veo encender la pipa me levanto y busco otro sitio más cómodo para distraerme contemplando las margaritas que han crecido, con una mosca que pase o con mariposas, que ya se comienzan a ver en este tiempo. Cuando me tira un trozo del bocadillo, pego un salto para cogerlo en el aire. Otras veces, antes de darme algo, me hace que haga “mariconadas”, como darle la patita, y etc. Mi hambre no es que sólo sea “secular”; es… ¡ca-ni-na! >>

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Es invisible, intangible y, sin embargo, nos atraviesa por completo. Puede cambiarnos el humor en cuestión de segundos, hacernos llorar sin motivo aparente, evocarnos un recuerdo lejano o unirnos a desconocidos en un mismo latido. La música es mucho más que una forma de entretenimiento, es una fuerza capaz de modificar nuestro estado físico, emocional, mental y hasta social. A veces sin que siquiera lo notemos.

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