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21º ANIVERSARIO
Fundado en noviembre de 2003
Etiquetas | Reportaje | Drogadicción
Mi padre alcohólico y ludópata. Mi padrastro pederasta. Mi madre indiferente ante todo. Una vida tan desarraigada y con falta de cariño que me arrastró al mundo de las drogas

Fié los polvos blancos

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Son las 12 de la noche y todavía se escucha la música (y no precisamente baja) de los coches. En la calle, unos fumando, otros bebiendo y el resto esnifando cocaína. Un pub cercano, nada común, se caracteriza por la gran cantidad de heavys y rockeros.


En el local B. de Gandia, de unos cien metros cuadrados, abundan los pósters donde están fotografiados los grupos de rock más famosos nacionales e internacionales. En uno de los lados hay una enorme barra con decenas de botellas alcohólicas y, al fondo, dos futbolines donde a los jugadores no les falta una cerveza en la mano. Los clientes forman grupos de tres o cuatro personas y llevan, la gran mayoría de ellos, jerséis con imágenes de Marea, Ska-p o Extremoduro, entre otros.

A las 12.15 un chico de 23 años destaca entre la multitud. Parece el amo del establecimiento y todos se acercan a él. Alto, moreno, ojos verdes y grandes y con los rasgos faciales muy marcados. Vaqueros y un suéter a rayas para disimular su extrema delgadez. Pero, sobre esa superficie de ropa, dentro de sus calzoncillos, se esconden pequeñas bolsas de cocaína. “Se puede ganar hasta 30 euros con tan solo vender medio gramo de droga, que equivale a 12 rayas aproximadamente”, explica, en estado de embriaguez, uno de los “camellos” de Gandia, L.P. Y, a pesar del peligro y el riesgo que supone este “trabajo”, L.P. dice que no quiere salir de este mundo porque gana el dinero que “necesita” para sobrevivir. Además, confiesa que con dicha venta, se consigue dinero fácilmente y puede dejar de envidiar a los demás. “El dinero no da la felicidad pero ayuda mucho”, aclara L.P

Pasadas las 12 y media, L.P. dice que no se arrepiente de lo que hace. Lleva 5 años en este mundo y comenta que si no “pasa” la droga él mismo, lo hará otro y, en definitiva, “el círculo de la droga nunca cesará”, puntualiza.

L.P. se considera un buen camello porque vende “buena” cocaína e intenta no emplear la violencia bajo ningún concepto. Es más, añade que las amenazas son suficientes para aquellos compradores “irresponsables” que no le pagan al instante. “No fío la droga a nadie y no voy a permitir que nadie se burle de mí”, grita con rabia.

Por otro lado, explica con chulería que, la gente que quiere comprarle “sus sustancias” ya sabe qué sitios suele frecuentar así que no es necesario ni disponer de móvil. Normalmente, con la jerga de los cocainómanos (“nos hacemos un toc, esclafit o neñà”), el camello sabe que el cliente quiere drogarse.

Pero no todo es de color de rosa. Vender y ganar sin más. Cuando empezó con esta “faena” a los 16 años, no se libró de numerosas palizas que le dieron sus “superiores” por “chivarlos” a la policía. “Estaba muy presionado y tuve que hacerlo”, recuerda. Aun así, sigue vendiendo droga.

Según L.P., “sólo es ilegal lo que el Estado no cobra” porque, bajo su punto de vista, si se legalizara la cocaína, el Estado se cobraría una tanto por ciento de intereses.

Poco a poco, bajo los efectos del alcohol, va cogiendo confianza y añade que sus problemas, desde muy pequeño, se multiplicaron a cada segundo que pasaba: el divorcio de sus padres o la prepotencia de su padrastro, por ejemplo.

Pero L.P., involucrado en sus ventas, no se da cuenta de cuánto sufre su familia. Sobre todo su hermana, M.P., de 18 años.

A la 1.00, M.P. explica, en primer lugar, que a pesar de que su hermano sea un camello, no permitiría nunca que ella se drogara. “Me protege mucho y siempre está pendiente de mí en todo momento”, dice con una sonrisa de oreja a oreja.

