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Puerto de Santa María, 25 de julio de 1492

El Principado de la Fortuna/Capítulo X (1ª parte)

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El Principado de la Fortuna/Capítulo IX

10 Diario de Fernando Sevilla

¡Qué triste es la orfandad para un joven de apenas 18 años que ha sido guiado y mimado por sus padres y abuelos! Fue un golpe que no he logrado aún superar. Mucho peor fue para mi madre; poco a poco fue perdiendo el juicio, hasta que no tuve otra opción que la de encerrarla en el monasterio de San Clemente, cuando, a principios de los 70, le dio por pregonar que mis padre y abuelo habían sido víctimas de envenenamiento. Sus nervios, ya delicados desde mi más tierna infancia, se desquiciaron con los luctuosos acontecimientos. Después pareció recuperarse y terminó por sumergirse en el más profundo delirio. No sobrevivió mucho a l enclaustramiento. El 5 de diciembre de 1471 apareció su cadáver, en el jardín del claustro, junto al del pobre Isidro, que había sido el jardinero de las monjas durante la mayor parte de su vida. ¿Qué había pasado?.

Nunca lo sabremos; ambos tuvieron una muerte natural, aunque extraña, en boca de algunos. Para entonces ya pensaba estar preparado para el duro golpe; me equivocaba. Hubo muchas habladurías, demasiadas. Casi nadie asistió a los funerales, que fueron el último acto solemne que se ha celebrado en nuestra sede de la Judería de Sevilla.

Pienso en aquellos horrores como si hubieran pasado cientos de años, porque los acontecimientos que me ha tocado vivir desde entonces me dan vértigo. Apenas acudimos una veintena al sepelio. Felizmente tuve todo el apoyo de don Luis de la Cerda y de la Vega, príncipe de la Fortuna y entonces, conde de Medinaceli y señor de Puerto de Santa María, cuyos blasones doraron un acto que hubiera resultado anodino.

Me habían dejado un legado envenenado; nuestros socios genoveses y nuestros intereses en las costas atlánticas penetradas por los portugueses nos arrastraban al bando del marqués de Cádiz, que apoyaba a doña Juana, apodada la Beltraneja y nuestras relaciones con el príncipe de la Fortuna, al del duque de Medina Sidonia, que encabezaba, en Sevilla, el bando isabelino.

Manteníamos el entuerto con aportaciones a los dos bandos a través de nuestros socios, al objeto de preservar la imagen de escrupulosa neutralidad. Los últimos días de julio de 1471 me pareció que todo el bello edificio se desmoronaba, el marqués de Cádiz tomó por la fuerza Alcalá de Guadaira y Jerez de la Frontera y con ésta acción atentaba gravemente contra el comercio y abastecimiento de Sevilla, cuyos accesos a la costa ya estaban, en gran parte, en manos de los asaltantes.

Los sevillanos se sintieron asediados y los sitiadores eran enemigos públicos. De nada sirvió nuestra más que generosa aportación al Concejo de Sevilla para armar una flota que nos defendiera; la posición de nuestros socios genoveses nos comprometía y una vez más, fuimos rescatados por el isabelismo indiscutible del príncipe de la Fortuna. Lo que el último no podía hacer era acallar los rumores que se propagaron desde la muerte de mi madre, según las malas lenguas el tercer asesinato que se producía en la familia y el primero que implicaba a cristianos viejos, como fue el caso del jardinero, Isidro.

En las calles éramos considerados como “marranos” y no parecía que los notables que desertaron los funerales de mi querida madre expresaran mayor consideración con nuestra familia.

En los de mi padre y abuelo nos acompañaba la flor y nata, ahora estaba prácticamente solo y todo eran rechazos en mis aspiraciones matrimoniales. Era el primero de la saga, desde nuestros antepasados con apellido conocido, que se mantenía célibe a mi edad.

También soy el único que no tengo a nadie que me ayude para encontrar alternativas a la deriva más imprevisible que me ha traído este regalo envenenado que se me ha legado.

Echo de menos al abuelo y a mi padre. Mi madre jamás fue una Sevilla, por muchos aires que se diera. Reconozco que era una hábil intrigante, como excelente veneciana, pero, las ausencias en sus funerales, por tanto solemnes, muestran, a las claras que no ha sido adoptada por los sevillanos, los Sevilla o los Lakkhoua, que asistieron a cuenta gotas.

