En mi pasaje favorito de la irregular Batman Begins, Bruce Wayne, a fin de comprender si la maldad es inherente al ser humano o si, por el contrario, surge como respuesta a determinados condicionantes ajenos a la persona, abandona su vida de millonetis pavisoso y no duda en someterse a las circunstancias vitales más extremas sólo para llegar a la misma conclusión que el perro de aquel famoso anuncio ochentero: que él nunca lo haría (el mal, se entiende). El realizador Nick Cassavetes (John Q, El Diario de Noah) demuestra mucha menos paciencia que Batman y, aunque en Alpha Dog deja bien claro que la culpa de que cierta juventud esté atontolinada la tienen los modelos de conducta macarroides proporcionados por la industria del entretenimiento, nos sugiere que existen personas no ya malas por naturaleza, sino estúpidas por naturaleza, y que independientemente de cual sea su inspiración conductual, la única forma que a estas personas les queda de trascender su propia idiocia pasa por el batacazo con la realidad.
En mi calidad de camorrista reconvertido en crítico de cine no puedo estar más de acuerdo con la moralina. Otra cosa es el modo en que el director la plantea a lo largo del metraje, mediante un estilo pretendidamente provocador y descarnado, con toques de falso documental, que se deleita demasiado en el nihilismo exhibicionista de los personajes hasta el punto de rozar la exaltación de lo que teóricamente denuncia, como si el hijo del genial John Cassavetes se hubiera dejado seducir por el lado oscuro durante la filmación de Alpha Dog del mismo modo que algunos profesores no vacilan a la hora de unirse a los botellones de sus alumnos seducidos por un estilo de vida tan vistoso como inane.
Debido a esta contradicción, la película pierde contundencia por arrobas, y lo que en principio parece ser una prometedora crónica acerca del asilvestramiento de las nuevas generaciones de jóvenes (mucho más zombificadas, desde mi punto de vista, que las hordas de muertos vivientes de George A. Romero), se queda en un híbrido macilento entre el cine de fluido y ensayo de Larry Clark y el realismo prêt à porter estilo Monster o En Tierra de Hombres, películas estas con las que Alpha Dog comparte el terrible handicap de que sus interpretes principales, tan guapos, jóvenes y simpáticos ellos, chirrían de lo lindo bajo una caracterización mucho más solida que su trabajo. Sirva como ejemplo Emile Hirsch, que en su papel del hampón pubescente Johny Truelove, eje del relato, tiene menos credibilidad que John Wayne haciendo de centurión en La Historia Más Grande Jamás Contada.
Y es que cuando en una película con un plantel de actores tan amplio como Alpha Dog, donde figuran nombres de la talla de Bruce Willis y Sharon Stone (si bien en papeles gratuitos, breves e innecesarios), es Justin Timberlake quien destaca como el actor más convincente, ya se pueden imaginar por donde va la cosa. Y la cosa, para rematarla, está basada en hechos reales, lo cual le permite al director ponerse plomizo y solemne entre porro y porro, incluir secuencias a pantalla partida sin ninguna justificación, o resquebrajar el ritmo de la narración mediante testimonios semidocumentales de los protagonistas en plan programa de sucesos cutre (con recital grandilocuente de Sharon Stone presa de su ego y de un cantoso maquillaje para hacerla parecer obesa incluido). Desde luego, no estamos ni mucho menos ante el Nick Cassavetes almibarado de El Diario de Noah, pero si quieren que les sea sincero, aquel folletín lacrimógeno y romanticoide tenía la virtud de la transparencia y la honestidad, no como Alpha Dog, que como sus personajes, es un film que va de duro porque en el fondo oculta un tremendo vacío: el de la falta de talento.