La continua llegada de cayucos africanos a las costas europeas está generando un apasionado debate sobre las bondades de la inmigración. La polémica despierta instintos primarios que van desde la xenofobia hasta la solidaridad. Pero como en tantos otros debates de la vida, el “problema” de fondo es económico: los africanos viven infinitamente mejor aquí que en sus países de origen. Ergo, intentan emigrar. Lo mismo pasa con los ciudadanos de Europa del este o de América Latina (la llegada de estos últimos es mucho más numerosa aunque no tan dramática como la de los africanos).
Lo primero que hay que entender es que el “problema” no desaparecerá hasta que las condiciones de vida en los países de origen mejoren. Del mismo modo que España pasó de ser un emisor masivo de emigrantes cuando era un país pobre, a atraer millones una vez se convirtió en rico, los inmigrantes no dejarán de venir hasta que sus países de origen mejoren.
Pongo “problema” entre comillas porque no está claro que la inmigración lo sea. De hecho, algunos observadores dicen que no sólo no es un problema sino que es una panacea. Explican, por ejemplo, que “necesitamos a los inmigrantes porque realizan los trabajos que nosotros no queremos hacer”, que “sus cotizaciones pagan nuestras pensiones” e incluso que “sin ellos no habría crecimiento económico”. Además de inmorales (¿qué es eso de decir que necesitas a los pobres para que te paguen las pensiones?) estos argumentos son falaces.
Primero, existen muchos empleos que los europeos no aceptamos porque los salarios que pagan son bajos. Y los salarios son bajos precisamente porque hay inmigrantes. Sin éstos, el salario de los barrenderos sería más alto y entonces sí que habría europeos que querrían ocupar esos puestos de trabajo.
Segundo, en un estado del bienestar como Dios manda (o al menos como mandan los libros de texto progresistas) los pobres reciben del sistema más de lo que aportan. Si es así, los ciudadanos pobres que llegan de fuera acabarán aportando al fisco una cantidad neta ¡negativa! Es decir, no sólo no contribuyen a solucionar los problemas de la seguridad social sino que los empeoran.
Tercero, los estudios que estiman que, sin inmigrantes, nuestro crecimiento de los últimos diez años habría sido negativo tienen fiabilidad… ¡nula! Entre muchas otras razones, porque ignoran lo que hubiera pasado sin inmigración. Por ejemplo, si no hubiera gente que acepta recoger basuras a salarios bajos, las empresas se verían obligadas a comprar camiones automatizados. Es decir, sin inmigrantes se produciría cambio tecnológico, aumento de productividad y crecimiento económico.
Cuarto, los ciudadanos autóctonos observan con estupor cómo la los inmigrantes congestionan los servicios públicos que ellos han financiado con sus impuestos al largo de los años. El estupor se convierte en justificado resentimiento cuando ven que los inmigrantes gozan de esos servicios sin haber cotizado nunca.
Ahora bien, eso no quiere decir que el fenómeno migratorio no tenga aspectos positivos: por ejemplo, los extranjeros traen unas habilidades distintas y un espíritu emprendedor del que a menudo carecemos los locales. También contribuyen a reducir los precios. Otro aspecto positivo es que, a falta de crecimiento económico en los países de origen, la inmigración es el mejor programa diseñado por el hombre para mitigar la pobreza en el mundo, mucho mejor que todas las ONGs y todas las donaciones de todos los gobiernos del mundo juntas: mientras no mejoren las cosas allí, lo mejor que pueden hacer los africanos –para sí mismos y para sus familias a las que a menudo financian con sus remesas- es… emigrar.
Da la impresión, sin embargo, que nuestros dirigentes hacen un cálculo bien distinto y se preguntan: ¿a quien votarán en su día todos estos ciudadanos potenciales? Respuesta: al Partido Socialista. Consecuencia: el gobierno… ¡no hace nada! Y no hace nada, no por incompetencia, sino porque no le interesa al partido. O mejor dicho, sí que hace: desvía la atención hablando, divagando, viajando, disfrazándose de bailarina africana y proponiendo, sin que se le escape la risa, utilizar satélites para poner barreras en el océano.
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