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Gabriel Ruiz-Ortega, escritor

Fierro

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Ediciones Almuzara patrocina esta sección


Aún bajas del taxi. En tu mano derecha, la ahora tibia botella de plástico. Siempre te El saborcito espeso bajo la lengua. No, no te molestes. Las carreras son con sencillo. La próxima, me escuchas bien. Y ahora. Míralo al taxista, esa cara maneja billete corto. Ni creas que la carrera será gratis. Te aguantas, hombre. Te aguantas. Felizmente no llevas apuro.

El chofer estaciona su tico, pegadito a la acera.

Apaga el motor y cierra con llave. Lo esperas.

En la cuadra: dos tiendas, al ojo paradas. ¿Le cambiarán el billete?

Pero la paranoia te agarra y te ubicas bajo el toldo de una de las tiendas. No solo te jode el calor, te acabas de dar cuenta de que te olvidaste el bloqueador. Tu piel, tu piel delicada, a la más mínima exposición de calor te supuran esos puntitos negros en los cachetes. Por eso, cada dos horas, una pasadita de crema en el cacharro. ¿Por qué demora tanto ese huevón? Miras la hora en la pantalla del cel, aún falta tiempo. Llegarás sin problemas donde Fierro.

Te preguntas cómo estará, si tendrá el mismo aspecto, hace cuánto que no lo ves, ¿diez?, ¿quince?, ¿veinte años? Hermano mayor es hermano mayor, y tu hermano mayor es Fierro. Te lo imaginas, mientras recibes de las sudorosas manos el vuelto de la carrera.
Aprovechas y compras agua mineral, sin gas y helada.

Preguntas por la calle San Jerónimo. Tu calle que no pisas en nueve años. Pero San Silvestre ya no es lo misma urbanización. Ahora hay pistas asfaltadas, no te gusta recordar la pesadez de la tierra adherida a la piel sudada.

Te reconoces, sí, en las esquinas. Imposible no ser parte de sus aromas y colores, la fritura de los panes con huevo de la señora del mercado. Pese a los cambios de San Silvestre, tú no has cambiado mucho que digamos, sigues viviendo en un barrio popular que no te gusta, pero que te enseñó a pelear. Ahora, ¿si te hubieras quedado serías como Fierro?
Por más neurona que le pongas, sí. Serías como él.

Toda la semana pasada te preguntaron si Fierro era tu hermano y no sabías qué responder.

Familia es familia. Huevón.

Te detienes en la misma esquina de la calle San Jerónimo.

Definitivamente, Paola.

Ajá, claro, siempre la piensas. Era más grande que tú y, encima, creías que te hacía ojitos cada vez que llegaba a tu casa, porque Pao, a secas, era la enamoradita de Fierro. Te gustaba.

Sí, me gustaba.

No has hecho otra cosa en la vida que buscar ese punto medio de su gemido, que hasta hoy imaginas escuchar en cada mujer con la que te acuestas. Fierro hacía con ella lo que le daba en gana. Ajá, en el cuartito del fondo de la casa, en el que tu padre dejaba las herramientas del taller.

Con cuántas mujeres no has querido hacer lo que sí tu hermano con la Pao. Felizmente Fierro jamás supo que escribiste de él y su mujer en tu segunda novela. De saberlo, créeme que no estarías caminando en estos momentos por el barrio, esas cosas no se hacen, o a lo mejor sí lo sabe y se está haciendo el huevón, porque necesita tu ayuda, tu ayuda, porque jamás pensaste que te llamaría.

Llevabas casi un lustro sin saber de él, tus viejos, la mamita y tú viendo de lejos y con vergüenza en lo que se había convertido la esperanza de la familia. La mamita casi se nos muere de susto. Cuando por primera vez vio la cara de su nieto en aquel programa dominical. Inconfundible rostro del nieto mayor, bajo su apelativo de Fierro. ¿Por qué Fierro?, fue lo que la mamita le preguntó a tu mamá.

Atrofias tu alma con lo del asalto y balacera en el Tumbao. Felizmente no hubo muertos. ¿Sirve eso de consuelo? Fierro lisió a ocho puntas. Y su rostro, captado por las cámaras de seguridad, imágenes también transmitidas ese domingo a nivel nacional, cambió para siempre la realidad de tu familia.

