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Ecuador en la balanza

Pascual Falces
Pascual Falces
viernes, 20 de abril de 2007, 10:00 h (CET)
El pasado domingo, la inmensa mayoría de los ecuatorianos otorgó aprobación a su presidente Rafael Correa para que la Constitución del país sea reformada, según lo crea conveniente la apremiante Asamblea Constituyente. El pueblo, que durante diez años ha visto caer a casi otros tantos presidentes, quiere una nueva Constitución de mayor consistencia. El presidente, consciente de los defectos de la anterior, y reflejados en el predominio de los viejos partidos políticos, quiere más poder. Con todo ello, se sumará a las naciones del cono sur gobernadas por un “neo-socialismo” que de nuevo no tiene nada, tan sólo lo que de ilusión tiene para el arreglo de los problemas que arrastra la sociedad ecuatoriana.

Dos siglos de independencia no han conseguido erradicar las estructuras sociales de los virreinatos con que se civilizaron aquellas futuras naciones en el Nuevo Continente. El criollaje, los pueblos originarios, y la nueva raza surgida de las mezclas habidas, no han logrado eliminar, salvo excepciones, las diferencias propias de la época colonial. Medio siglo después de su independencia, la Isla de Cuba, la última emancipada, desarrolló un genuino sistema, “castrista”, que –sustentado sobre la decrepitud de su fundador-, mantiene con firmeza la incorporación al socialismo. Venezuela, Bolivia, y, en parte, la política desarrollada por Lula Da Silva en Brasil, y Tavaré Vázquez en Uruguay, han ido desplazando el fiel de la balanza, entre las democracias que sustituyeron a los anteriores regímenes militaristas, hacia un peculiar “socialismo para el siglo XXI”. Al platillo de este lado se incorpora Ecuador con los recientes resultados electorales.

Más, el pueblo ecuatoriano posee una gran sabiduría que proviene de su ancestral cultura y de los cuantiosos cambios experimentados desde su declaración de independencia –la primera de Hispanoamérica-. En una de las últimas algaradas, los ciudadanos de Quito, al expulsar a uno de sus múltiples y malhadados presidentes, pedían en las pancartas que no sólo se fuera él, sino “todos”, y con ello hacían referencia a la clase política proveniente de arcaicas raíces, y de los desfasados partidos que les representaban.

En su lugar, las naciones mencionadas, teniendo a Hugo Chávez en Venezuela como su líder más representativo, han puesto el poder en unas solas manos. Se le llama “populismo”, también, pero es un fascismo encubierto, en que la clase menos desarrollada y más numerosa intenta sostener por su propio medio el camino hacia el desarrollo. Es una nueva aventura política, que, por el bien de los mismos, es de desear les haga encontrar lo que todavía no han alcanzado; la incorporación al mundo desarrollado sin las taras que arrastran desde su descubrimiento e incorporación a la cultura de Occidente.

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La sociedad española respira hoy un aire denso, cargado de indignación y desencanto. La sucesión de escándalos de corrupción que salpican al partido en el Gobierno, el PSOE, y a su propia estructura ejecutiva, investigados por la Guardia Civil, no son solo casos aislados como nos dicen los voceros autorizados. Son síntomas de una patología profunda que corroe la confianza ciudadana.

Frente a las amenazas del poder, siempre funcionaron los contrapesos. Hacen posible la libertad individual, que es la única real, aunque veces no seamos conscientes de la misma, pues se trata de una condición, como la salud, que solo se valora cuando se pierde. Los tiranos, o aspirantes a serlo, persiguen siempre el objetivo de concentrar todos los poderes. Para evitar que lo logren, están los contrapesos.

Es curioso cuánto se habla de la dignidad personal sin estar plenamente identificados con dicha entidad. En la referencia exclusiva al hecho de haber nacido, como portadores de condiciones esenciales en concreto, aún no habremos intervenido en su configuración. Tiene su miga hablar de esa dignidad, si prescindimos de la valoración de las características básicas de la persona.

 
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