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El Principado de la Fortuna/ Capítulo III

Palacete de Ahmed Lakkhoua, 31 de marzo y 1 de abril de 2012
Carlos Ortiz de Zárate
miércoles, 17 de abril de 2013, 08:18 h (CET)
El Principado de la Fortuna/ Capítulo II

Ahmed


Como era de esperar, hemos cenado juntos en un inmenso salón decorado con magníficos muebles de ébano cubiertos de cojines de colores naturales que me evocan los anocheceres que voy descubriendo en el Sahara. Las mesitas colocadas para los comensales son auténticas joyas de artesanía. Nunca me he visto rodeado de tan refinado lujo. Mire donde mire, encuentro una “pasada”. Desprecio la ostentación, pero estoy ante un desborde de mesurada belleza.

Ahmed luce una túnica en armonía e inspira bienestar. No se ha levantado, pero emana cálida acogida. Me deja el tiempo de admirar y de ubicarme. Los silencios y los inciensos han sido de gran ayuda. No me encuentro extraño en el lugar o frente a Ahmed. Éste, con gran respeto y afecto, me invita a sentarme, mientras explica:

- No soy musulmán, como nunca lo han sido los Lakkhoua o nuestros antepasados sin apellido conocido, como tampoco eran cristianos los Sevilla. Nosotros somos hombres del desierto, en él hemos hecho nuestra fortuna, nuestra religión y nuestras costumbres.

No sé muy bien qué responder; mis habitaciones son magníficas, pero adecuadas al confort convencional actual. No me había sentido, hasta ahora, rodeado de tan exquisita sencillez y realmente sobrecogido.

-Te lo explicaba porque nosotros usamos el alcohol, pero el nuestro, la leche y la carne del camello y nuestros productos del Sahara. No olvides que a este territorio, en su momento se le llamó el río de oro; porque por aquí fluía todo el comercio entre oriente y occidente y que nuestra familia se forja en el tráfico.

-Incluido el de rehenes. -¿Te crees, acaso, mejor? No, no hagas aspavientos. Dejémoslo estar; no era mi intención la de romper un pacto que para mi es sagrado. Disculpas por mi debilidad de caer en tu provocación. No volverá a ocurrir.

Es un gran señor y ha sabido endulzar mi malestar con un simple gesto inmediatamente obedecido por las hadas que nos purifican, relajan nuestros sofocos y nos ofrecen, sucesivamente, la pipa de la paz. Tras unos minutos, que se me antojan horas, en un susurro, se nos informa, de los platos que podíamos escoger para la cena. Mi anfitrión me sugiere, para el aperitivo, un licor cuyo nombre no he logrado retener, pero que según sus explicaciones es un tipo de tequila más puro, amargo y ancestral. Me siento seducido por todas sus sugerencias, en las que adivino el gusto del Sahara.

No me arrepiento; degusto exquisiteces. El licor viene servido en una joya de coctelera, tallada con técnicas de orfebrería de ancestrales artesanos. Está mezclado con agua que sabe a agua, algo amargo y lima. Va acompañado con pequeños platos que contienen exquisiteces: peces pequeños, incoloros que se crían en cuevas del oasis y se sirven crudos y enteros, impregnados en una salsa, que no sé muy bien lo que es, pero que realza el sabor del pescado más blanco que he probado en mi vida. Los otros aperitos han llamado, asimismo, mi atención, son nuevos sabores, exquisitamente cuidados y combinados y todo ello muy dietético. No han satisfecho tanto mi paladar como el primero; después, se me ha servido una crema de productos del oasis, sin duda, otra exquisitez, muy bien presentada. El plato fuerte es un asado cuyo gusto no identifico; se trata de una suculenta carne asada, tan suave que acaricia el paladar y lo impregna de sabores; una exquisitez que no había probado y que mi anfitrión me ha presentada como carne de addax, el antílope del Sahara, envuelto en hojas que preservan sus jugos naturales y asado en un antiguo horno enterrado, que se calienta durante las horas solares y que está a punto para la hora de la cena. Estoy otra vez más, en el paraíso del profeta de nuestra familia de apellido desconocido. Ahmed me mira respetuoso y complacido.

No hubiera debido mirarle. El embrujo se ha transformado en rabia. Ya puede estar satisfecho, cree que se ha salido con la suya. Se equivoca. No soy el Mesías y no pienso dejarme crucificar para redimir los pecados del mundo. Ahmed interrumpe mis devaneos.