Mi madre se creía perfecta y estaba polarizada en sus esquemas. Todo era un riguroso plan de negocio y carecía de interés por el resto. Yo soy uno de los proyectos de negocio que quebró sus planes. Una que no era de los nuestros no podía interferir en la formación de uno de los nuestros.

Basta ya de lamentaciones. Si algo he aprendido en la mezcolanza, es que tenemos que utilizar las energías que gastamos en lamentarnos, para salir adelante. Lo veía todo muy negro y no ayudaba nada en mi depresión el cada vez más manifiesto rechazo con el que me castigaban los sevillanos.

Caí en desgracia cuando las habladurías llegaron a los oídos del influyente dominico Fray Alonso de Ojeda, prior del convento de San Pablo de Sevilla. Lo supe, porque su sobrino, con los mismos nombre y apellido, era paje de don Luis. De nada sirvieron las intervenciones del último; todas nuestras propiedades sevillanas eran marcadas, con sangre, como lo fueron los habitáculos de los judíos, en Egipto, para proteger a sus primogénitos del exterminio.

Era ya incómoda esta práctica, sin necesidad de añadir a la misma la visión de los corderos degollados que cortaban nuestros accesos y las amenazas de los iracundos dueños a los que se habían robado los ganados.

Pensé entonces llevarlo todo a Puerto de Santa María. No lo hice, porque yo mismo descartaba esta opción. No podía abandonar la sede de todas mis empresas. Todo se resolvió con rapidez. El príncipe de la Fortuna logró que el Concejo de Sevilla tomara cartas en el asunto. Se produjeron algunas detenciones y las aguas parecieron volver a su cauce.

Mi honor fue totalmente restaurado unos cuantos meses después de la misteriosa muerte de mi madre, cuando accedió al arzobispado de Sevilla el cardenal Pedro González de Mendoza, tío materno de don Luis. Son cosas del destino y también obra del buen hacer de los Sevilla y debo reconocerlo, de Johanna.

Ya se conocían cuando éste acompañó a Sevilla al rey Enrique IV, en 1969, para asegurarse aliados en su desesperado intento de evitar el enlace de la hermana del rey de Castilla con el heredero del rey de Aragón.

Hubo, incluso, habladurías, por la intimidad que ninguno de ellos trató de esconder. En realidad no habrían tenido algo que esconder si Sevilla hubiera sido menos remilgada, no creo que fueran amantes o algo parecido. Simpatizaban y compartían amistades e intereses, entre las primeras estaba el cardenal Rodrigo Borja, dotado de tanto poder desde el principio del papado de su tío, el papa Calixto III, en 1455. La familia de mi madre compartía amistad e intereses con Su Santidad y no había nada extraño en que Johanna y Rodrigo simpatizaran. En realidad, los deseos de ella, que nunca abusó, eran órdenes para él. Don Pedro, por su parte, necesitaba el apoyo del papa para luchar contra sus enemigos en las cortes de los reyes Juan II y Enrique IV de Castilla, especialmente, el arzobispo de Toledo, Alfonso Carillo de Acuña y el marqués de Villena, Juan Pacheco. Ya antes de acceder al pontificado, en 1454, Calixto III había logrado para don Pedro el obispado de Calahorra y ya de Papa, el de Sigüenza, donde pudo refugiarse la familia del marqués de Santillana, en marzo de 1460, cuando el marqués de Villena, entonces favorito de Enrique IV, invadió Guadalajara, dominio de los Mendoza y declaró a éstos “fuera de la ley”. Mi madre había sido una de las más fervientes intercesoras y también lo era en el momento de la visita, ante Rodrigo Borja, para obtener, para don Pedro, el capelo cardenalicio y el arzobispado de Sevilla.

Sé que no había nada, porque Johanna me lo contaba todo, incluso lo hacía cuando era un niño. Desde las muertes de mis padre y abuelo las cosas habían cambiado; cada vez se mostraba más distante, como si me temiera, sin embargo, excepto en momentos, que ahora sé que eran de crisis, nuestro entendimiento era muy bueno. Me costaba mucho comprender cómo el cardenal y el príncipe de la Fortuna, que compartían el linaje del marqués de Santillana y que estaban tan marcados por el gran patriarca, a juicio de mi madre, pertenecieran a bandos enemigos, respectivamente al juanista, de doña Juana, apodada “la Beltraneja” y al isabelino, el de la hermana del rey, que quería casarse con el heredero de la corona de Aragón.