Sin la presencia de su hermano, M.P. asegura que él es consciente de que lo que hace trae consecuencias negativas y puede perjudicarle tanto a él como a la gente que le quiere pero “no atiende a razones”. Sin embargo, la hermana del traficante también admite que él necesita el dinero y convertirse en camello era una forma fácil de seguir adelante. Incluso hay veces que los clientes le piden la droga a la hermana y le molesta bastante: “Me da rabia no que me relacionen con mi hermano, sino con su estilo de vida”. “Nuestra familia ha sufrido mucho porque desde pequeña tuve que soportar cómo mi padre maltrataba a mi madre y la constante preocupación por mi hermano, ya que en cualquier momento lo podíamos ver entre rejas si no se cubría bien las espaldas”, continúa. “Para más inri, tengo que soportar las continuas insinuaciones de mi padrastro y por eso, intento no quedarme a solas en casa con él. Y es más, no puedo hacer nada al respecto porque mi madre no se lo creería”, añade M.P., con la voz temblorosa.

La madre y la hermana de L.P. pronto empezaron a sospechar que vendía droga porque “no era coherente que hombres de por lo menos 30 años fueran preguntando por un adolescente de 16”, explica.

A la 1.45 aparece la hermanastra más pequeña de L.P., SP, de 8 años que juega en la calle con otras niñas de su edad, quien afirma que muchas veces él entraba a su habitación y salía rápidamente con un par de bolsas supuestamente de “camisetas”.

M. P. concluye, con lágrimas en los ojos, que ojalá su hermano dejara todo ese mundo aunque “la preocupación es tan excesiva que, finalmente, se aprende a vivir con ese sentimiento”.

A las 2 de la madrugada, cerca del local se encuentra un policía del municipio, que vigila la zona, R.P, quien explica que se hizo agente para ser “más legal” y para no seguir el ejemplo de su padre. “Era cocainómano y estuvo enganchado desde muy temprana edad”, explica. “La primera vez que encontré una papelina de cocaína en su habitación tenía 13 años”, añade.

“Mi padre tenía el cerebro deshecho y, al igual que la mayoría de los cocainómanos, tenía ataques de agresividad, cambios de humor, trastornos bipolares y una fuerza superior que no coordinaba, lo que derivó hacia la violencia de género y agresiones físicas”, dice. Un ambiente familiar para nada deseable. “Cada vez que veo a alguien haciéndose cocaína me pongo enfermo y por eso, intento que la gente se aleje de esta basura que lo único que perjudica es su propia salud”, concluye.

Casi las 3, un Guardia Civil de Gandia, E.G., explica que en el momento en que pillan a alguien con cocaína, pueden ocurrir dos cosas: una, que multen al consumidor y otra, que lo detengan. “Está claro que si a una persona le encontramos un solo gramo de cocaína es para consumo propio pero cuando son muchas bolsas de medio gramo es, sin duda, con el fin de traficar”, finaliza.

Si es consumo propio, la denuncia administrativa según la Ley Orgánica 1/1992, de 21 de febrero sobre Protección de la Seguridad Ciudadana, artículo 25 asciende a 360 euros mientras que si se trata de un delito por tráfico de drogas, en base a la Ley 368 del Código Penal, se lleva a juicio. Si es culpable, la pena a cumplir barema entre los 3 y 9 años pero se suele reducir hasta 5. En el caso de que sea inocente, se le deja libre y no recae sobre él ningún tipo de sanción.

ALUCINACIONES

Según los informes de la policía local, la cocaína es “un riesgo seductor que amenaza a la sociedad”. Los efectos psicológicos y fisiológicos de la cocaína son varios: por una parte, la sustancia puede ser inhalada y se experimentan sensaciones “anormales” y “atípicas” durante 40 minutos aproximadamente. Por otro lado, si se inyecta o se fuma, el efecto es más rápido e intenso y dura menos tiempo. Esto puede provocar infecciones en las vías respiratorias o un edema pulmonar. En casos graves de abuso, se pueden experimentar mareos, vómitos, irritabilidad, alucinaciones o incluso perforación del tabique nasal (en el caso de inhalarla), infecciones cutáneas (si se inyecta) y hemorragias pulmonares (si la cocaína se fuma).

Pero los clientes de cocaína no creen que todos los efectos sean tan negativos. L.A. y Z.G. son jóvenes de 18 y 21 años, respectivamente que compran la cocaína a sus camellos de más confianza los fines de semana. Mientras se apoyan en los laterales de un Golf sobre las 4 de la mañana, explican que con un gramo o gramo y medio de cocaína tienen suficiente para “montarse” un buen festival.