-Debo retirarme para hacer una visita. Te felicito, porque has sido el huésped que más has apreciado nuestra hospitalidad. Creo que sería bueno que asistieras a algunas de las entrevistas que realizaré durante tu estancia, tu sensibilidad podría favorecer nuestros tratos. Lamentablemente, como sabes, no es el momento.

Sé a lo que se refiere, pero pido una explicación.

-Verás hermano. Sabes apreciar lo nuestro y eso, para los tuaregs es muy positivo en las negociaciones, les mostrará que mis socios aprecian lo nuestro. Tan simple como eso.

Así nos hemos despedido en nuestra primera cena. He jugado con fuego y me he quemado; mi anfitrión ha respondido a mi impertinencia con otra. Yo también trafico con rehenes, como lo hacen los tuaregs y tengo que lograr algún rescate eminente al menor precio posible. Eso es lo que soy y para obtener mi paz necesito entrevistarme con mi huésped. Estoy condenado. Regreso a mis habitaciones. Me gustaría tomar otro cóctel y así lo comunico a la ninfa de guardia, mientras me acompaña. Apenas tengo tiempo de sumergirme en la bañera, me siento sucio. La Ninfa abre la puerta para anunciarme al maître, con mi cóctel. Este espera a que me seque y me ponga la túnica para servirme y anunciarme que permanecerá en la puerta para servirme cuando se me acabe el primero.

Me siento incómodo, sin intimidad, en una jaula de oro. Las miradas límpidas de mis siervos impuestos me dan a entender que estoy muy equivocado. Están orgullosos de participar en el mantenimiento de la hospitalidad tuareg y agradecidos por que yo sé apreciarla.

No es cuestión de justificarme, yo mismo me encuentro atrapado en el ritual y desde luego, es gratificante integrarse. Telefoneo al móvil de Sophie.

-Esta vez me telefoneas antes de lo esperado, pero bueno, cuenta. Estoy tomándome unos margaritas que es lo más parecido a lo que tú te permites degustar. He pedido unos camarones, que siquiera se parecen a tus manjares. El bar es lo mejor que he encontrado y el ambiente es deprimente. Estoy deprimida, sobre todo, porque no sabes agradecer lo que te estoy ofreciendo.

-¿Tienes para rato?.

-¡Ahmed sabría consolarme!.

-¿Te has quedado sin pareja?.

-No sé, me temo que sí.

-Espera a que regrese. Nunca habíamos coincidido solteros.

Sabes que no funcionaría; ninguno de los dos soportaríamos tanta intimidad: cama y curro. Además necesito disfrutar de la soltería, como tu. Eso si, podríamos salir de caza juntos. Me encuentro ridícula cazando sola.

Me la podía imaginar sin gran esfuerzo. Es más mujer de encuentros casuales y hasta incluso profesionales, que de bares. La imagen me parece patética. No me ha dejado tiempo para gozar del ridículo ajeno. Mi jefa de gabinete expulsa su 'depre' y resurge la entrometida.

-Parece que vas avanzando a pasos de gigante. Ya he informado al gran jefe que nuestros contactos te aprecian; que Ahmed desea que le acompañes en sus negociaciones. ¡Chapeau!.

-Veo que estás bien informada.

-Mi curro.

-¿Qué más?.

-Tienes entre tus “encantos” el de recortar tiempos.

Usa un tono irónico que me hace sentir incómodo. Se produce un silencio pesado para ambos; ha sido ella, sin embargo, quien ha tenido que romperlo.

-Es un muy buen paso. Ahmed no se arriesga fácilmente; es un hecho que ya tienes los laureles; pero, no eres tonto y sabes que si te traes rehenes podrías lograr dineros y promos…

-¿Y?.

-Bastaría con que dejaras tus neuras y echaras una ojeada a los papeles. Están en español antiguo y menos antiguo. Tú lo conoces muy bien.

En efecto soy marrano y es mi lengua materna. ¿Cómo lo sabía Sophie?; nunca le he mencionado el tema., claro, que estamos en los servicios de Inteligencia…

-Tienes que liberarte de tus neuras y el aprecio de tu huésped aumentará. Reconoce que te pones un poco borde despreciando y los tuaregs no lo soportan; es un don que tienes que aceptar y apreciar. Tendrás el aprecio de nuestro interlocutor y de los interlocutores de éste. Si no fueras un chiquillo obstinado y malcriado no necesitarías que te lo explicara.