Tío y sobrino se veían en nuestra casa, donde no tenían que disimular rivalidad o enemistad. En estas ocasiones Johanna resplandecía como una diosa de mármol. Era una gran señora y una excelente cortesana.

El arzobispo de Sevilla y Cardenal Mendoza fue mi estrella. Para entonces ya no me era tan difícil comprender que dos Mendoza, don Luis de la Cerda y don Pedro de Mendoza hubieran estado en dos bandos confrontados que han ensangrentado el reino. Mi orfandad me había obligado a asumir el papel de cortesano que antes cumplía Johanna. Además, sabía, por el propio cardenal Borja y por el príncipe de la Fortuna, que don Pedro de Mendoza ya tenía decidido pasar al bando isabelino.

Don Pedro había dejado un niño. Lo era, pese a mi edad y encontraba un adulto asustado y acechado. Lejos de haberme olvidado, vio en mi un socio, además de, como no paraba de insistir Su Reverencia, el vivo retrato de mi madre.

Todo empezó a ser reconstruido desde entonces. Por causas muy poco explicadas, el 11 de diciembre de 1474 murió el rey enrique IV. Hubo tantos rumores como los que se habían producido con la muerte del príncipe Alfonso, quien estaba destinado a sucederle o con la del príncipe de Viana, el destinatario de la corona de Navarra. El cardenal Mendoza había sido designado como guardián de los derechos dinásticos de Juana, pero supo componer este papel en su paso al bando isabelino, para transformarse en lo que muchos, incluido yo, consideramos el tercer rey de Castilla.

El príncipe de la Fortuna y yo fuimos grandes beneficiarios. Yo pasaba de ser un marrano a honorable; don Luis obtuvo la promesa de elevar el condado de Medinaceli a ducado y el señorío de Puerto de Santa María a condado. La empresa Sevilla era lo suficientemente próspera como para ser muy generoso con don Luis, con don Pedro y con el bando isabelino. Pasé del infierno de los excluidos a las glorias de los magnates.

Me equivocaba. Johanna no lo hubiera hecho. No soy su retrato, como tanto insisten don Luis y los cardenales Rodrigo Borja y Pedro Mendoza. Ella era una diosa de mármol y yo siquiera soy dios, o lo soy con los pies de barro.

Rodrigo Borja concertó los matrimonios de mi primo Alfredo y el mío, para emparentarnos con familias influyentes, respectivamente, en Roma y en Florencia. A ambos nos pareció una buena opción, puesto que reforzaba nuestros mercados. A mí me tocó Roma y casé con Isabella, fruto de la relación de la hija de uno de nuestros mejores socios en la plaza con un cardenal que no puede o debe reconocerla, pero que ha prometido y cumplido, dotarla y favorecer nuestros negocios.

Yo no sé si me he enamorado de ella, de Johanna, de las excelentes perspectivas que ofrece a la expansión del negocio o de la defensa que mi suegro, el cardenal, representa para alguien que ha sido tachado de marrano. Solamente sé que estoy terriblemente enamorado, que su presencia anima nuestra casa y que tiene muchas capacidades para ayudarme a llevar el negocio.

Mi gozo ha caído en un pozo obscuro en la visita que ha hecho el cardenal Mendoza acompañando a la que ya se consideraba reina Isabel, aunque aún no lo era, en julio de 1477. Este viaje tenía por objeto afianzar Sevilla; ya he hecho referencia a los acontecimientos de 1971, que desgarraban nuestra ciudad y la región, por la lucha interminable de los partidarios del marqués de Cádiz y del duque de Medina Sidonia, que inmiscuía a todos los grandes de Andalucía. Este viaje ya había sido precedido por intrigas. El cardenal había logrado que se encontraran antes de la llega da, la supuesta reina y el defensor de los derechos dinásticos de doña Juana, el marqués de Cádiz, ¿quién más apropiado que el cardenal Mendoza para lograr la reconciliación? Yo estaba muy bien informado por don Luis y nos congratulamos de un éxito que esperábamos compartir a la llegada.

