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The Grand Budapest Hotel, la particular “montaña mágica” de Wes Anderson

El hotel de Wes Anderson

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En la Europa de entreguerras, el joven Zero Moustafa (Tony Revolori) comienza a trabajar como mozo de portería en el famoso Hotel Budapest, donde entra al servicio de Gustave H. (Ralph Fiennes), un mítico conserje. Pronto se establece entre ambos una gran amistad.

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Vaya por delante que no siento demasiado afecto por el cine de Wes Anderson, realizador del que valoro su singularidad, pero con el que me cuesta congeniar dado el carácter marcadamente extravagante y artificial de sus trabajos. Dicho esto, tengo que reconocer que su nueva película, The Grand Budapest Hotel, Gran Premio del Jurado en el pasado Festival de Berlín, me ha parecido encantadora de principio a fin. Eso sí, no puedo dejar de lamentar que su director, un niño grande, ponga tanta creatividad visual al servicio de contenidos tan livianos y poco sustanciosos como el que nos ocupa. Pero bueno, al fin y a al cabo ese es su estilo.

El filme, inspirado en las obras del literato austríaco Stefan Zweig, de las que hereda su mirada nostálgica hacia un mundo ya desaparecido, destaca por su riqueza narrativa. En él, pueden distinguirse hasta cuatro capas temporales. La primera de ellas, la menos relevante, y que sirve de prólogo y epílogo a la cinta, se ubica en la actualidad. Una adolescente que tiene entre sus manos un ejemplar de “El gran hotel Budapest”, parece rendir homenaje al autor del libro deteniéndose ante su busto en medio de un paisaje nevado. Retrocedemos entonces a 1985, donde el propio escritor (Tom Wilkinson) se dirige directamente a la cámara para hacernos viajar hasta 1968, fecha en la que él mismo (interpretado ahora por Jude Law) se hospedó durante unos días en el Hotel Budapest. En esa época conoce al señor Moustafa (F. Murray Abraham), dueño del hotel, quien, a su vez, le relata lo sucedido tiempo atrás, en 1932, cuando comenzó a trabajar como mozo de portería al servicio de monsieur Gustave. Es en este estrato temporal más antiguo donde se desarrolla casi toda la película, viéndose interrumpido de manera puntual por la conversación que mantienen Moustafa y el escritor en el transcurso de una cena. El gran hotel Budapest es una comedia disparatada con intriga criminal de por medio. El asesinato de Madame D. (Tilda Swinton), anciana amante de Gustave H., desencadena el enfrentamiento entre sus herederos, encabezados por el malvado Dmitri (Adrien Brody), y el conserje, dado que éste hereda un valioso cuadro. A partir de ahí tienen lugar situaciones de lo más absurdas y variopintas, (la estancia en prisión de Gustave H. no tiene desperdicio) dando lugar a un tour de force repleto de carcajadas. Anderson imprime un gran ritmo a la narración, luciéndose tras las cámaras con sus habituales travellings laterales y barridos. Incluso se permite algún que otro homenaje cinéfilo, como el que brinda a Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), de Alfred Hitchcock, en la secuencia de la persecución en el museo.

Además del delicioso y colorista diseño de producción que remite a una gigantesca casa de muñecas, es preciso resaltar, asimismo, tanto la banda sonora de Alexandre Desplat (uno de los mejores compositores del cine actual), como la gran labor desempeñada por el abundante y florido reparto (ojo al papel de matón siniestro de Willem Dafoe).

Como decía al principio, una lástima que toda esa maravillosa imaginería no se vea acompañada de una mayor hondura en el tratamiento de temas y personajes. Qué le vamos a hacer, Wes Anderson es así. Lo tomas o lo dejas. Su mejor película en cualquier caso.

El hotel de Wes Anderson

The Grand Budapest Hotel, la particular “montaña mágica” de Wes Anderson
Ricardo Pérez
miércoles, 17 de diciembre de 2014, 08:24 h (CET)
En la Europa de entreguerras, el joven Zero Moustafa (Tony Revolori) comienza a trabajar como mozo de portería en el famoso Hotel Budapest, donde entra al servicio de Gustave H. (Ralph Fiennes), un mítico conserje. Pronto se establece entre ambos una gran amistad.

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Vaya por delante que no siento demasiado afecto por el cine de Wes Anderson, realizador del que valoro su singularidad, pero con el que me cuesta congeniar dado el carácter marcadamente extravagante y artificial de sus trabajos. Dicho esto, tengo que reconocer que su nueva película, The Grand Budapest Hotel, Gran Premio del Jurado en el pasado Festival de Berlín, me ha parecido encantadora de principio a fin. Eso sí, no puedo dejar de lamentar que su director, un niño grande, ponga tanta creatividad visual al servicio de contenidos tan livianos y poco sustanciosos como el que nos ocupa. Pero bueno, al fin y a al cabo ese es su estilo.

El filme, inspirado en las obras del literato austríaco Stefan Zweig, de las que hereda su mirada nostálgica hacia un mundo ya desaparecido, destaca por su riqueza narrativa. En él, pueden distinguirse hasta cuatro capas temporales. La primera de ellas, la menos relevante, y que sirve de prólogo y epílogo a la cinta, se ubica en la actualidad. Una adolescente que tiene entre sus manos un ejemplar de “El gran hotel Budapest”, parece rendir homenaje al autor del libro deteniéndose ante su busto en medio de un paisaje nevado. Retrocedemos entonces a 1985, donde el propio escritor (Tom Wilkinson) se dirige directamente a la cámara para hacernos viajar hasta 1968, fecha en la que él mismo (interpretado ahora por Jude Law) se hospedó durante unos días en el Hotel Budapest. En esa época conoce al señor Moustafa (F. Murray Abraham), dueño del hotel, quien, a su vez, le relata lo sucedido tiempo atrás, en 1932, cuando comenzó a trabajar como mozo de portería al servicio de monsieur Gustave. Es en este estrato temporal más antiguo donde se desarrolla casi toda la película, viéndose interrumpido de manera puntual por la conversación que mantienen Moustafa y el escritor en el transcurso de una cena. El gran hotel Budapest es una comedia disparatada con intriga criminal de por medio. El asesinato de Madame D. (Tilda Swinton), anciana amante de Gustave H., desencadena el enfrentamiento entre sus herederos, encabezados por el malvado Dmitri (Adrien Brody), y el conserje, dado que éste hereda un valioso cuadro. A partir de ahí tienen lugar situaciones de lo más absurdas y variopintas, (la estancia en prisión de Gustave H. no tiene desperdicio) dando lugar a un tour de force repleto de carcajadas. Anderson imprime un gran ritmo a la narración, luciéndose tras las cámaras con sus habituales travellings laterales y barridos. Incluso se permite algún que otro homenaje cinéfilo, como el que brinda a Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), de Alfred Hitchcock, en la secuencia de la persecución en el museo.

Además del delicioso y colorista diseño de producción que remite a una gigantesca casa de muñecas, es preciso resaltar, asimismo, tanto la banda sonora de Alexandre Desplat (uno de los mejores compositores del cine actual), como la gran labor desempeñada por el abundante y florido reparto (ojo al papel de matón siniestro de Willem Dafoe).

Como decía al principio, una lástima que toda esa maravillosa imaginería no se vea acompañada de una mayor hondura en el tratamiento de temas y personajes. Qué le vamos a hacer, Wes Anderson es así. Lo tomas o lo dejas. Su mejor película en cualquier caso.

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