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Etiquetas | Políticamente incorrecta

El bipartidismo no es el problema

El problema es que la Constitución de 1978 no da libertad política a los españoles
Almudena Negro
martes, 9 de abril de 2013, 08:18 h (CET)
Publicaba este pasado fin de semana el diario “El País” una encuesta de Metroscopia que arroja resultados congruentes con los obtenidos en las últimas encuestas del CIS en las que la población muestra una desconfianza creciente hacia la clase política. Clase política representada en el imaginario popular por los dos grandes partidos, esto es, PP y PSOE. ¡Como si los nacionalismos o IU no fueran parte del consenso! ¡Si hasta ETA está a punto de entrar a formar parte del mismo!.

PP y PSOE se derrumban electoralmente. Los de Rajoy, que siguen en cabeza, perderían la friolera de veinte puntos, sin duda por mérito propio y en buena parte gracias a las políticas socialdemócratas de Cristóbal Montoro. Los de Rubalcaba, no levantan cabeza desde los tiempos del contemplador de nubes, caen casi seis.

¡El fin del bipartidismo proclaman muchos, pensando que tal es el mal que nos aqueja! Pues bien, el bipartidismo no es el problema. No resulta difícil de comprender que siempre será mejor un gobierno fuerte, capaz de hacer realidad el programa electoral por el cual su líder fue elegido, que un gobierno débil sometido al capricho de partidos minoritarios que imponen acciones en ocasiones contrarias a las elegidas por la mayoría. Que es lo que tenemos aquí, en Italia o en Bélgica. Y aún hay quien pide más…

El problema de España no es el bipartidismo. El problema es que la carta otorgada de 1978, pese al mito de la Transición impuesto por la clase política, no da libertad política a los españoles y lleva implícitos los males de los que ahora la mayoría se queja. El régimen franquista, que fue quien hizo la Transición, cedió en los años 70 el poder a unas oligarquías, en la mayor parte de los casos salidas de sus propias entrañas, configurando así el Estado de Partidos actual. Luego llegaría el histórico PSOE para acabar de estropearlo todo.

El germen de la corrupción que asola hasta a la última institución de este sistema –la socialdemocracia que se encuentra en su origen también está implosionando en el resto de Europa, mientras que los Estados Unidos parecen empeñados en seguir un camino aquí hace tiempo ya fracasado- , se encontraba y se encuentra en dicha ley, que establece un sistema parlamentario, que es aquél en que la división de poderes está viciada de origen y por tanto la democracia nace ya tocada, cuando en España un sistema presidencialista hubiera funcionado perfectamente. Tanto da que haya dos o tres partidos. O cinco o seis. El problema sigue siendo la oligarquía.

Empieza a ser evidente para muchos que de aquí sólo se podrá salir abriendo un nuevo proceso constituyente. Pero ni el PP, ni el PSOE, ni ninguno de los partidos del consenso están por la labor.

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Hay noticias que rayan el insulto y el desprecio hacia quienes se dirigen. Que son asumidas como una verdad irrefutable y que en ese globo sonda enviado no tiene la menor respuesta indignada de quienes las reciben. El problema, por tanto, no es la noticia en sí, sino la palpable realidad de que han convertido al ciudadano en un tipo pusilánime. En un mendigo de migajas a quien los grandes poderes han decidido convertirle, toda su vida, en un esclavo del trabajo.

La sociedad española respira hoy un aire denso, cargado de indignación y desencanto. La sucesión de escándalos de corrupción que salpican al partido en el Gobierno, el PSOE, y a su propia estructura ejecutiva, investigados por la Guardia Civil, no son solo casos aislados como nos dicen los voceros autorizados. Son síntomas de una patología profunda que corroe la confianza ciudadana.

Frente a las amenazas del poder, siempre funcionaron los contrapesos. Hacen posible la libertad individual, que es la única real, aunque veces no seamos conscientes de la misma, pues se trata de una condición, como la salud, que solo se valora cuando se pierde. Los tiranos, o aspirantes a serlo, persiguen siempre el objetivo de concentrar todos los poderes. Para evitar que lo logren, están los contrapesos.

 
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