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Historia de una hora (el toro de la Vega)

Pedro de Hoyos
Pedro de Hoyos
domingo, 17 de septiembre de 2006, 03:48 h (CET)
Que todos somos influenciables es algo fácil de demostrar, para eso existe la publicidad, para eso existe el ejemplo y hasta para eso existen los mítines políticos. Si ustedes me permiten, hasta para eso existen los periódicos y los informativos de radio y televisión.

Más de una vez había visto de soslayo imágenes del Toro de la Vega, la tradicionalísima celebración de Tordesillas. Debo correr a asegurar que jamás le había prestado mucha atención, era simplemente algo accesorio, habitual y que formaba parte del ruido que nos envuelve y acompaña de por vida. Como las banderolas que adornan las alturas de una calle de pueblo los días de fiesta, están ahí, no les prestas atención pero forman parte de ambiente.

Pero este año y al hilo de las manifestaciones y protestas que lo han rodeado he prestado más atención, he mirado con cuidado las imágenes e informaciones que nos servían televisiones y periódicos y por primera vez me he detenido a observar, no sólo a ver. He esperado varios días a serenarme y a que se me pasaran las primeras impresiones, lo que voy a escribir no es producto de un calentón volátil ni fruto momentáneo de sentimientos nacidos de las profundidades viscerales.

He mirado y he visto a un animal rodeado por treinta mil fieras humanas, rugientes, desencajadas y excitadas que lo perseguían y acosaban durante una hora hasta la extenuación, un animal noble e inocente que durante una hora ha buscado absolutamente en vano una salida de tan salvaje marea de hormonas, alcohol y sudor, un animal fiero que sólo al cabo de una hora se ha rendido, sin encontrar más que la muerte como única salida, la muerte a bestiales lanzazos medievales.

Medievales, sí, que los primeros datos tratan de 1453, 1494 y 1593. Tradición, tradición, tradición. Yo soy un firme defensor de las tradiciones, amo las tradiciones, sé que sin tradiciones no somos nada, sé que sin conocer y celebrar nuestros orígenes no podremos nunca saber hacia dónde vamos. Pero me pregunto si hay que mantener invariables todas las tradiciones, si a medida que el ser humano evoluciona no convenía que también algunas de nuestras prácticas evolucionaran.

¿Podemos en el siglo XXI aferrarnos a los mismos hábitos, podemos mantener férreamente los mismos ritos sociales que en la época de la esclavitud, que cuando se decapitaba a los enemigos del Imperio, que cuando la mujer era un ser inferior, que cuando el Rey tenía siervos y vasallos en vez de ciudadanos? ¿Puede el ser ¿humano? del siglo XXI mantener a toda costa la misma filosofía vital que cuatrocientos o quinientos años antes? ¿Acaso mantenemos la antañona costumbre de retarnos en duelo de espadas a la caída de cualquier tarde? ¿Seguimos manteniendo la arraigada querencia de vengar con sangre las ofensas recibidas? ¿Acostumbramos a ir por las calles embozados con capa y sombrero? ¿Se sigue echando las inmundicias por la ventana al rancio grito de “agua va”? ¿O hemos evolucionado?

En los siglos XV y XVI no se conocía manera más civilizada de bregar con un toro, pero cuando la Humanidad es capaz de poner un cochecito en Marte, de atravesar en tren el Canal de la Mancha y de mandar cartas al otro extremo del mundo en un segundo ¿basta aludir a la tradición para mantener tan salvajes procedimientos? ¿Se puede torturar durante una hora a un animal aludiendo a que se lleva haciendo durante quinientos, mil o dos mil años?

Me pregunto si no habrá manera de mantener la tradición evitando el daño gratuito al animal, si como en otras partes no se podrá compaginar sensibilidad y tradición. En Manganeses de la Polvorosa se ha encontrado una solución a la costumbre de arrojar una cabra desde la torre de la iglesia, en muchos otros lugares ya no se corta desde un caballo a la carrera la cabeza de los gallos que cuelgan vivos de lado a lado de la calle.

Me pregunto si las tradiciones son inmutables por sí mismas, me pregunto si la Humanidad avanza. Hacia delante, quiero decir.

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