No fue así, a nuestra gran sorpresa, mi esposa y yo no fuimos invitados a la recepción que ofrecieron en la ocasión. Había vuelto a caer, por lo visto, en desgracia. Don Luis calmó mis inquietudes y me explicó que la reina, a su llegada, había mantenido una entrevista con los dominicos y Frai Alonso de Ojeda, olvidando las promesas y los sobornos, me había incluido en la lista de marranos que, a su juicio, representábamos un grave peligro, tanto para Sevilla como para el conjunto del reino.

El cardenal y el príncipe habían evaluado muy mal el poderío y la rabia del fraile. La belleza de Isabella, o más bien, el maléfico imán, en palabras del acusador, había encendido muchas más mechas de las que podíamos sofocar.

Para todo Sevilla, Isabella era una hechicera y desde luego, no les puedo culpar. Johanna no había logrado ser una dama sevillana, era demasiado rebelde para doblegarse, pero sabía hacerse respetar. No es el caso de mi esposa, que se ha negado, por activa y por pasiva a, al menos, aparentar desprenderse de sus lujuriosos lujos de la corte papal.

Nunca he logrado convencerla. Había hecho un esfuerzo especial cuando descubrí que preparaba, con tanto boato e indiscreción, su indumentaria para la recepción de la reina. Había montado tanto alboroto que no se hablaba de otra cosa en todo Sevilla, hasta el punto que indispuso a varias damas de los más altos linajes.

Han llegado muchos rumores a mis oídos, que incluyen a damas de la reina y a la propia Isabel. No estábamos en Roma, por muy difícil que resulte comprenderlo a la hija de un cardenal. Lo ha comprendido después, pero ya era muy tarde para nosotros, porque encabezábamos la lista que los señores dominicos entregaron a doña Isabel.

Tuvimos que dejar Sevilla, los soberanos permanecieron en la ciudad hasta diciembre de 1478 y claramente no éramos bienvenidos a los actos o recepciones que organizaban. Era mejor que Sevilla se olvidara de nosotros.

Nuestros asociados no fueron más generosos con nosotros que lo fuimos nosotros en la compra de los bienes de los que huyeron de las matanzas de la primavera de 1391. Obtuvimos mucho menos de lo que esperábamos por la venta de nuestra sede en la judería de Sevilla y tuvimos que hacer una inversión mucho mayor de la que esperábamos para la expansión que nos urgía hacer para instalar lo desmantelado en Puerto de Santa María, pero no teníamos otra opción.

Lo hicimos cuando hacía falta y sobrevivimos a la sangría de capital que había supuesto el traslado de los talleres, almacenes y dependencias a Puerto de Santa María. Don Luis consiguió el ducado de Medinaceli y el condado de Puerto de Santa María, en octubre de 1479. El ascenso de nuestro socio y nuestra desaparición de Sevilla nos pusieron a salvo de la Inquisición que había sido reactivada por los reyes Isabel y Fernando en las Cortes de Madrigal (1476) y de Toledo (1480), en las que se ordenaba la reclusión de judíos y de mudéjares en barrios apartados, así como la obligación de los mismos de llevar las señales que les identificaban. Se les prohibía adquirir propiedades cuyo valor superara los 30.000 maravedíes, tener criados cristianos y usar las vestimentas reservadas a los magnates. El Tribunal se instaló en Sevilla, en 1481. No somos judíos o moriscos, pero nuestros nombres encabezaban la lista de los inquisidores. Felizmente estábamos fuera del alcance de los mismos, amparados por nuestro señor, don Luis y en la corte, el cardenal de Mendoza defendía nuestros intereses.

Don Pedro fue una gran suerte para nuestra familia y para nuestros negocios, pero, sobre todo, para Castilla y para la reina Isabel. Ha sido la coraza en que se protegía la reina para resistir a las presiones del papa, de su esposo y de las servidumbres de éstos, que incluía a altas jerarquías, que reclamaban la activación de la inquisición en Castilla, como ya había ocurrido en Aragón, en 1232. La resistencia de la reina y del cardenal no logró sino retrasar unos años la instalación del Tribunal, en Sevilla; a los reclamantes les bastaron unos meses para organizar el primer Acto de Fe, que tuvo lugar, en Sevilla, el 6 de febrero de 1481. El sermón lo pronunció Alonso de Hojeda y fueron quemados en la hoguera 6 judeo conversos.

