Recuerdo la primera vez que una mujer me dio un beso, porque me lo dio ella, a mi jamás se me hubiera ocurrido. Fue algo extraño, siempre pensé que besaría a una mujer cuando tuviera ochenta años. Yo tenía diez, ella once. También recuerdo la primera vez que toqué un pecho femenino. Fue algo que no me plantee cuando pasaría, en primer lugar porque no sabía que no se pudiera hacer y en segundo lugar porque en el momento que lo hice la carga erótica que pudiera tener se me escapaba por completo. Ocurrió en la piscina de una amiga que se llamaba Luz Marina y porque me llamó la atención la forma de la aureola de sus pezones, yo siempre he tenido los pezones pequeños, y ella tenía esa aureola que se curva hacia fuera en donde los pezones, coquetos ellos, se esconden. Sé que estábamos hablando de algo, me fijé en ellos, levanté la mano y le rocé la aureola con el dedo índice de mi mano derecha prestando mucha atención a aquello que me parecía tan extraño. Ella se calló. Yo la miré y la vi sonreír. Tenía ocho años, ella también.
Mi hermano, que es un año más pequeño que yo, fue quien me explicó que las mujeres no se quedan embarazadas cuando las besas, que hay que hacer más cosas. La conversación fue de lo más científica, es decir, no hubo ningún tipo de sonrojo asociado a lo que hablamos, sólo curiosidad e intercambio de información. Ya digo, yo tenía diez años y compartía la experiencia de haber sido besado, así como de la agradable sensación que experimenté, en mi mente infantil pensaba que eso era una verdadera asquerosidad hasta que lo probé, y lo que pensé que vendría asociado a aquella sensación. Estábamos merendando en el patio, y para demostrar aquello que me decía dejó su bocadillo de Nocilla, fue a buscar su libro de naturales y, en pleno gesto académico, me enseñó los secretos de la anatomía íntima femenina dibujada en corte de perfil con gran profusión de términos técnicos. Jamás hubiera llegado a la conclusión, digo por mi mismo, de que la mujer pudiera tener algo llamado vulva, y menos una protuberancia que respondiera al nombre de clítoris. Y aunque, como es lógico, mi hermano no me supo explicar para que servían, a mi tampoco se me ocurrió preguntar y el libro no lo explicaba, tampoco hacía falta. Wuy, nunca te lo he dicho, pero jamás le estaré lo suficientemente agradecido.
Después llegué al Instituto. En octavo ya había tenido algún que otro escarceo amoroso en los banquillos del campo de football del colegio. Pero claro, yo venía de otro sistema educativo e incluso de una sociedad muy diferente a la española. Así que mi desparpajo con respecto a los toqueteos y demás en un país en el que se cuchicheaba mucho sobre sexo, pero luego, una chica a la que intentabas tocar el pecho, y a la que se suponía que le gustabas, defendía su sujetador como si se tratara de una cámara acorazada con defensas por rayos láser, alarmas conectadas con la policía y una capacidad nula para tocarte en acto recíproco a no ser que fuera para arrearte una bofetada. Ya digo, mi desparpajo con respecto a los toqueteos, aunque en principio fuera altamente peligroso para mi integridad física, fue granjeándome una serie de amigas con las que aprendí a usar mis manos con más sabiduría e incluso mi lengua de forma más elegante y certera.