San Jerónimo ha cambiado mucho, ninguna casa es parecida a la que dejaste cuando tu familia y tú se mudaron. El progreso, le dicen. Sin embargo, los espacios se resisten a desaparecer, puede llegar la modernidad, pero la esencia queda, el aura negra impregna cada tramo de asfalto. Es la misma calle. La misma mierda. ¿Por qué, con el dinero que tenía, Fierro no se fue de aquí? Te lo sigues preguntando y piensas que lo mejor es volver, decir que hiciste todo lo que pudiste.

Sí, la noticia casi mata a tu abuela. Otra noticia, huevas. Lo del Tumbao no es nada. Y eso te jode. Ahora no sabes si lo odias o lo quieres. Es tu hermano, sí; pero es también un rechucha. Esta vez las cámaras de seguridad mostraron lo que la otra vez no. Acéptalo. ¿A quién se le ocurre disparar de esa forma contra gente inocente? La huevada era con la tombería. Si no estabas en casa cuando la mamita lo vio, ¿quién la llevaba a la posta? Se nos iba, huevas, se nos iba.

Pero la mamita es la mamita, sobrevivió al pre paro cardiaco. Es que la mamita es fuerte. Y sufre, pregunta por su nieto mayor.

Al menos guardado podré verlo los domingos, si es que quiere, te dijo.

Es su nieto preferido, y ya no te jode eso, hasta lo has aceptado, te desvives por ella, que también te quiere mucho, pero a tu hermano mayor mucho más. Pero esa vez, carajo, esa vez, casi se nos va la mamita.

Hermano es hermano. No tuviste opción. Tienes que ayudarlo.

Reconociste su voz.

Almorzabas con la mamita. Y le dijiste que ya, que lo ayudarías. No, no, no te preocupes por la plata, yo te doy.

Te sorprende haber dicho eso, como si el dinero te sobrara.

Pero lo haces por la mamita. Es tu hermano, hijo. Cuándo no, las viejitas.

Prendes un Pall Mall rojo, te guareces en la sombra de una pared, de los Rodríguez, y miras sin mirar la que fue tu casa, su inamovible pared de color rojo, el intenso barniz negro de la puerta.

Vibración. El identificador de llamadas espeta “Llamante desconocido”. No pienses más, huevón. Fierro está cerca.

Estaré cerca de la jato.

O sea, huevas, no en la casa.

Cuídate del sol.

Además, ya es hora del bloqueador. Hay que tener tu piel, su delicadeza femenina para untarse en la cara bloqueador 60 cada tres horas.

Otra vez.

El insistente “Llamante desconocido”. Pequeño, ¿te acuerdas del parque Matamula? Allí te espero. Yo te paso la voz.

Te diriges al parque, el cosquilleo en las articulaciones de la rodilla. Estás nervioso y las nacientes gotas de sudor, no, nada que ver con el calor. Siempre hay una forma de retroceder. No, no eres un mal hermano. Estás haciendo lo que debes. Volteas la esquina, pasas la bodega de doña Rosa, y la imponencia seca y verde del Matamula, lo prefieres ahora, así como lo ves, cualquier afeite es mejor que ese arenal en el que jugabas de niño.

Fierro.

Sentado en la banca, mirando hacia la glorieta. Ajá, ahora hay una glorieta en el sector Z, hasta una laguna artificial.

Deberías decirle algo.

Advertirle aunque sea.

Y no, flaco, no eres un soplón. Lo haces por él y la mamita. Fierro estará bien. Mierda, te lo repites, a la fuerza lo tienes que creer. Haces algo bueno y punto.

Te detienes. No avanzarás más. A partir de ahora, serán los otros los que actuarán.


Gabriel Ruiz Ortega nació en Lima, en 1977. Es autor de la novela "La cacería" (2005) y hacedor "Disidentes" (2007) y "Disidentes 1.

Antología de nuevas narradoras peruanas" (2011). Administra el blog La fortaleza de la soledad y colabora en la sección de Literatura del Diario del SIGLO XXI.



