No cabe duda: somos un país de extremos. Y no me refiero a la radical diferencia entre nuestras selecciones de fútbol y de baloncesto, no. Para escribir de cosas serias ya están los compañeros de Deportes. Yo estoy hablando del tema de conversación preferido en los momentos intrascendentes: el tiempo. El meteorológico, se entiende.
Y es que aquí, como somos tan chulos, podemos tener la ola de calor más grave de todos los tiempos casi todos los veranos, sufrir las lluvias más intensas que se recuerdan cada otoño y las nevadas más copiosas de la historia un invierno tras otro. Y en primavera... ¡ah, sí! En primavera las alergias, claro.
En fin, que no sé si será que nuestro afán de mejora nos lleva a superarnos año tras año o simplemente es que los medios de comunicación son (somos) un poco exagerados. Porque claro, no es lo mismo abrir un informativo diciendo que llueve en Gijón que afirmar que la mitad de Asturias está a punto de desaparecer bajo las aguas. Pero lo cierto es que si hace un mes estábamos inmersos en una atroz sequía y muchas poblaciones tenían importantes restricciones en el suministro de agua, ahora mismo los trenes entre la capital y Barcelona no circulan por las inundaciones, varias ciudades del norte de España se encuentran colapsadas y no se sabe a ciencia cierta cuando dejará de llover.
Está claro que nunca llueve a gusto de todos. Aunque con estas lluvias torrenciales suele pasar una cosa curiosa. Se inundan los túneles, las calles, las casas, los comercios... pero los pantanos se quedan como estaban, es decir, medio vacíos. O medio llenos, según se mire.