Al final del primer año de Instituto tres compañeros de clase, aprovechándose de mi falta de pudor cultural con respecto a según que cosas, me enviaron a comprar una caja de condones. Todavía recuerdo la cara del farmacéutico cuya primera frase ante mi petición del artículo en cuestión, de veinticuatro unidades, éramos cuatro y así tocábamos a seis cada uno, fue ‘Conozco a tu padre’. Yo me lo tomé como el comienzo de una conversación intrascendente así que respondí con una sonrisa muy educada preguntándole su nombre para poder decirle a mi progenitor que lo había visto. El hombre se puso rojo como un tomate pero no cambió su postura con el codo apoyado en el mostrador. Me echó una mano un señor que estaba sentado en el sillón de la entrada leyendo el periódico ‘Hombre, dale la caja de condones. Si se ve que los querrá para inflarlos’. El farmacéutico chasqueó la lengua y terminó por vendérmela. Fue por la noche, cuando vi a mi padre y me preguntó que tal me había ido el día, al explicarle que había visto a alguien que le conocía pero que no me había dado su nombre, todo ello describiéndole una situación que a mi me parecía muy normal, comprar algo, cuando me enteré entre las lágrimas de risa de mi padre que el buen hombre se llamaba Máximo y conocía a mi padre de cuando eran pequeños. También me dejó claro que si me hacían falta condones no fuera a comprarlos, que se los pidiera a él, porque en este país eso de comprar métodos anticonceptivos estaba así como mal visto en hombres menores de cuarenta años, curtidos en juegos de alcoba y con, como mínimo, tres hijos sobre sus espaldas – más bien sobre la espalda de sus mujeres.
Ese trimestre, en clase de ética y ante la insistencia del profesor para que planteáramos algún asunto que nos interesara, pregunté algo que no entendía y que, aún hoy día, con el paso de los años, sigue estando de tremenda actualidad, salvando las distancias porque, como es lógico, mi planteamiento iba encaminado por la situación que viví en la farmacia. Mi profesor se llamaba Paco, espero que aún se llame, y afrontó la pregunta con gran dignidad, mucho saber estar, mucha seriedad y muy poca capacidad. Mi pregunta fue ‘Como es que los españoles prefieren que sus hijos dejen embarazada a alguien, o que sus hijas se queden embarazadas, antes que permitir que compren preservativos y los usen’, yo los llamé condones, cuando uno es joven tiende usar sustantivos más coloquiales y asequibles. Como es lógico, mi pregunta levantó gran revuelo en clase, sonrojos por doquier, risitas ahogadas, cuchicheos, que mi persona fuera el tema de conversación durante mucho tiempo en todo el centro (todavía me encuentro a alguien de aquella época que no recuerda mi nombre e, invariablemente, termina diciéndome ‘tú eres él de los condones, ¿No?’), y una visita guiada a la oficina del jefe de estudios, que se llamaba Antonio Espada, el buen hombre daba a su vez clases de ética y filosofía, pero era licenciado en teología, con todo lo que ello implicaba. Mi cerebro, ese órgano tan bien construido en el ser humano, ha limitado el recuerdo que tengo de la charla que me dio a su cara, su ir y venir por la habitación, y su nervioso frotarse las manos mirando al suelo mientras hablaba. También conseguí que en las fiestas de fin de curso de los de tercero de BUP, fiestas que se hacían para recaudar fondos para un viaje, tuviera la extraña impresión de que siempre había un profesor o profesora vigilando lo que hacía, algo que no impedía que consiguiera escaquearme a las canchas, a oscuras a esas horas, con alguna amiga. Lo que jamás conseguí fue una explicación lógica a mi pregunta y, aún hoy día, sigue sin haberla.
Mi querido amigo Ernesto Ferrer, amigo de copas de buen vino, conversaciones hasta la madrugada y locuras varias cuando estoy en Las Palmas, a raíz de un registro somero realizado por su mujer en el cuarto de su hija de trece años, se ha enterado de que la muchacha tiene un arsenal de diecisiete preservativos en un cajón bajo mucha ropa. Los preservativos son de lo más variopinto, los hay de colores, incluyendo unos fosforescentes, de sabores, incluyendo un par de chocolate, estriados, ultra finos y demás, había algunos que tanto Ernesto como yo, con sinceridad, ni siquiera sabíamos que existieran. Su mujer, criada en un colegio de monjas, ha montado en cólera, aunque no se ha atrevido a decirle nada a su hija, bajo mi punto de vista, aunque ella diga lo contrario, no es por vergüenza, es porque le tiene un miedo atroz a la contestación que pudiera darle la chiquilla ante la pregunta ‘¿Para que quieres tú condones?’, y ha delegado en su marido el marrón de hablar con la interfecta. La cuestión aquí es ¿de que va a hablar con ella? Es decir, ¿Le va a explicar como se ponen de forma adecuada? Porque, aunque esa fuera una muy buena conversación, me da en la nariz que no es exactamente eso lo que quiere su señora. La buena mujer lo que pretende es que el padre le monte a la niña la de dios es cristo, dejándole muy claro que no tiene permiso familiar para practicar sexo hasta que se independice y tenga, como mínimo, carrera, marido y tres hijos, amén de una confiscación en toda regla del material sexualmente “subversivo”.
