Las políticas de igualdad entre hombres y mujeres surgieron a mediados del siglo XX en Europa para tratar de contrarrestar una injusticia social histórica que había durado siglos. En España, con la llegada de la democracia, las desigualdades basadas en el sexo de la persona quedaron jurídicamente en el olvido y pasaron a formar parte del ámbito individual y social.
No obstante, tras cerca de 30 años de régimen democrático, se empiezan a desarrollar políticas para favorecer el pleno acceso de las mujeres a la vida laboral y a la elites de poder en igualdad con los hombres. ¿En igualdad? Las medidas adoptadas hasta el momento tienden más a una segmentación disfrazada de “discriminación positiva” que a una verdadera igualdad de oportunidades.
Como nos cuenta el historiador Hugh Murray, en Affirmative Action and the Nazis, las ideas se repiten y vuelven a circular con impunidad moral. Dice Murray:
“El espíritu que llevó a los alemanes, primero al antisemitismo, después a la legalización de restricciones contra los judíos, y después a la exterminación de los judíos, es el mismo espíritu que se encuentra en las cortes americanas, en el Congreso, y entre los Presidentes y especialmente en los departamentos de estudios de mujeres, blancos e hispanos de las universidades. Este espíritu presupone la visión de que la justicia requiere que la riqueza y el poder sean proporcionalmente distribuidos entre los grupos”.
Y advierte: “Las ideas tienen consecuencias. Cuando los alemanes aceptaron esta visión de la justicia, se desarrolló en la realidad una lógica que obtuvo resultados sorprendentes y pavorosos”.
Obviamente resulta trasnochado comparar las políticas de discriminación positiva que actualmente se llevan a cabo en España con los orígenes del holocausto judío en Alemania, pero el catastrofista Murray nos deja clara la idea de que toda discriminación, siempre, tiene efectos perversos.
La actual generación de gobernantes, educada mayoritariamente en una sociedad machista, tiene sobre sus hombros el peso de la mala conciencia que les da su formación. Saben que hombres y mujeres somos iguales, y quieren demostrarlo. Es normal, pero el camino elegido en los últimos tiempos no es el correcto. La cuestión no es nivelar las estadísticas, sino dotar a las futuras generaciones de una educación y de una formación en valores en las que ser hombre o mujer no sea un factor decisorio. Y esto, al menos en teoría, ya es realidad. El problema no está en las leyes, sino en las familias, donde aún imperan en muchas ocasiones criterios machistas.
La cuestión de la discriminación positiva es negativa en su misma esencia. Ninguna discriminación puede ser positiva. Actualmente, en España, el porcentaje de mujeres que estudia en las universidades es superior al de hombres. Sin embargo, se desarrollan programas para integrarlas en la vida laboral, política o empresarial. Se incurre de esta forma en discriminación hacia los hombres jóvenes, que no tienen acceso a los mismos servicios que las mujeres por la sencilla circunstancia de su sexo. Tan absurda es una discriminación como otra. Con injusticias ahora no se compensan las injusticias del pasado.