El Principado de la Fortuna/Capítulo X (1ª parte)

Puerto de Santa María, 25 de julio de 1492
Carlos Ortiz de Zárate
miércoles, 12 de junio de 2013, 08:25 h (CET)
El Principado de la Fortuna/Capítulo IX

10 Diario de Fernando Sevilla

¡Qué triste es la orfandad para un joven de apenas 18 años que ha sido guiado y mimado por sus padres y abuelos! Fue un golpe que no he logrado aún superar. Mucho peor fue para mi madre; poco a poco fue perdiendo el juicio, hasta que no tuve otra opción que la de encerrarla en el monasterio de San Clemente, cuando, a principios de los 70, le dio por pregonar que mis padre y abuelo habían sido víctimas de envenenamiento. Sus nervios, ya delicados desde mi más tierna infancia, se desquiciaron con los luctuosos acontecimientos. Después pareció recuperarse y terminó por sumergirse en el más profundo delirio. No sobrevivió mucho a l enclaustramiento. El 5 de diciembre de 1471 apareció su cadáver, en el jardín del claustro, junto al del pobre Isidro, que había sido el jardinero de las monjas durante la mayor parte de su vida. ¿Qué había pasado?.

Nunca lo sabremos; ambos tuvieron una muerte natural, aunque extraña, en boca de algunos. Para entonces ya pensaba estar preparado para el duro golpe; me equivocaba. Hubo muchas habladurías, demasiadas. Casi nadie asistió a los funerales, que fueron el último acto solemne que se ha celebrado en nuestra sede de la Judería de Sevilla.

Pienso en aquellos horrores como si hubieran pasado cientos de años, porque los acontecimientos que me ha tocado vivir desde entonces me dan vértigo. Apenas acudimos una veintena al sepelio. Felizmente tuve todo el apoyo de don Luis de la Cerda y de la Vega, príncipe de la Fortuna y entonces, conde de Medinaceli y señor de Puerto de Santa María, cuyos blasones doraron un acto que hubiera resultado anodino.

Me habían dejado un legado envenenado; nuestros socios genoveses y nuestros intereses en las costas atlánticas penetradas por los portugueses nos arrastraban al bando del marqués de Cádiz, que apoyaba a doña Juana, apodada la Beltraneja y nuestras relaciones con el príncipe de la Fortuna, al del duque de Medina Sidonia, que encabezaba, en Sevilla, el bando isabelino.

Manteníamos el entuerto con aportaciones a los dos bandos a través de nuestros socios, al objeto de preservar la imagen de escrupulosa neutralidad. Los últimos días de julio de 1471 me pareció que todo el bello edificio se desmoronaba, el marqués de Cádiz tomó por la fuerza Alcalá de Guadaira y Jerez de la Frontera y con ésta acción atentaba gravemente contra el comercio y abastecimiento de Sevilla, cuyos accesos a la costa ya estaban, en gran parte, en manos de los asaltantes.

Los sevillanos se sintieron asediados y los sitiadores eran enemigos públicos. De nada sirvió nuestra más que generosa aportación al Concejo de Sevilla para armar una flota que nos defendiera; la posición de nuestros socios genoveses nos comprometía y una vez más, fuimos rescatados por el isabelismo indiscutible del príncipe de la Fortuna. Lo que el último no podía hacer era acallar los rumores que se propagaron desde la muerte de mi madre, según las malas lenguas el tercer asesinato que se producía en la familia y el primero que implicaba a cristianos viejos, como fue el caso del jardinero, Isidro.

En las calles éramos considerados como “marranos” y no parecía que los notables que desertaron los funerales de mi querida madre expresaran mayor consideración con nuestra familia.

En los de mi padre y abuelo nos acompañaba la flor y nata, ahora estaba prácticamente solo y todo eran rechazos en mis aspiraciones matrimoniales. Era el primero de la saga, desde nuestros antepasados con apellido conocido, que se mantenía célibe a mi edad.

También soy el único que no tengo a nadie que me ayude para encontrar alternativas a la deriva más imprevisible que me ha traído este regalo envenenado que se me ha legado.

Echo de menos al abuelo y a mi padre. Mi madre jamás fue una Sevilla, por muchos aires que se diera. Reconozco que era una hábil intrigante, como excelente veneciana, pero, las ausencias en sus funerales, por tanto solemnes, muestran, a las claras que no ha sido adoptada por los sevillanos, los Sevilla o los Lakkhoua, que asistieron a cuenta gotas.