Fierro

Gabriel Ruiz-Ortega, escritor
Magazine Siglo XXI
viernes, 26 de agosto de 2011, 10:37 h (CET)

Ediciones Almuzara patrocina esta sección


Aún bajas del taxi. En tu mano derecha, la ahora tibia botella de plástico. Siempre te El saborcito espeso bajo la lengua. No, no te molestes. Las carreras son con sencillo. La próxima, me escuchas bien. Y ahora. Míralo al taxista, esa cara maneja billete corto. Ni creas que la carrera será gratis. Te aguantas, hombre. Te aguantas. Felizmente no llevas apuro.

El chofer estaciona su tico, pegadito a la acera.

Apaga el motor y cierra con llave. Lo esperas.

En la cuadra: dos tiendas, al ojo paradas. ¿Le cambiarán el billete?

Pero la paranoia te agarra y te ubicas bajo el toldo de una de las tiendas. No solo te jode el calor, te acabas de dar cuenta de que te olvidaste el bloqueador. Tu piel, tu piel delicada, a la más mínima exposición de calor te supuran esos puntitos negros en los cachetes. Por eso, cada dos horas, una pasadita de crema en el cacharro. ¿Por qué demora tanto ese huevón? Miras la hora en la pantalla del cel, aún falta tiempo. Llegarás sin problemas donde Fierro.

Te preguntas cómo estará, si tendrá el mismo aspecto, hace cuánto que no lo ves, ¿diez?, ¿quince?, ¿veinte años? Hermano mayor es hermano mayor, y tu hermano mayor es Fierro. Te lo imaginas, mientras recibes de las sudorosas manos el vuelto de la carrera.
Aprovechas y compras agua mineral, sin gas y helada.

Preguntas por la calle San Jerónimo. Tu calle que no pisas en nueve años. Pero San Silvestre ya no es lo misma urbanización. Ahora hay pistas asfaltadas, no te gusta recordar la pesadez de la tierra adherida a la piel sudada.

Te reconoces, sí, en las esquinas. Imposible no ser parte de sus aromas y colores, la fritura de los panes con huevo de la señora del mercado. Pese a los cambios de San Silvestre, tú no has cambiado mucho que digamos, sigues viviendo en un barrio popular que no te gusta, pero que te enseñó a pelear. Ahora, ¿si te hubieras quedado serías como Fierro?
Por más neurona que le pongas, sí. Serías como él.

Toda la semana pasada te preguntaron si Fierro era tu hermano y no sabías qué responder.

Familia es familia. Huevón.

Te detienes en la misma esquina de la calle San Jerónimo.

Definitivamente, Paola.

Ajá, claro, siempre la piensas. Era más grande que tú y, encima, creías que te hacía ojitos cada vez que llegaba a tu casa, porque Pao, a secas, era la enamoradita de Fierro. Te gustaba.

Sí, me gustaba.

No has hecho otra cosa en la vida que buscar ese punto medio de su gemido, que hasta hoy imaginas escuchar en cada mujer con la que te acuestas. Fierro hacía con ella lo que le daba en gana. Ajá, en el cuartito del fondo de la casa, en el que tu padre dejaba las herramientas del taller.

Con cuántas mujeres no has querido hacer lo que sí tu hermano con la Pao. Felizmente Fierro jamás supo que escribiste de él y su mujer en tu segunda novela. De saberlo, créeme que no estarías caminando en estos momentos por el barrio, esas cosas no se hacen, o a lo mejor sí lo sabe y se está haciendo el huevón, porque necesita tu ayuda, tu ayuda, porque jamás pensaste que te llamaría.

Llevabas casi un lustro sin saber de él, tus viejos, la mamita y tú viendo de lejos y con vergüenza en lo que se había convertido la esperanza de la familia. La mamita casi se nos muere de susto. Cuando por primera vez vio la cara de su nieto en aquel programa dominical. Inconfundible rostro del nieto mayor, bajo su apelativo de Fierro. ¿Por qué Fierro?, fue lo que la mamita le preguntó a tu mamá.

Atrofias tu alma con lo del asalto y balacera en el Tumbao. Felizmente no hubo muertos. ¿Sirve eso de consuelo? Fierro lisió a ocho puntas. Y su rostro, captado por las cámaras de seguridad, imágenes también transmitidas ese domingo a nivel nacional, cambió para siempre la realidad de tu familia.

