La Señorita Loli, de quien toda mi clase estábamos enamorados, incluyendo las niñas, siempre escribía en el margen superior derecho de la pizarra unas letras y unos números. Después se volvía hacia nosotros y decía ‘Hoy es...’, seguido de una fecha. Yo no tenía conciencia de que significaba aquello. Era un ritual que se repetía todos los días sin que nadie se planteara, en realidad, su significado. Los niños no entienden de fechas, y menos a la edad de cinco o seis años, porque para ellos estas carecen de significado, todo se reduce a hoy, mañana y ayer, como mucho. Antes de ayer es un concepto abstracto carente de realidad tangible.
Hasta que un día, cuando desayunaba después de haber ido a buscar el pan; otro ritual, esta vez familiar que me sacaba de quicio – nunca entenderé porque mi madre compraba aquellas humillantes paneras de florecitas – mi padre dijo con el sempiterno periódico en las manos ‘Hoy es el día de Carmen, voy a tener que llamarla por teléfono para felicitarla’, desatando una pequeña discusión de desayuno con mi madre sobre si era día del Carmen o no. La cuestión es que repitieron varias veces el día de la semana asociándolo a la fecha. Yo no presté mucha atención, aprende uno temprano en la vida que cuando los padres discuten, siempre que el tono sea sosegado, amigable y sus gestos sean relajados, creo que cuando uno es pequeño lo que más importa es el gesto y el tono, más que una discusión es una amigable conversación.
Pero cuando ese día llegué a clase, la señorita Loli volvió a poner aquella ristra de letras y números en el margen superior derecho de la pizarra, se volvió hacia nosotros y dijo ‘Hoy es...’. Al escuchar aquello mi consciente y mi subconsciente tuvieron uno de esos raros encuentros que se dan en la vida. Me di cuenta de que aquello que la señorita Loli escribía era el día de la semana asociado a la fecha del mes. Podría parecer una tontería, pero para un niño de cinco o seis años, darse cuenta a nivel primario de que la vida pasa y es medible resulta toda una conmoción. Fue a partir de entonces cuando, mientras mi padre leía el periódico, yo me fijaba con mucha atención en la parte superior derecha de la hoja trasera para saber que sería lo que escribiría la señorita Loli en la pizarra al empezar la clase.
Haber nacido en 1969 ha sido algo extraño. No por la vida que he llevado, bajo mi punto de vista de lo más normalita (a mi las que me parecen raras son las de los demás), sino por todas esas cosas de las que he sido testigo, a veces de excepción, a veces desde la lejanía y seguridad que da verlas por televisión. He terminado por asociar tramos de mi vida a acontecimientos determinados.
He asistido a los primeros pasos del hombre sobre la luna sentado en la falda de mi madre, que, aunque es evidente que no lo recuerdo, a fuerza de verlo en varias ocasiones por la televisión parece que de verdad estuve allí, a través de una pantalla en blanco y negro que hacía persiana, viendo como toda la humanidad daba pasos de bebé a cámara lenta. La muerte del dictador español, que se vivió en mi casa entre copas de cava, que aunque no existiera todavía siempre mejor cava que champaña, y la incertidumbre de no saber que iba a pasar mientras los amigos llamaban a mi padre desde Madrid para contarle como los soldados de Cristo Rey golpeaban a la gente y buscaban a los “enemigos” del Estado.
Un Adolfo Suárez – y perdone que le quite el Don, maestro, que ya sabe eso de que las confianzas dan asco, Presidente – que dimitió por legalizar el partido comunista, un hombre valiente y sincero al que el país le debe demasiado como para pagárselo en una sola vida. El día en que Felipe Gonzáles salió al balcón a agradecer a toda aquella multitud, la que veía y la que lo veía a él desde sus casas, que de verdad el país hubiera votado por un cambio que marcó y enmarcó una época en la que, por fin, todos los españoles tenían educación y sanidad universal, en la que, por fin, se creaba el estado del bienestar en nuestro país. Otra de las que más vivamente recuerdo fue la muerte de Indira Gandhi. Siempre he admirado la fuerza de esa mujer y aún guardo el reportaje del día siguiente a su fallecimiento en el periódico.
La retirada de la URSS de Afganistán, el Vietnam soviético, donde parecía que se cumplía esa máxima de que los pobres, por muy pobres que sean, o puede que precisamente por eso, resistirán o morirán, porque sólo tienen eso, su orgullo y su dignidad. La caída del muro de Berlín, el reencuentro de las familias y los amigos, el reencuentro de dos Alemanias que jamás debieron dejar de ser una sola. El cambio de régimen en la URSS, algo que me alegró sobremanera y otro hombre para admirar, Gorbachov, también valiente y sincero. Y uno para detestar por alcohólico, demagogo, populista e inepto que trajo a otro peor, Yelsin y Putin.
Y las guerras.