Estoy atrapado. No veo escapatoria. Sophie guarda silencio para saborear su victoria y supongo que para aumentar el tiempo de mi flagelación. Espero la estocada y encuentro la voz dulce y acogedora de la mejor de las jefas de gabinete.

-Nuestros ingresos aumentarán ¡Es tan fácil!.

-Había entendido que Ahmed y tú teníais negociaciones en marcha…

-No te me pongas sarcástico. No te vale; perderás. Lo hacíamos, porque tú te negabas a colaborar. No vamos a perder más tiempo; estoy viendo algo potable que busca mi mirada.

-Puedes buscar la suya mientras hablamos, así te haces más interesante.

-No me da la gana. No estoy en horario laboral y no eres mi jefe ahora. ¡Tendrás morro!.

-He creído oírte que estabas deprimida.

-Tienes todo lo que te hace falta; ninfas y ninfos incluidos. Aprovecha la noche parar leerte algunas páginas del diario de Ángel Sevilla III. Comunicaré a Ahmed que mañana serás su huésped para el desayuno, que se toma en su baño.

-¿Qué?.

-¿Ahora te vas a hacer el remilgao?. Los tuaregs pudientes tienen unas termas que usan el agua que circula bajo la arena. El calor se mantiene durante la noche por un sofisticado sistema térmico. Todo ello es ancestral y se remonta a la época de los primeros Lakkhoua. Los hay para hombres y para mujeres; tienen todos los rasgos de la exquisitez y la sencillez de la familia que compartís, cuyos orígenes están en el tráfico de lujos en el Sahara. Reconozco en ambos esa elegancia. Ahora el tío se dirige a mi mesa.

Me ha colgado tan fresca. Ya no me ha repugnado tanto ponerme a leer el diario de Ángel Sevilla III y al fin de cuentas no es tan largo. Me lo he leído de un tirón, aunque he fumado varias pipas e incomodado mucho al maître, para que me prepare nuevos cócteles. En efecto, como dice Sophie, los ninfos y las ninfas han sido escogidos por alguien de gustos austeros y refinados.

Duermo como un tronco acariciado por el esplendor del oasis, cuando, por la mañana, Ahmed golpea, suavemente, a mi puerta. Me resisto a despertarme, retenido por la aridez del desierto. Tomo consciencia de mi cita ante la segunda llamada, pero me retiene el miedo a la intimidad, hasta que he escuchado la tercera llamada. Ahmed ha venido para prevenirme que aceptaba, con gozo mi deseo de compartir el baño y que, cuando estuviera preparado, me conduciría gustosamente. Tras él están las geishas y sus palanganas. Son portadoras de una preciosa túnica, digna de un Lakkhoua, así como de pantuflas ligeras, suaves toallas y bálsamos y me acompañan para arreglarme. El ritual parece nupcial: purificación de los contrayentes antes de la celebración del matrimonio. No ha sido difícil olvidarme de semejante sandez, pero me siento incómodo. Mis geishas me purifican como lo hicieron a mi llegada y, sobre todo fumigan mis neuras. Me siento en un paraíso y es todo.

Cuando ya estoy preparado, se presenta mi huésped, ya purificado; me toma de la mano y me conduce al baño, donde solamente están los maitres para servirnos el desayuno cuando terminemos el baño, ambos nos desprendemos de las túnicas y nos metemos en una especie de cámara de vapor, que solamente tiene en común con la sauna la presencia de bancos para tumbarse. Todo lo demás proviene, sin duda de los Lakkhoua o de los antepasados de origen desconocido y los aromas son muy relajantes. También los sillones son mucho más cómodos y bonitos y el calor más acariciador.

No es un rito sacrifical y uno se encuentra a las mil maravillas en una especie de limbo. Al mismo tiempo me siento limpio y descargado de tensiones. Ahmed ya no me resulta un extraño e incluso se cruza entre nosotros, una mirada de complicidad.

No hablamos, nos dejamos sumergir en el bienestar, hasta que él me coge de la mano para conducirme a los baños. No sé lo que contienen esas aguas filtradas por las arenas del desierto, enriquecidas por un subsuelo generoso y depurado por el sol intenso. No estoy soñando. Todo es especial, hasta el delicioso desayuno que nos han servido nuestros respectivos maitres. Una pasada. Han acudido nuestros mayordomos, nos han secado a conciencia y nos han vestido de otras túnicas limpias. Mientras lo hacían escuchaba la voz de mi anfitrión:

-He sabido, con gran satisfacción, que has empezado a leer los documentos que propongo devolverte. Obviamente, eso no implica que los aceptes. Me gustaría que me comentases lo que te apeteciera. Me agradaría hablarte de mí y que tu hicieras lo mismo. Si te parece podernos ir a conversar un rato en mi rincón favorito.

