La pobreza y la desigualdad han llegado a nuestras casas. En realidad, siempre
estuvieron en nuestras calles. Cuando España era la octava potencia mundial, 2
de cada 10 personas vivían en la pobreza y la exclusión. Sin embargo, la crisis y la
estafa que estamos viviendo han disparado esas cifras. La pobreza se ha instalado
en nuestros hogares con la complicidad de gobiernos que le han abierto puertas y
allanado el camino.
España ostenta el segundo puesto en desigualdad en Europa, después de Letonia. El
27% de la población, más de 12 millones de personas, viven en situación de pobreza y
exclusión. A pesar de convivir con esta realidad a diario, las generalizaciones sobre la
pobreza y las personas pobres se han difundido cual mantra para justificar situaciones
injustificables e incluso respaldar políticas públicas de dudosa moralidad. Así ha
sucedido al hablar de las situaciones de pobreza extrema en ciertos países y sucede
ahora al hablar del nuestro. Las razones políticas o económicas se desdibujan gracias al
peso del argumentario individualista basado en la meritocracia que sostiene el sistema
neoliberal: “algo (no) habrán hecho”.
Los árboles que nos vende la narrativa dominante no nos dejan ver el bosque. En el
mundo, 1.400 millones de personas sufren pobreza extrema y casi 1.000 millones
sufren hambre y no tienen acceso al agua potable y otros servicios básicos como la
salud y la educación. El último Informe de Desarrollo Humano del PNUD denuncia el
indecente aumento de la desigualdad en un mundo en el que las 85 personas más
acaudaladas del planeta acaparan la misma riqueza que las 3.500 millones más pobres
¡la mitad de los habitantes de todo el globo! ¿De verdad alguien cree que estas cifras
son fruto del fatalismo y la mala suerte de sociedades enteras?
La pobreza y la desigualdad hunden sus raíces en la estructura de un sistema injusto
que se fortalece gracias a políticas antisociales -nacionales e internacionales-
orientadas a beneficiar a unos pocos y desfavorecer a la inmensa mayoría. Políticas
que, muy a menudo, se nos imponen a base de decreto.
Es imperativo poner freno a las políticas locales, estatales y globales, que polarizan la
sociedad e incrementan el sufrimiento de las personas. Urgen cambios radicales en
dos frentes. En primer lugar, hay que priorizar –y eso significa dotar de presupuesto
y no solo de discursos- políticas sociales que protejan el bienestar de toda la
ciudadanía: dependencia, educación, sanidad, igualdad, cooperación, servicios sociales
y políticas de promoción del trabajo digno. Y, en segundo lugar, urge la ejecución de
políticas fiscales que recauden y redistribuyan de manera justa.
Según datos de expertos en la Hacienda Pública, el Estado español pierde 90.000
millones de euros al año debido al fraude fiscal, realizado en un 72% por grandes
empresas y fortunas. El informe de la Relatora sobre Pobreza Extrema y Derechos
Humanos de Naciones Unidas, Magdalena Sepúlveda Carmona, es muy claro en este
sentido. Un gobierno que no destina el máximo de los recursos disponibles para
garantizar los derechos económicos, sociales y culturales puede caer en una violación
de derechos humanos.
Por tanto, los gobiernos que dicen estar comprometidos con la lucha contra la pobreza
y la desigualdad social tienen responsabilidades ineludibles para garantizar un sistema
fiscal justo, equitativo y progresivo; la ejecución de políticas firmes de lucha contra la
elusión y evasión fiscal; el fin de los paraísos fiscales y la implantación del impuesto a
las transacciones financieras.
Pero además hay que movilizarse. Las calles vuelven a llenarse estos días en todo
el mundo coincidiendo con el Día Mundial por la Erradicación de la Pobreza. La
ciudadanía mundial exige acabar con un sistema que permite el enriquecimiento
ilimitado de una minoría a costa del empobrecimiento de millones de personas.
En esta lucha exigiremos acabar con una riqueza que empobrece. Los derechos de
millones de personas están en juego y también el futuro de nuestro planeta. Son
admirables la movilización, la reflexión y los compromisos asumidos por los miembros
de Alianza Española contra la Pobreza con la que nos identificamos y cooperamos.