Según informes médicos, los síntomas más comunes son la excitabilidad, escalofríos, respiración irregular, alucinaciones y delirios de persecución. Sin embargo, las adolescentes no creen que se produzcan todos y cada uno de los efectos. Para L.A., cuando consume, “está en otro mundo” porque el corazón se acelera y le provoca euforia y nerviosismo. Físicamente, explica Z.G., las pupilas se dilatan y se siente un cosquilleo en el interior de la nariz. “Pero sin duda, altera el estado de ánimo de ese preciso momento”, añaden las jóvenes. Por tanto, explica uno de los consumidores “más sensatos”, J.M., “se experimenta un estado de ánimo irreal”. J.M., a las 5 de la mañana y la calle medio vacía, asegura que consumía, en un principio, para no sentirse discriminado de un determinado grupo social y, sin embargo, ahora ya está más que enganchado.

Además, “son curiosos los lugares donde pueden esconderse estos polvos blancos: en las cintas de vídeo, en la cisterna de retrete, bajo tierra, etc.”, explica el agente, R.P.

Pero no lo saben todo, porque según otro camello de la localidad, C.M. la cocaína se puede esconder “en el coletero (camuflada entre el pelo), en la punta de los zapatos, en los calcetines, en el cabezal o en los altavoces del coche o incluso detrás del espejo retrovisor”, explica a las 5.30 de la mañana mientras sube al coche.

A las 7 de la mañana, el tercer y último camello que pasa por allí, J.T., dice que el mundo de las drogas es un claro ejemplo del “Síndrome de Estocolmo” porque el consumidor siente afecto por su camello y pronto se convierte en uno de ellos. “Lo confieso, estaba harto de una vida monótona y busqué en las drogas una felicidad inexistente”, dice con arrepentimiento.

“Mis clientes ‘favoritos’ son los que gozan de recursos económicos, tales como regidores o alcaldes y que, en su gran mayoría, les agrada el mundo de la noche”, explica.

“En mi caso, yo no vendo la droga por la calle, como es habitual, sino que los clientes que quieren ponerse a tono, acuden a mi casa, sea la hora que sea. Me dan unos golpes en la ventana de mi habitación, me piden los gramos que desean y yo, mediante una pequeña báscula, la peso y se la vendo. Es una manera fiable para evitar problemas con la policía”, concluye con orgullo a las 8 de la mañana. Hora perfecta para irse a dormir después de una buena dosis de droga en el cuerpo. Mañana ya será otro día.

Fié los polvos blancos

Mi padre alcohólico y ludópata. Mi padrastro pederasta. Mi madre indiferente ante todo. Una vida tan desarraigada y con falta de cariño que me arrastró al mundo de las drogas
Nuria Palma Bononand
jueves, 20 de octubre de 2011, 08:34 h (CET)
Son las 12 de la noche y todavía se escucha la música (y no precisamente baja) de los coches. En la calle, unos fumando, otros bebiendo y el resto esnifando cocaína. Un pub cercano, nada común, se caracteriza por la gran cantidad de heavys y rockeros.


En el local B. de Gandia, de unos cien metros cuadrados, abundan los pósters donde están fotografiados los grupos de rock más famosos nacionales e internacionales. En uno de los lados hay una enorme barra con decenas de botellas alcohólicas y, al fondo, dos futbolines donde a los jugadores no les falta una cerveza en la mano. Los clientes forman grupos de tres o cuatro personas y llevan, la gran mayoría de ellos, jerséis con imágenes de Marea, Ska-p o Extremoduro, entre otros.

A las 12.15 un chico de 23 años destaca entre la multitud. Parece el amo del establecimiento y todos se acercan a él. Alto, moreno, ojos verdes y grandes y con los rasgos faciales muy marcados. Vaqueros y un suéter a rayas para disimular su extrema delgadez. Pero, sobre esa superficie de ropa, dentro de sus calzoncillos, se esconden pequeñas bolsas de cocaína. “Se puede ganar hasta 30 euros con tan solo vender medio gramo de droga, que equivale a 12 rayas aproximadamente”, explica, en estado de embriaguez, uno de los “camellos” de Gandia, L.P. Y, a pesar del peligro y el riesgo que supone este “trabajo”, L.P. dice que no quiere salir de este mundo porque gana el dinero que “necesita” para sobrevivir. Además, confiesa que con dicha venta, se consigue dinero fácilmente y puede dejar de envidiar a los demás. “El dinero no da la felicidad pero ayuda mucho”, aclara L.P

Pasadas las 12 y media, L.P. dice que no se arrepiente de lo que hace. Lleva 5 años en este mundo y comenta que si no “pasa” la droga él mismo, lo hará otro y, en definitiva, “el círculo de la droga nunca cesará”, puntualiza.

