La nueva película de Terrence Malick, El Nuevo Mundo, no puede más que sorprender. Se apagan las luces y se escucha el murmullo del mar, el crujir de la madera de los barcos prestos a fondear, los movimientos -casi inaudibles- de los indígenas que les reciben. Entonces afinamos el oído y lo sospechado hace presencia: John Smith (Colin Farrell), antes de vivir en la morada de Pocahontas (Q'Orianka Kilcher), empieza su narración épica de los hechos sin omisiones, comunicándose de un modo tan intangible como certero, comenzando una crónica que los demás completan a lo largo de este sugestivo viaje, más malickiano que nunca, al corazón de la Norteamérica de principios del siglo XVII.
El romance que propone esta vez el director de la excelente La delgada línea roja se concibe en una selva virgen, entre una tribu indígena que se prepara para el incordio europeo que viene del mar. Ella es una princesa y él un explorador indisciplinado que nos recuerda a cada paso todas las miserias morales que el desarrollo civilizador ha perpetuado en nuestros corazones: el miedo a la pérdida, el apego a la materia, las ansias de expansión… la supuesta superioridad, en fin, que Europa todavía cree poseer con respecto a cualquier sociedad diferente se hace visible en un británico que comparte con Pocahontas los cinco sentidos, cuestión esta última vital para la supervivencia poética de su affaire pero nunca para eternizarlo.
Ambos están profundamente enamorados, tanto de ellos mismos como del entorno matriarcal que les envuelve con la calidez de un mundo vivo, sano, fuerte, mítico, de naturaleza original y trascendencia abismal. Y lo que experimentan sólo lo comprenderán aquellos que guarden alguna conexión con la primera condición del hombre, salvaje en el sentido más rousseauniano de la palabra. Como el soldado Witt en su paraíso soñado de la Melanesia, el hombre moderno trata de contactar con individuos que ya no le son afines más que en lo anatómico.
Lo que Malick nos permite es bucear entre estrofas que encuentran la rima en su conjunto mientras saboreamos el interlineado de cada frase recurrente con una atención palpitante hacia la condición de estos monólogos que sustituyen casi siempre al tan malgastado diálogo, educándonos desde la pureza de las imágenes y el aprovechamiento de los sentidos. Son voces que comunican lo insondable, lo primero.