San Jerónimo ha cambiado mucho, ninguna casa es parecida a la que dejaste cuando tu familia y tú se mudaron. El progreso, le dicen. Sin embargo, los espacios se resisten a desaparecer, puede llegar la modernidad, pero la esencia queda, el aura negra impregna cada tramo de asfalto. Es la misma calle. La misma mierda. ¿Por qué, con el dinero que tenía, Fierro no se fue de aquí? Te lo sigues preguntando y piensas que lo mejor es volver, decir que hiciste todo lo que pudiste.

Sí, la noticia casi mata a tu abuela. Otra noticia, huevas. Lo del Tumbao no es nada. Y eso te jode. Ahora no sabes si lo odias o lo quieres. Es tu hermano, sí; pero es también un rechucha. Esta vez las cámaras de seguridad mostraron lo que la otra vez no. Acéptalo. ¿A quién se le ocurre disparar de esa forma contra gente inocente? La huevada era con la tombería. Si no estabas en casa cuando la mamita lo vio, ¿quién la llevaba a la posta? Se nos iba, huevas, se nos iba.

Pero la mamita es la mamita, sobrevivió al pre paro cardiaco. Es que la mamita es fuerte. Y sufre, pregunta por su nieto mayor.

Al menos guardado podré verlo los domingos, si es que quiere, te dijo.

Es su nieto preferido, y ya no te jode eso, hasta lo has aceptado, te desvives por ella, que también te quiere mucho, pero a tu hermano mayor mucho más. Pero esa vez, carajo, esa vez, casi se nos va la mamita.

Hermano es hermano. No tuviste opción. Tienes que ayudarlo.

Reconociste su voz.

Almorzabas con la mamita. Y le dijiste que ya, que lo ayudarías. No, no, no te preocupes por la plata, yo te doy.

Te sorprende haber dicho eso, como si el dinero te sobrara.

Pero lo haces por la mamita. Es tu hermano, hijo. Cuándo no, las viejitas.

Prendes un Pall Mall rojo, te guareces en la sombra de una pared, de los Rodríguez, y miras sin mirar la que fue tu casa, su inamovible pared de color rojo, el intenso barniz negro de la puerta.

Vibración. El identificador de llamadas espeta “Llamante desconocido”. No pienses más, huevón. Fierro está cerca.

Estaré cerca de la jato.

O sea, huevas, no en la casa.

Cuídate del sol.

Además, ya es hora del bloqueador. Hay que tener tu piel, su delicadeza femenina para untarse en la cara bloqueador 60 cada tres horas.

Otra vez.

El insistente “Llamante desconocido”. Pequeño, ¿te acuerdas del parque Matamula? Allí te espero. Yo te paso la voz.

Te diriges al parque, el cosquilleo en las articulaciones de la rodilla. Estás nervioso y las nacientes gotas de sudor, no, nada que ver con el calor. Siempre hay una forma de retroceder. No, no eres un mal hermano. Estás haciendo lo que debes. Volteas la esquina, pasas la bodega de doña Rosa, y la imponencia seca y verde del Matamula, lo prefieres ahora, así como lo ves, cualquier afeite es mejor que ese arenal en el que jugabas de niño.

Fierro.

Sentado en la banca, mirando hacia la glorieta. Ajá, ahora hay una glorieta en el sector Z, hasta una laguna artificial.

Deberías decirle algo.

Advertirle aunque sea.

Y no, flaco, no eres un soplón. Lo haces por él y la mamita. Fierro estará bien. Mierda, te lo repites, a la fuerza lo tienes que creer. Haces algo bueno y punto.

Te detienes. No avanzarás más. A partir de ahora, serán los otros los que actuarán.


Gabriel Ruiz Ortega nació en Lima, en 1977. Es autor de la novela "La cacería" (2005) y hacedor "Disidentes" (2007) y "Disidentes 1.

Antología de nuevas narradoras peruanas" (2011). Administra el blog La fortaleza de la soledad y colabora en la sección de Literatura del Diario del SIGLO XXI.



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