Evo Morales ha tropezado en la piedra más dura con la que podía dar en todas las jornadas que lleva recorridas desde que fue elegido Presidente constitucional de Bolivia. Se está enfrentando con el difícil hueso duro de roer que afecta a la mayor parte de Hispanoamérica, la distribución latifundista del territorio consecuencia de la estructura establecida por los Virreinatos. Hasta hoy, el país se ha enorgullecido de que un dirigente sindical, originario de la etnia “aymará” -perpetuamente vestido con la “chompa” de lana de vicuña y ancestrales dibujos-, le representase ante el resto del mundo.
La política de nacionalizaciones seguida con respecto a las riquezas del subsuelo, no sólo ha sido acogida con entusiasmo por el pueblo boliviano, que siempre se ha sentido desposeído de ellas. Pacíficamente, la ha resuelto con nuevos contratos sobre hidrocarburos más justos, si los beneficios terminan en ventajas para la gente que lo eligió. Su componente populista se ha visto compensado con los letreros, defendidos por soldados, de que lo que hay en el subsuelo, pertenece a los bolivianos.
Sus maestros, o quienes le asesoran y se benefician con ello, le llevaron a un enfrentamiento con la jerarquía católica, que no ha hecho llegar la sangre al río. Hay que pensar en que la primera Universidad en el cono sur del continente, fue fundada en la capital boliviana, Sucre, por los jesuitas a los pocos años de poner el pie los españoles en esas tierras, en 1624. Los líderes indígenas, o aborígenes, saben del respeto que el pueblo llano siente por la religión. En Méjico existen numerosos testimonios de cómo el mismo Emiliano Zapata, en su revolución, quemaba las haciendas coloniales, pero tomaba buen cuidado de que las llamas respetasen la iglesia privada de cada una de ellas, joyas arquitectónicas por otra parte. De parecido modo, el litigio de la política Morales con la iglesia católica en materia de enseñanza se ha solucionado con un Convenio que aceptan ambas partes.
Pero, volviendo al enunciado de esta columna, el conflicto actual de las intenciones de Evo para culminar su proyecto ha estallado en las calles con el enfrentamiento entre las fuerzas del orden, y los “latifundistas”. Tensión que afecta a cuantos tienen su trabajo y “modus vivendi” en los vastos territorios, y negocios derivados, de las antiguas haciendas secuela del virreinato. Unos 6.000 empresarios agropecuarios se congregaron hace unos días en el centro de la ciudad de Santa Cruz, la más rica de Bolivia. Pedían al Senado que no apruebe algunas de las 22 modificaciones a la antigua Ley de Reforma Agraria de 1996, porque las medidas de Evo son "totalitarias y excluyentes". O sea, que le clavan una cuña de su propia madera.
El Gobierno ha respondió que “la oligarquía y la derecha de siempre son las que se resisten a repartir justicia”, a la vez que recordaba, que, "el 87% del terreno cultivable está en poder del 7% de la población”. El tamaño de esos latifundios oscila entre las 5.000 a las 80.000 hectáreas. Quienes votaron a Evo, en su mayoría, son miles de campesinos que cuentan con parcelas de una sola hectárea, o menos. Este es el dolor de cabeza de Morales. Habrá de recurrir a su gran talento natural, -en la medida que se lo permitan aplicar-, para resolver lo que seria un ejemplo para toda Hispanoamérica doscientos años después de su independencia.
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