L.P. se considera un buen camello porque vende “buena” cocaína e intenta no emplear la violencia bajo ningún concepto. Es más, añade que las amenazas son suficientes para aquellos compradores “irresponsables” que no le pagan al instante. “No fío la droga a nadie y no voy a permitir que nadie se burle de mí”, grita con rabia.

Por otro lado, explica con chulería que, la gente que quiere comprarle “sus sustancias” ya sabe qué sitios suele frecuentar así que no es necesario ni disponer de móvil. Normalmente, con la jerga de los cocainómanos (“nos hacemos un toc, esclafit o neñà”), el camello sabe que el cliente quiere drogarse.

Pero no todo es de color de rosa. Vender y ganar sin más. Cuando empezó con esta “faena” a los 16 años, no se libró de numerosas palizas que le dieron sus “superiores” por “chivarlos” a la policía. “Estaba muy presionado y tuve que hacerlo”, recuerda. Aun así, sigue vendiendo droga.

Según L.P., “sólo es ilegal lo que el Estado no cobra” porque, bajo su punto de vista, si se legalizara la cocaína, el Estado se cobraría una tanto por ciento de intereses.

Poco a poco, bajo los efectos del alcohol, va cogiendo confianza y añade que sus problemas, desde muy pequeño, se multiplicaron a cada segundo que pasaba: el divorcio de sus padres o la prepotencia de su padrastro, por ejemplo.

Pero L.P., involucrado en sus ventas, no se da cuenta de cuánto sufre su familia. Sobre todo su hermana, M.P., de 18 años.

A la 1.00, M.P. explica, en primer lugar, que a pesar de que su hermano sea un camello, no permitiría nunca que ella se drogara. “Me protege mucho y siempre está pendiente de mí en todo momento”, dice con una sonrisa de oreja a oreja.

Sin la presencia de su hermano, M.P. asegura que él es consciente de que lo que hace trae consecuencias negativas y puede perjudicarle tanto a él como a la gente que le quiere pero “no atiende a razones”. Sin embargo, la hermana del traficante también admite que él necesita el dinero y convertirse en camello era una forma fácil de seguir adelante. Incluso hay veces que los clientes le piden la droga a la hermana y le molesta bastante: “Me da rabia no que me relacionen con mi hermano, sino con su estilo de vida”. “Nuestra familia ha sufrido mucho porque desde pequeña tuve que soportar cómo mi padre maltrataba a mi madre y la constante preocupación por mi hermano, ya que en cualquier momento lo podíamos ver entre rejas si no se cubría bien las espaldas”, continúa. “Para más inri, tengo que soportar las continuas insinuaciones de mi padrastro y por eso, intento no quedarme a solas en casa con él. Y es más, no puedo hacer nada al respecto porque mi madre no se lo creería”, añade M.P., con la voz temblorosa.

La madre y la hermana de L.P. pronto empezaron a sospechar que vendía droga porque “no era coherente que hombres de por lo menos 30 años fueran preguntando por un adolescente de 16”, explica.

A la 1.45 aparece la hermanastra más pequeña de L.P., SP, de 8 años que juega en la calle con otras niñas de su edad, quien afirma que muchas veces él entraba a su habitación y salía rápidamente con un par de bolsas supuestamente de “camisetas”.

M. P. concluye, con lágrimas en los ojos, que ojalá su hermano dejara todo ese mundo aunque “la preocupación es tan excesiva que, finalmente, se aprende a vivir con ese sentimiento”.

A las 2 de la madrugada, cerca del local se encuentra un policía del municipio, que vigila la zona, R.P, quien explica que se hizo agente para ser “más legal” y para no seguir el ejemplo de su padre. “Era cocainómano y estuvo enganchado desde muy temprana edad”, explica. “La primera vez que encontré una papelina de cocaína en su habitación tenía 13 años”, añade.

“Mi padre tenía el cerebro deshecho y, al igual que la mayoría de los cocainómanos, tenía ataques de agresividad, cambios de humor, trastornos bipolares y una fuerza superior que no coordinaba, lo que derivó hacia la violencia de género y agresiones físicas”, dice. Un ambiente familiar para nada deseable. “Cada vez que veo a alguien haciéndose cocaína me pongo enfermo y por eso, intento que la gente se aleje de esta basura que lo único que perjudica es su propia salud”, concluye.