Siempre pensé que este siglo XXI sería el siglo del final de las guerras. Teníamos todos los números para poder hacerlo; una legislación internacional muy clara al respecto y la finalización de la guerra fría que ya no hacía necesaria la carrera armamentística que nos había tenido en un sin vivir con el holocausto nuclear. Pero me equivoqué. Después de la finalización de la guerra fría ha habido tal escalada bélica y de tal magnitud que esa creencia se me ha quebrado para siempre. Y lo que es peor, mucho me temo que esto no es sino la calma que precede a la tormenta.
Me decía Joey Comeau, gran escritor, y joven por antonomasia, a quien conocí gracias a D. Amor entintado (http://www.amorentintado.com), otro gran escritor argentino, en relación a un artículo que escribí hace tiempo – tengo que agradecerle que los lea porque es canadiense y, aunque lee cosas en idiomas que yo no sabía ni que existieran, el castellano es un idioma que no sólo no domina sino que, como él dice, ‘es una de las pocas lenguas que cuenta con defensas propias al asalto’ – que vería llevar ante los tribunales a según que gente por según que cosas cuando las ranas críen pelo en el sobaco (expresión que sacó de un libro de cuentos para niños que tiene como cabecera para aprender alguna cosa sobre nuestro idioma).
Yo pertenezco a la misma clase de gente que D. Juan Guzmán Tapia. Sigo creyendo, al igual que él, que si un país no puede o no quiere juzgar a alguien por los crímenes cometidos, la justicia universal se encargará de ello. También creo, igual que él, que Baltasar Garzón ha sentado las raíces para que esto sea una realidad. Sin embargo, aunque por fin Pinochet ha pasado de ser un ex dictador enfermo, un abuelete con alzeihmer que no era susceptible de ser enjuiciado, a un viejo desgraciado que intentó burlar la ley gracias a su edad, tal y como también dice D. Juan Guzmán, el mismo juicio al que se va a enfrentar el asesino y torturador chileno debería pasarlo su instigador y protector, Henry Kissinger (Para todo aquel que quiera comparar, por ejemplo, las memorias de este asesino de guerra con un memorando que fue desclasificado en 1999 enviado a Pinochet justo antes de que Kissinger interviniera en una conferencia de Estados Americanos sobre, asómbrense, derechos humanos, puede hacerlo aquí: http://www.rebelion.org/ddhh/hitchens160602.htm).
Tengo la íntima seguridad de que aquellos que han permitido con su ayuda, desde sus responsabilidades de gobierno, que los Estados Unidos hayan invadido, asesinado, torturado y encarcelado sin derecho a juicio a inocentes, pagarán ante los tribunales su cobardía por complicidad en genocidio y crímenes de lesa humanidad. Y tengo esa íntima seguridad porque no puedo creer que los acontecimientos que sucedieron antes de la II Guerra Mundial no hayan servido para que aprendamos la lección más importante que da la historia: Que sino aprendemos de ella estamos condenados a repetirla. Yo me pregunto si existe diferencia entre las detenciones de judíos sin juicio previo por parte de los nazis, simplemente por ser lo que eran, y las retenciones de personas en Guantánamo. Yo me pregunto si el derecho de ingerencia o de guerra preventiva tiene alguna diferencia con el derecho esgrimido por Hitler para excusar la invasión de Austria y después la de Polonia. Yo me pregunto si existe diferencia entre la firma del tratado del Eje Alemán – Italiano – Japonés y la reunión de las Azores.
Pero lo que más me preocupa es que no seamos capaces de entender, bueno, más bien que los gobernantes sean capaces de negar el principio a la resistencia ante una ocupación militar. No hay ni un solo ser humano, en ninguna parte del mundo, que no entienda, que no tenga claro, que el derecho a luchar ante una fuerza militar ocupante sea básico. Pero si es así, ¿Porqué les es tan fácil negarlo a los gobernantes? ¿No es esto una forma más de claudicación al estilo Tratado de no agresión Chamberlain? ¿Es que los vietnamitas no tenían derecho a luchar? ¿Es que los afganos no tenían derecho a luchar? ¿Es que los palestinos no tienen derecho a luchar? ¿Es que los partisanos yugoslavos, polacos, holandeses, griegos, suecos, daneses, no tenían derecho a luchar? ¿Qué hace falta para que aprendamos? ¿Necesitamos ver por nuestras calles a soldados extranjeros patrullando que nos obliguen a encerrarnos en casa a partir de las seis de la tarde? ¿Qué demonios nos pasa? ¿Qué demonios le pasa Sr. Zapatero?
Yo, por si acaso, tengo un diccionario Argos de tres tomos en el que se ve la ilustración de una rana sudamericana con pelo en el sobaco. Así que no se hagan ilusiones los Berlusconis, Asnares, Sharones, Blaires, Bushes y demás del mundo.
Suena de fondo Allegro con fuoco (cuarto movimiento), de la Sinfonía nº9 en mi menor Del Nuevo Mundo...
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