En este país, y han pasado ya veinte años, que se dice pronto, dos de cada cien chicas menores de edad se quedarán embarazadas, y de ellas casi el cincuenta y cinco por ciento serán menores de dieciséis años. Y España no es de los peores países en este tema. En los Estados Unidos nueve de cada cien menores de edad se quedarán embarazadas, y de ellas más del sesenta por ciento serán menores de dieciséis años. Teniendo en cuenta que tienen los llamados clubes de la abstinencia, que aunque pudiera parecer lo contrario no tiene nada que ver con el alcohol, y un solo curso en el que se da educación sexual a razón de una hora lectiva de cada cien cuando los estudiantes cuentan con más de dieciséis años, pues como que está claro que así les luce el pelo.
Nuestra legislación con respecto al sexo es de las más progresistas del mundo, la mayoría de edad sexual está en los trece años, es decir, una persona puede mantener relaciones sexuales consentidas a partir de los trece años. Sin embargo, nuestro sistema educativo sigue estando en pañales a este respecto. Y me estoy refiriendo al sistema educativo público. En el privado, siendo la mayoría de base religiosa, la cosa no tiene nombre. Hemos vivido una manifestación multitudinaria en la que se reivindicaba, entre otras cosas, que la asignatura de religión, católica claro, fuera obligatoria en los centros. Yo me pregunto si es que las CONCAPAS y demás capas, que desde luego no representan a la mayoría de los padres de este país, a dios gracias, siguen pensando que la asignatura de religión es más importante para el desarrollo de la persona que la de educación sexual. Mi punto de vista es que aprender a vivir la sexualidad con naturalidad, con responsabilidad y con respeto por uno mismo y por la persona con quien la compartas, sea hombre o mujer, que también es importante enseñar que no tiene nada de malo ninguna opción sexual y que elegir una opción u otra es de lo más normal del mundo, es mucho más importante en el desarrollo vital de las personas que leer la biblia en clase, y desde luego no es incompatible. Dios estaría de acuerdo conmigo.
Ernesto, mi consejo. No le quites los preservativos a tu hija, dile que no hace falta que los esconda, enséñala a vivir su sexualidad con naturalidad y con respeto por si misma y por los demás. Y si tu mujer no está de acuerdo, llévala a un psicólogo, que la que de verdad tiene un problema es ella, no tu hija (De paso pregúntale donde demonios consigue tantos y de tanta variedad, que no sea egoísta y comparta la información).
A propósito, el otro día una compañera escribía en su columna que no entendía porque en las universidades e institutos la gente se tiraba a por los preservativos regalados como fieras. Compañera, es evidente que hace tiempo que no compras preservativos, porque se pagan a precio de petróleo. Tener sexo seguro hoy día sale por unos dos €uros de media cada vez. Aplícale eso a un chico o chica de dieciséis años y lo entenderás. Que digo yo, Señor Zapatero, hablando de todo un poco ¿no hay manera de hacer algo al respecto? No sé, ¿que los centros de salud los den tal y como dan la píldora del día después? Porque se ahorrarían píldoras, se lo digo yo. Es una idea.
Suena de fondo el ‘Light my fire’ (pero con condón) de los Doors...
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