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Marcos Méndez

'De latir mi corazón se ha parado', de Jacques Audiard

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Un protagonista inmoral, metido en el negocio (mafia) inmobiliaria por herencia paterna, apasionado del piano desde pequeño (sin posibilidad de satisfacer esa pasión en sus años de madurez), insolidario e iracundo. Este es el perfil de Thomas Seyr (Romain Duris) y quizá de muchos otros individuos que han sucumbido ante la presión de una bolsa inmobiliaria que se sustenta en no pocos puntos oscuros.

El trabajo de Thomas y sus socios se basa en la compraventa de inmuebles: encuentran un edificio, lo compran a bajo precio y luego lo venden al mejor postor. No importa si el eficio en ruinas está habitado, porque entonces no tienen más que coger unos bates de béisbol y emprenderla a golpes con los ocupadores (normalmente inmigrantes/indigentes rechazados por una sociedad cada vez más cerrada). Digo bates por no decir ratas, otro "método" al que Thomas y sus amigos recurren sin pensárselo dos veces: la arrogancia de estos hombres, el arribismo que les enriquece a costa de otros (y de sus propias conciencias) provocará, sin duda, la desaprobación del respetable durante los primeros minutos de proyección, hasta que entra en escena el señor Fox (Sandy Whitelaw), antiguo amigo de la desaparecida madre de Thomas y amante -como ella, como él- de las composiciones pianísticas. Fox ofrece a Thomas una audición para ver su nivel, comprobar si el vástago puede ganarse la vida haciendo lo que más le entusiasmaba a su madre.

Es a partir de entonces cuando el mundo de Thomas revierte hacia su infancia y sus placeres escondidos, acudiendo cada mañana al domicilio de Miao Lin (Linh Dan Pham), una joven pianista china que desconoce por completo la lengua de su nuevo -y único- pupilo (en otra nota de denuncia ante la marginación a la que están sometidos los inmigrantes en la Europa del bienestar: una pianista sensacional, cuyo reconocimiento no se verá oficializado hasta el final del film, se gana la vida en un minúsculo apartamento dando clases a un impresentable malhumorado).

Thomas entra en una fase de recapacitación silenciosa: no responde a las quejas de sus amigos, que le ven un tanto despistado últimamente; tras años de ayudar a uno de sus socios, putero desencajado, ocupa su lugar en el lecho marital; cada noche se sienta ante su piano y entona alguna de sus piazas clásicas preferidas (en un acierto de Jacques Audiard, situando la cámara y la iluminación con precisión: sentimos que el personaje se libera y sufre a la vez, en un estado de contradicción lleno de expresión); se extreman progresivamente las diferencias con su padre, al que la película sitúa como catalizador y contribuyente absoluto de las tropelías de Thomas... Pero no es fácil deshacerse de la indeleble violencia a la que ha estado sometido (y que él mismo ha ayudado a sembrar): tiempo después de la desaparición de su progenitor, asesinado por los miembros de una mafia rusa más poderosa que su corporación, golpea brutalmente a Minskov en los servicios de un teatro.

Inmediatamente después de lavarse la sangre de la cara, acude de nuevo a su butaca para seguir disfrutando del recital como si nada hubiera ocurrido.

Este final, cuya ambigüedad sobrepasa la película (¿Puede Thomas utilizar los mismos medios criminales para triunfar en el mundo de la música? o ¿es este último encuentro con la violencia el definitivo, el que marca un antes y un después en su camino hacia la expiación?), permite que continuemos nuestras reflexiones una vez la proyección ha concluido. Otra virtud clarísima para una película que no se deberían perder.

'De latir mi corazón se ha parado', de Jacques Audiard

Marcos Méndez
Marcos Méndez
viernes, 28 de julio de 2006, 13:29 h (CET)
Un protagonista inmoral, metido en el negocio (mafia) inmobiliaria por herencia paterna, apasionado del piano desde pequeño (sin posibilidad de satisfacer esa pasión en sus años de madurez), insolidario e iracundo. Este es el perfil de Thomas Seyr (Romain Duris) y quizá de muchos otros individuos que han sucumbido ante la presión de una bolsa inmobiliaria que se sustenta en no pocos puntos oscuros.

El trabajo de Thomas y sus socios se basa en la compraventa de inmuebles: encuentran un edificio, lo compran a bajo precio y luego lo venden al mejor postor. No importa si el eficio en ruinas está habitado, porque entonces no tienen más que coger unos bates de béisbol y emprenderla a golpes con los ocupadores (normalmente inmigrantes/indigentes rechazados por una sociedad cada vez más cerrada). Digo bates por no decir ratas, otro "método" al que Thomas y sus amigos recurren sin pensárselo dos veces: la arrogancia de estos hombres, el arribismo que les enriquece a costa de otros (y de sus propias conciencias) provocará, sin duda, la desaprobación del respetable durante los primeros minutos de proyección, hasta que entra en escena el señor Fox (Sandy Whitelaw), antiguo amigo de la desaparecida madre de Thomas y amante -como ella, como él- de las composiciones pianísticas. Fox ofrece a Thomas una audición para ver su nivel, comprobar si el vástago puede ganarse la vida haciendo lo que más le entusiasmaba a su madre.

Es a partir de entonces cuando el mundo de Thomas revierte hacia su infancia y sus placeres escondidos, acudiendo cada mañana al domicilio de Miao Lin (Linh Dan Pham), una joven pianista china que desconoce por completo la lengua de su nuevo -y único- pupilo (en otra nota de denuncia ante la marginación a la que están sometidos los inmigrantes en la Europa del bienestar: una pianista sensacional, cuyo reconocimiento no se verá oficializado hasta el final del film, se gana la vida en un minúsculo apartamento dando clases a un impresentable malhumorado).

Thomas entra en una fase de recapacitación silenciosa: no responde a las quejas de sus amigos, que le ven un tanto despistado últimamente; tras años de ayudar a uno de sus socios, putero desencajado, ocupa su lugar en el lecho marital; cada noche se sienta ante su piano y entona alguna de sus piazas clásicas preferidas (en un acierto de Jacques Audiard, situando la cámara y la iluminación con precisión: sentimos que el personaje se libera y sufre a la vez, en un estado de contradicción lleno de expresión); se extreman progresivamente las diferencias con su padre, al que la película sitúa como catalizador y contribuyente absoluto de las tropelías de Thomas... Pero no es fácil deshacerse de la indeleble violencia a la que ha estado sometido (y que él mismo ha ayudado a sembrar): tiempo después de la desaparición de su progenitor, asesinado por los miembros de una mafia rusa más poderosa que su corporación, golpea brutalmente a Minskov en los servicios de un teatro.

Inmediatamente después de lavarse la sangre de la cara, acude de nuevo a su butaca para seguir disfrutando del recital como si nada hubiera ocurrido.

Este final, cuya ambigüedad sobrepasa la película (¿Puede Thomas utilizar los mismos medios criminales para triunfar en el mundo de la música? o ¿es este último encuentro con la violencia el definitivo, el que marca un antes y un después en su camino hacia la expiación?), permite que continuemos nuestras reflexiones una vez la proyección ha concluido. Otra virtud clarísima para una película que no se deberían perder.

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