Le he acompañado complaciente. Estoy ávido de nuevos paraísos. Es como si, hubiera aceptado mi papel de huésped y se disiparan mis miedos. Los Lakkhoua habían dejado de ser extraños, aunque éstos me habían sido rebelados por Ángel Sevilla III.

-He visto que, como yo, estás circuncidado. También forma parte de nuestras tradiciones.

-Mis padres son judíos, de origen marrano.

-Desconocía el detalle, sabía que tu lengua materna es el ladino; ignoraba que tu familia fuera de falsos conversos ibéricos. ¿No te parece curioso?.

-No. El judaísmo entró en mi familia en el siglo XVIII. No creo que tuviera nada que ver con los Lakkhoua o los Sevilla.

-Eso está por ver.

-En todo caso, afirmas que los Sevilla parecen desaparecer en el XV y esa sería la razón de que se enviaran los documentos a tu familia.

-Tengo que atar algún que otro cabo suelto. Me serás de gran ayuda. ¿Tienes acceso a documentación de tu familia cuando adaptan el judaísmo?.

-Con toda seguridad. Mi madre es una urraca que guarda todo.

-¿Es judía?.

-Supongo que lo es de conveniencia. Nunca se me ha dado una religión judía, salvo en actos oficiales y todo esto acabó cuando me emancipé.

-Tardaste mucho.

La incomodidad que siento ante esta invasión de mi privacidad se diluye en la frescura que desprende el rincón preferido de mi huésped. Las cascadas de agua que se deslizan por una roca, cuya cavidad nos refugia, reducen grados que nos molestan y el refugio nos protege de la intensidad de los rayos solares. La roca forma un cómodo sillón que ha sido protegido por preciosos y cómodos cojines. Ahmed me ofrece un cuenco de madera noble y me invita a saborear el agua más deliciosa que jamás haya probado. Mi interlocutor espera, con paciencia, mi respuesta. No he tenido que hacer muchos esfuerzos para ofrecérsela.

-Mi carrera ha sido larga y cara. No podía emanciparme antes de tener un trabajo. No ha sido por falta de ganas; desde que se fue mi padre me he sentido atrapado por sus verdugos y cuando veía su estrepitosa caída, me sentía humillado por su decadencia. ¿Qué otra cosa podía hacer de niño?. Una vez embarcado, esperé, con la mayor naturalidad, hasta poder independizarme. ¿Te extraña?.

-Si… No… No lo sé. Perdona, hermano; son otros mundos, son otras gentes. ¿Qué importa lo que yo piense?.

Realmente, no sé qué contestar. Tampoco él parece esperar respuesta alguna. Pasan unos minutos que no me resultan pesados, gracias a la armonía del agua que se desliza por la roca, al viento, a un delicioso canto de pájaro que me resulta desconocido. Ahmed llena el cuenco y me invita a beber. Me hace mucho bien, porque el kif reseca la garganta. Mi anfitrión sonríe como un amigo. Me siento reconfortado y con ganas de hablar de los tuareg, un pueblo que, hasta el momento no era, para mí otra cosa que negociantes de rehenes o raptores de los mismos.

-Ángel Sevilla III hace menciones constantes a los Lakkhoua y a los antepasados de apellido desconocido; los Sevilla parecen merecer menos su atención. Me pregunto la razón… Claro, que debo leerme los otros….

-Así lo creo, hermano Quizá debieras empezar por una segunda lectura…

De regreso a mi habitación me dispongo a obedecer como un corderito y me pongo a leer. En vano. Era Sophie.

-Esto está que arde, el presidente quiere liberación de rehenes ya… Tiene muy pocas posibilidades de reelección y no puede hacerse a la idea…

-Necesito que me dejes trabajar para conseguirlo. Empiezo a leer las memorias de Ángel Sevilla III.

-¿No te las habías leído ya?. -Si, pero me ha aconsejado la relectura.

-¿Qué conclusión has sacado?.

-Me parece un buen hombre y he confirmado sus declaraciones en sus libros contables.

-Tiene razón Ahmed, debes leerlo otra vez y cotejar con otros datos.

-Eres enigmática.

-Ángel Sevilla III lo es y mucho.

-La conversación concluye aquí. Estoy en misión.

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