James J. Braddock fue un boxeador de principios de siglo que, tras unos inicios prometedores, se vino a pique durante la Gran Depresión americana para terminar convirtiéndose, años más tarde y contra todo pronóstico, en uno de los campeones más queridos por los aficionados al pugilismo. A nada que uno escarbe en esa misma trama, queda claro por qué Ron Howard, cineasta de también prometedores inicios pero sumido tras Desapariciones en una gran depresión creativa, ha escogido un proyecto como Cinderella Man para protagonizar su particular redención artística.
Y es que cuando parecía que la carrera del director de Willow y Apollo XIII había tocado fondo, en parte por la resaca del Óscar obtenido con la insulsa Una Mente Maravillosa, el muy canalla va y se desmarca brindándonos toda una brillante lección de cine a partir de una historia sencilla sobre boxeo, fórmula que tan buenos resultados le ha dado a Clint Eastwood el año pasado. Y aunque Cinderella Man ha pasado sin pena ni gloria en la taquilla norteamericana y con más pena que gloria entre la crítica europea, no todos en este oficio estamos tan ciegos de antiamericanismo y desdén por el cine made in Hollywood como para no apreciar el inmenso caudal fílmico que Cinderella Man atesora en sus entrañas.
Estilizada como pocas, con un diseño de producción extremadamente cuidado, un protagonista en estado de gracia interpretativo, y una historia conmovedora a la par que profunda y vibrante, la película logra toda una proeza cinematográfica casi exclusiva de los grandes clásicos del séptimo arte: partir de unos sucesos que todos conocemos (o al menos todos los seguidores del boxeo), de unos modos narrativos que también todos, para bien o para mal, conocemos al dedillo, y aún así generar emoción, suspense y, por momentos, hasta densidad intelectual. Para que se hagan una idea, a Cinderella Man le pasa un poco como a la famosa secuencia de La Gran Evasión donde Steve McQueen huye en moto de las hordas nazis: aunque sabemos que al final no logrará saltar la valla de la frontera de Suiza, ello no es óbice para que durante toda la escena estemos convencidos de que logrará saltarla.
Por tal motivo, no importa que la historia sea previsible hasta la extenuación, ni que muchas situaciones ya las hayamos visto antes en multitud de películas (y no sólo acerca de boxeo), ni siquiera el tratamiento maniqueo de algunos personajes importa demasiado (más maniqueísmo hay en Princesas o Mar Adentro y nadie se echa las manos a la cabeza), Cinderella Man es cine del bueno, revestido del mejor empaque formal Hollywoodiense y avalado por esa fórmula narrativa infalible que es el blockbuster de los grandes estudios. Si hay quien sigue empeñado en no ver más allá del discurso sobre el sueño americano (un discurso, por otro lado, tan lícito como las pesadillas españolas de Fernando León pero paradójicamente menos complaciente), es que algo sigue podrido en Dinamarca.