Mi madre se creía perfecta y estaba polarizada en sus esquemas. Todo era un riguroso plan de negocio y carecía de interés por el resto. Yo soy uno de los proyectos de negocio que quebró sus planes. Una que no era de los nuestros no podía interferir en la formación de uno de los nuestros.

Basta ya de lamentaciones. Si algo he aprendido en la mezcolanza, es que tenemos que utilizar las energías que gastamos en lamentarnos, para salir adelante. Lo veía todo muy negro y no ayudaba nada en mi depresión el cada vez más manifiesto rechazo con el que me castigaban los sevillanos.

Caí en desgracia cuando las habladurías llegaron a los oídos del influyente dominico Fray Alonso de Ojeda, prior del convento de San Pablo de Sevilla. Lo supe, porque su sobrino, con los mismos nombre y apellido, era paje de don Luis. De nada sirvieron las intervenciones del último; todas nuestras propiedades sevillanas eran marcadas, con sangre, como lo fueron los habitáculos de los judíos, en Egipto, para proteger a sus primogénitos del exterminio.

Era ya incómoda esta práctica, sin necesidad de añadir a la misma la visión de los corderos degollados que cortaban nuestros accesos y las amenazas de los iracundos dueños a los que se habían robado los ganados.

Pensé entonces llevarlo todo a Puerto de Santa María. No lo hice, porque yo mismo descartaba esta opción. No podía abandonar la sede de todas mis empresas. Todo se resolvió con rapidez. El príncipe de la Fortuna logró que el Concejo de Sevilla tomara cartas en el asunto. Se produjeron algunas detenciones y las aguas parecieron volver a su cauce.

Mi honor fue totalmente restaurado unos cuantos meses después de la misteriosa muerte de mi madre, cuando accedió al arzobispado de Sevilla el cardenal Pedro González de Mendoza, tío materno de don Luis. Son cosas del destino y también obra del buen hacer de los Sevilla y debo reconocerlo, de Johanna.

Ya se conocían cuando éste acompañó a Sevilla al rey Enrique IV, en 1969, para asegurarse aliados en su desesperado intento de evitar el enlace de la hermana del rey de Castilla con el heredero del rey de Aragón.

Hubo, incluso, habladurías, por la intimidad que ninguno de ellos trató de esconder. En realidad no habrían tenido algo que esconder si Sevilla hubiera sido menos remilgada, no creo que fueran amantes o algo parecido. Simpatizaban y compartían amistades e intereses, entre las primeras estaba el cardenal Rodrigo Borja, dotado de tanto poder desde el principio del papado de su tío, el papa Calixto III, en 1455. La familia de mi madre compartía amistad e intereses con Su Santidad y no había nada extraño en que Johanna y Rodrigo simpatizaran. En realidad, los deseos de ella, que nunca abusó, eran órdenes para él. Don Pedro, por su parte, necesitaba el apoyo del papa para luchar contra sus enemigos en las cortes de los reyes Juan II y Enrique IV de Castilla, especialmente, el arzobispo de Toledo, Alfonso Carillo de Acuña y el marqués de Villena, Juan Pacheco. Ya antes de acceder al pontificado, en 1454, Calixto III había logrado para don Pedro el obispado de Calahorra y ya de Papa, el de Sigüenza, donde pudo refugiarse la familia del marqués de Santillana, en marzo de 1460, cuando el marqués de Villena, entonces favorito de Enrique IV, invadió Guadalajara, dominio de los Mendoza y declaró a éstos “fuera de la ley”. Mi madre había sido una de las más fervientes intercesoras y también lo era en el momento de la visita, ante Rodrigo Borja, para obtener, para don Pedro, el capelo cardenalicio y el arzobispado de Sevilla.

Sé que no había nada, porque Johanna me lo contaba todo, incluso lo hacía cuando era un niño. Desde las muertes de mis padre y abuelo las cosas habían cambiado; cada vez se mostraba más distante, como si me temiera, sin embargo, excepto en momentos, que ahora sé que eran de crisis, nuestro entendimiento era muy bueno. Me costaba mucho comprender cómo el cardenal y el príncipe de la Fortuna, que compartían el linaje del marqués de Santillana y que estaban tan marcados por el gran patriarca, a juicio de mi madre, pertenecieran a bandos enemigos, respectivamente al juanista, de doña Juana, apodada “la Beltraneja” y al isabelino, el de la hermana del rey, que quería casarse con el heredero de la corona de Aragón.

