Tenemos a la sociedad temblando cuando desde hace ya muchos años ve con asombro cómo sus adolescentes matan, a veces a sus propios progenitores, sin motivo ni razones aparentes. Eso si es que alguna vez hubo un motivo para matar, que ésa es otra. En realidad es un fenómeno siempre nuevo que empezó una vez hace ya mucho tiempo, aunque nunca nos acostumbraremos a que los más jóvenes entre nosotros, casi sin tiempo de vivir, se hayan convertido en unos asesinos.
Causas para esta enfermedad social las hay, las habrá, de mil y un tipos distintos. Pero cada vez que un adolescente mata, con la crueldad y la frialdad con que a veces sucede, abriremos la boca de asombro, sin comprender los porqués implícitos que lleva cada uno de estos casos, empezando por las enfermedades mentales que pueden sufrir los niños-asesinos-víctimas. Ahí, en la enfermedad mental supongo es donde primero mira la sociedad, achacando a las alteraciones síquicas la razón primera de tan dolorosos hechos. Pero no podemos pararnos en ello y luego mirar a otro lado. Indudablemente la sociedad debe mirar a sí misma y pensar qué es lo que hace mal en la educación que busca para sus hijos. Inevitablemente las miradas se vuelven, deben volverse, hacia la familia y el sistema educativo.
Quizá el error de muchas familias sea confiar excesivamente en el sistema educativo. Un sistema educativo, no lo olvidemos, que jamás puede, ni quiere, ni debe, sustituir a los padres. Un sistema educativo pensado “para todos”, pero cuya misión no es reemplazar a los padres. Y ése es uno de los problemas graves, uno de los problemas que con más frecuencia se encuentran los docentes de hoy, pues ocurre a veces que los padres no saben, no pueden o no quieren hacerse cargo de la educación de sus hijos, confiándolos en exceso a la tutela de la escuela. Aunque en el ámbito rural no son tan frecuentes los casos en que los dos miembros de la pareja trabajan y los hijos está solos o a cargo de una persona anciana, no deja uno de encontrarse con padres que piensan que su misión es llevar el pan a casa y que para lo demás ya está el colegio, ausentándose de su más importante papel, el de formadores, el de educadores, el de transmisores de valores humanos. Los padres deben estar presentes en casa y servir de modelo a sus hijos, el niño tiene que contar con la figura del adulto, saber que no le va a fallar, que va a estar ahí para la carantoña y el mimo, pero también para la corrección firme. Los críos tienen que ver, no sólo oírlo en “sermones”, lo que está bien, aunque sea para poder saltárselo de mayores. Uno de los peligros está en que nunca haya barreras que saltarse.
Asustados por la educación severa que recibieron, otros padres actuales piensan que su papel debe ser el opuesto al de los suyos propios, y, acomplejados, consienten todo a sus hijos, convirtiéndose en la figura contraria a lo que un educador debe ser. Son padres asustados con la posibilidad de que su hijo se traumatice ante la menor exigencia, ante el menor asomo de responsabilidad, olvidando que la mejor receta para un hijo es una buena dosis diaria de noes, preparando así a un niño tirano, que pretenderá toda su vida hacer su voluntad.
Resulta muy llamativo encontrarse, y es algo que ocurre a veces, con padres que dicen que no pueden ya con su hijo de seis u ocho años. A esos mismos padres, que no sabrán años más tarde pedirle que se acabe todo el plato de comida o que piense que los demás también son sujetos de derechos, les resultará misión imposible impedirle que salga una determinada noche o exigirle que regrese a casa a una hora establecida.
¿Cómo puede resultar imposible controlar a un niño de ocho años? Lo que pasa es que es mucho más fácil decirle a todo que sí, enchufarle a la televisión o a la videoconsola y olvidarse de que hay niño. Resulta mucho más difícil y esforzado educar.
Y educar a un hijo empieza por tirarse a la alfombra para jugar con él.
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