Casi las 3, un Guardia Civil de Gandia, E.G., explica que en el momento en que pillan a alguien con cocaína, pueden ocurrir dos cosas: una, que multen al consumidor y otra, que lo detengan. “Está claro que si a una persona le encontramos un solo gramo de cocaína es para consumo propio pero cuando son muchas bolsas de medio gramo es, sin duda, con el fin de traficar”, finaliza.

Si es consumo propio, la denuncia administrativa según la Ley Orgánica 1/1992, de 21 de febrero sobre Protección de la Seguridad Ciudadana, artículo 25 asciende a 360 euros mientras que si se trata de un delito por tráfico de drogas, en base a la Ley 368 del Código Penal, se lleva a juicio. Si es culpable, la pena a cumplir barema entre los 3 y 9 años pero se suele reducir hasta 5. En el caso de que sea inocente, se le deja libre y no recae sobre él ningún tipo de sanción.

ALUCINACIONES

Según los informes de la policía local, la cocaína es “un riesgo seductor que amenaza a la sociedad”. Los efectos psicológicos y fisiológicos de la cocaína son varios: por una parte, la sustancia puede ser inhalada y se experimentan sensaciones “anormales” y “atípicas” durante 40 minutos aproximadamente. Por otro lado, si se inyecta o se fuma, el efecto es más rápido e intenso y dura menos tiempo. Esto puede provocar infecciones en las vías respiratorias o un edema pulmonar. En casos graves de abuso, se pueden experimentar mareos, vómitos, irritabilidad, alucinaciones o incluso perforación del tabique nasal (en el caso de inhalarla), infecciones cutáneas (si se inyecta) y hemorragias pulmonares (si la cocaína se fuma).

Pero los clientes de cocaína no creen que todos los efectos sean tan negativos. L.A. y Z.G. son jóvenes de 18 y 21 años, respectivamente que compran la cocaína a sus camellos de más confianza los fines de semana. Mientras se apoyan en los laterales de un Golf sobre las 4 de la mañana, explican que con un gramo o gramo y medio de cocaína tienen suficiente para “montarse” un buen festival.

Según informes médicos, los síntomas más comunes son la excitabilidad, escalofríos, respiración irregular, alucinaciones y delirios de persecución. Sin embargo, las adolescentes no creen que se produzcan todos y cada uno de los efectos. Para L.A., cuando consume, “está en otro mundo” porque el corazón se acelera y le provoca euforia y nerviosismo. Físicamente, explica Z.G., las pupilas se dilatan y se siente un cosquilleo en el interior de la nariz. “Pero sin duda, altera el estado de ánimo de ese preciso momento”, añaden las jóvenes. Por tanto, explica uno de los consumidores “más sensatos”, J.M., “se experimenta un estado de ánimo irreal”. J.M., a las 5 de la mañana y la calle medio vacía, asegura que consumía, en un principio, para no sentirse discriminado de un determinado grupo social y, sin embargo, ahora ya está más que enganchado.

Además, “son curiosos los lugares donde pueden esconderse estos polvos blancos: en las cintas de vídeo, en la cisterna de retrete, bajo tierra, etc.”, explica el agente, R.P.

Pero no lo saben todo, porque según otro camello de la localidad, C.M. la cocaína se puede esconder “en el coletero (camuflada entre el pelo), en la punta de los zapatos, en los calcetines, en el cabezal o en los altavoces del coche o incluso detrás del espejo retrovisor”, explica a las 5.30 de la mañana mientras sube al coche.

A las 7 de la mañana, el tercer y último camello que pasa por allí, J.T., dice que el mundo de las drogas es un claro ejemplo del “Síndrome de Estocolmo” porque el consumidor siente afecto por su camello y pronto se convierte en uno de ellos. “Lo confieso, estaba harto de una vida monótona y busqué en las drogas una felicidad inexistente”, dice con arrepentimiento.

“Mis clientes ‘favoritos’ son los que gozan de recursos económicos, tales como regidores o alcaldes y que, en su gran mayoría, les agrada el mundo de la noche”, explica.

“En mi caso, yo no vendo la droga por la calle, como es habitual, sino que los clientes que quieren ponerse a tono, acuden a mi casa, sea la hora que sea. Me dan unos golpes en la ventana de mi habitación, me piden los gramos que desean y yo, mediante una pequeña báscula, la peso y se la vendo. Es una manera fiable para evitar problemas con la policía”, concluye con orgullo a las 8 de la mañana. Hora perfecta para irse a dormir después de una buena dosis de droga en el cuerpo. Mañana ya será otro día.

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