Tío y sobrino se veían en nuestra casa, donde no tenían que disimular rivalidad o enemistad. En estas ocasiones Johanna resplandecía como una diosa de mármol. Era una gran señora y una excelente cortesana.

El arzobispo de Sevilla y Cardenal Mendoza fue mi estrella. Para entonces ya no me era tan difícil comprender que dos Mendoza, don Luis de la Cerda y don Pedro de Mendoza hubieran estado en dos bandos confrontados que han ensangrentado el reino. Mi orfandad me había obligado a asumir el papel de cortesano que antes cumplía Johanna. Además, sabía, por el propio cardenal Borja y por el príncipe de la Fortuna, que don Pedro de Mendoza ya tenía decidido pasar al bando isabelino.

Don Pedro había dejado un niño. Lo era, pese a mi edad y encontraba un adulto asustado y acechado. Lejos de haberme olvidado, vio en mi un socio, además de, como no paraba de insistir Su Reverencia, el vivo retrato de mi madre.

Todo empezó a ser reconstruido desde entonces. Por causas muy poco explicadas, el 11 de diciembre de 1474 murió el rey enrique IV. Hubo tantos rumores como los que se habían producido con la muerte del príncipe Alfonso, quien estaba destinado a sucederle o con la del príncipe de Viana, el destinatario de la corona de Navarra. El cardenal Mendoza había sido designado como guardián de los derechos dinásticos de Juana, pero supo componer este papel en su paso al bando isabelino, para transformarse en lo que muchos, incluido yo, consideramos el tercer rey de Castilla.

El príncipe de la Fortuna y yo fuimos grandes beneficiarios. Yo pasaba de ser un marrano a honorable; don Luis obtuvo la promesa de elevar el condado de Medinaceli a ducado y el señorío de Puerto de Santa María a condado. La empresa Sevilla era lo suficientemente próspera como para ser muy generoso con don Luis, con don Pedro y con el bando isabelino. Pasé del infierno de los excluidos a las glorias de los magnates.

Me equivocaba. Johanna no lo hubiera hecho. No soy su retrato, como tanto insisten don Luis y los cardenales Rodrigo Borja y Pedro Mendoza. Ella era una diosa de mármol y yo siquiera soy dios, o lo soy con los pies de barro.

Rodrigo Borja concertó los matrimonios de mi primo Alfredo y el mío, para emparentarnos con familias influyentes, respectivamente, en Roma y en Florencia. A ambos nos pareció una buena opción, puesto que reforzaba nuestros mercados. A mí me tocó Roma y casé con Isabella, fruto de la relación de la hija de uno de nuestros mejores socios en la plaza con un cardenal que no puede o debe reconocerla, pero que ha prometido y cumplido, dotarla y favorecer nuestros negocios.

Yo no sé si me he enamorado de ella, de Johanna, de las excelentes perspectivas que ofrece a la expansión del negocio o de la defensa que mi suegro, el cardenal, representa para alguien que ha sido tachado de marrano. Solamente sé que estoy terriblemente enamorado, que su presencia anima nuestra casa y que tiene muchas capacidades para ayudarme a llevar el negocio.

Mi gozo ha caído en un pozo obscuro en la visita que ha hecho el cardenal Mendoza acompañando a la que ya se consideraba reina Isabel, aunque aún no lo era, en julio de 1477. Este viaje tenía por objeto afianzar Sevilla; ya he hecho referencia a los acontecimientos de 1971, que desgarraban nuestra ciudad y la región, por la lucha interminable de los partidarios del marqués de Cádiz y del duque de Medina Sidonia, que inmiscuía a todos los grandes de Andalucía. Este viaje ya había sido precedido por intrigas. El cardenal había logrado que se encontraran antes de la llega da, la supuesta reina y el defensor de los derechos dinásticos de doña Juana, el marqués de Cádiz, ¿quién más apropiado que el cardenal Mendoza para lograr la reconciliación? Yo estaba muy bien informado por don Luis y nos congratulamos de un éxito que esperábamos compartir a la llegada.

No fue así, a nuestra gran sorpresa, mi esposa y yo no fuimos invitados a la recepción que ofrecieron en la ocasión. Había vuelto a caer, por lo visto, en desgracia. Don Luis calmó mis inquietudes y me explicó que la reina, a su llegada, había mantenido una entrevista con los dominicos y Frai Alonso de Ojeda, olvidando las promesas y los sobornos, me había incluido en la lista de marranos que, a su juicio, representábamos un grave peligro, tanto para Sevilla como para el conjunto del reino.

El cardenal y el príncipe habían evaluado muy mal el poderío y la rabia del fraile. La belleza de Isabella, o más bien, el maléfico imán, en palabras del acusador, había encendido muchas más mechas de las que podíamos sofocar.

Para todo Sevilla, Isabella era una hechicera y desde luego, no les puedo culpar. Johanna no había logrado ser una dama sevillana, era demasiado rebelde para doblegarse, pero sabía hacerse respetar. No es el caso de mi esposa, que se ha negado, por activa y por pasiva a, al menos, aparentar desprenderse de sus lujuriosos lujos de la corte papal.

Nunca he logrado convencerla. Había hecho un esfuerzo especial cuando descubrí que preparaba, con tanto boato e indiscreción, su indumentaria para la recepción de la reina. Había montado tanto alboroto que no se hablaba de otra cosa en todo Sevilla, hasta el punto que indispuso a varias damas de los más altos linajes.

Han llegado muchos rumores a mis oídos, que incluyen a damas de la reina y a la propia Isabel. No estábamos en Roma, por muy difícil que resulte comprenderlo a la hija de un cardenal. Lo ha comprendido después, pero ya era muy tarde para nosotros, porque encabezábamos la lista que los señores dominicos entregaron a doña Isabel.

Tuvimos que dejar Sevilla, los soberanos permanecieron en la ciudad hasta diciembre de 1478 y claramente no éramos bienvenidos a los actos o recepciones que organizaban. Era mejor que Sevilla se olvidara de nosotros.

Nuestros asociados no fueron más generosos con nosotros que lo fuimos nosotros en la compra de los bienes de los que huyeron de las matanzas de la primavera de 1391. Obtuvimos mucho menos de lo que esperábamos por la venta de nuestra sede en la judería de Sevilla y tuvimos que hacer una inversión mucho mayor de la que esperábamos para la expansión que nos urgía hacer para instalar lo desmantelado en Puerto de Santa María, pero no teníamos otra opción.

Lo hicimos cuando hacía falta y sobrevivimos a la sangría de capital que había supuesto el traslado de los talleres, almacenes y dependencias a Puerto de Santa María. Don Luis consiguió el ducado de Medinaceli y el condado de Puerto de Santa María, en octubre de 1479. El ascenso de nuestro socio y nuestra desaparición de Sevilla nos pusieron a salvo de la Inquisición que había sido reactivada por los reyes Isabel y Fernando en las Cortes de Madrigal (1476) y de Toledo (1480), en las que se ordenaba la reclusión de judíos y de mudéjares en barrios apartados, así como la obligación de los mismos de llevar las señales que les identificaban. Se les prohibía adquirir propiedades cuyo valor superara los 30.000 maravedíes, tener criados cristianos y usar las vestimentas reservadas a los magnates. El Tribunal se instaló en Sevilla, en 1481. No somos judíos o moriscos, pero nuestros nombres encabezaban la lista de los inquisidores. Felizmente estábamos fuera del alcance de los mismos, amparados por nuestro señor, don Luis y en la corte, el cardenal de Mendoza defendía nuestros intereses.

Don Pedro fue una gran suerte para nuestra familia y para nuestros negocios, pero, sobre todo, para Castilla y para la reina Isabel. Ha sido la coraza en que se protegía la reina para resistir a las presiones del papa, de su esposo y de las servidumbres de éstos, que incluía a altas jerarquías, que reclamaban la activación de la inquisición en Castilla, como ya había ocurrido en Aragón, en 1232. La resistencia de la reina y del cardenal no logró sino retrasar unos años la instalación del Tribunal, en Sevilla; a los reclamantes les bastaron unos meses para organizar el primer Acto de Fe, que tuvo lugar, en Sevilla, el 6 de febrero de 1481. El sermón lo pronunció Alonso de Hojeda y fueron quemados en la hoguera 6 judeo conversos.

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