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Etiquetas | Las fatigas del saber
Sonia Herrera

Aquellos libros infantiles…

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Antes de adentrarme en el tema, debo confesar que es probable que fuera una niña “atípica”. Para mí, la temida vuelta al cole siempre fue un motivo de entusiasmo y me sentía desbordada por el estímulo del desafío del nuevo curso, la felicidad por el reencuentro con mis compañeros y el olor a forro y libros nuevos.

La semana pasada Begoña Oro y Daniel Nesquens recibieron los Premios SM de Literatura Juvenil e Infantil Gran Angular y Barco de Vapor 2011, respectivamente, por las obras "Pomelo y limón" y "Vecino de abajo". Hace poco más de tres meses “Fray Perico y su borrico”´, todo un clásico de la literatura infantil, cumplió 30 años.

El 6 de febrero, yo cumplí 27 y sigo recordando aquel olor a “nuevos saberes” que me embriagaba cada septiembre cuando mi madre y yo nos adentrábamos en una conocida cooperativa barcelonesa donde se vende todo tipo de material lúdico y cultural, con estanterías aún llenas de juguetes de madera, puzzles, libros de todo tipo, carpetas, colores, pinturas, corchos, papel pinocho, celofán, lienzos, material multimedia y un largo etcétera de elementos que todavía hoy despiertan en mí unas ganas inmensas de escribir, de leer, de crear… en definitiva, unas ganas tremendas de seguir soñando e imaginando.

Y en aquella época paseé por “El zoo de verano” con Isabel Córdova Rosas; viví el fin del mundo conocido a través del “Mecanoscrit del segon origen” (“Mecanoescrito del segundo origen”) que dejó escrito Manuel de Pedrolo y que yo rescaté de una estantería en casa de mi prima Mari; navegué con Jujú en su barco-desván gracias a “El polizón del Ulises” de Ana María Matute; luché junto a Momo y Michael Ende contra los hombres grises y su dictadura del tiempo; me acerqué por primera vez a la Guerra Civil y a la postguerra con José Antonio del Cañizo al grito de “¡Canalla, traidor, morirás!”; viajé a África con “Mi hermana la pantera” y Djibi Thiam, pero sin equipaje ni pesadas maletas; y subí al monte del Olimpo de la mano de Josep Vallverdú y “El fill de la pluja d’or”.

Me acuerdo perfectamente de mi primer comentario de texto sobre “El valle de los Cocuyos”; de la diversión y la intriga con “Todos los detectives se llaman Flanagan”; de la fantasía con los pies en el suelo de Angela Sommer-Bonderburg y las aventuras de su pequeño vampiro; de las lágrimas ahogadas con “El príncipe de la niebla” de Carlos Ruíz Zafón (que para mí será “El príncep de la boira” por los siglos de los siglos) o “La memòria del éssers perduts” (“La memoria de los seres perdidos”) de Jordi Sierra i Fabra.

Albert Einstein dijo que la imaginación es más importante que el conocimiento, y precisamente la puesta en marcha de esa propuesta, de esa potenciación del pensamiento, es la que tambalea nuestras estructuras, tradicionalmente empíricas y positivistas, y plantea un reto realmente meritorio.

A pesar de las nuevas teorías pedagógicas y educativas, el conductismo sigue ocupando la mayor parte de nuestros sistemas educativos, divulgando el conocimiento y dejando al margen el factor humano. Se presenta la educación como una obligación, una carga, una carrera de obstáculos que debemos ir sorteando. Pocos son los niños y adolescentes (y adultos, ¿por qué no incluirnos?) que se levantan por la mañana emocionados, como Mafalda, porque les fascina la idea de aprender. El concepto de “aprender jugando” queda relegado a la educación no formal y la lectura se convierte en una medicina que hay que tomar a regañadientes.

Y citando a José Manuel Pérez Tornero, hoy quiero reclamar una y otra vez que la literatura infantil y juvenil no pierda todas sus funciones: “informar, formar, conformar, transformar, trasladar, difundir, divulgar, aprender, enseñar a aprender, aprender a enseñar, aprender a aprender”.

Porque todos esos valores se concentraban de alguna manera en aquellas páginas que crecieron conmigo. Aún puedo verme en la biblioteca del colegio leyendo “La señora Frisby y las ratas de Nimh” de Robert C. O'Brien (libro que conseguí recuperar gracias a Internet hace algunos meses) o “Los hijos del vidriero” y “Los escarabajos vuelan al atardecer” de María Gripe. Aún puedo revivir aquellas historias, todavía me siento dentro del relato. Y es que aquella niña que decidió ser un ratón de biblioteca, sigue conservando el espíritu de exploradora (tanto en el papel como en la vida real) que ningún adulto debería perder por el camino.

Aquellos libros infantiles…

Sonia Herrera
Sonia Herrera
martes, 29 de marzo de 2011, 07:16 h (CET)
Antes de adentrarme en el tema, debo confesar que es probable que fuera una niña “atípica”. Para mí, la temida vuelta al cole siempre fue un motivo de entusiasmo y me sentía desbordada por el estímulo del desafío del nuevo curso, la felicidad por el reencuentro con mis compañeros y el olor a forro y libros nuevos.

La semana pasada Begoña Oro y Daniel Nesquens recibieron los Premios SM de Literatura Juvenil e Infantil Gran Angular y Barco de Vapor 2011, respectivamente, por las obras "Pomelo y limón" y "Vecino de abajo". Hace poco más de tres meses “Fray Perico y su borrico”´, todo un clásico de la literatura infantil, cumplió 30 años.

El 6 de febrero, yo cumplí 27 y sigo recordando aquel olor a “nuevos saberes” que me embriagaba cada septiembre cuando mi madre y yo nos adentrábamos en una conocida cooperativa barcelonesa donde se vende todo tipo de material lúdico y cultural, con estanterías aún llenas de juguetes de madera, puzzles, libros de todo tipo, carpetas, colores, pinturas, corchos, papel pinocho, celofán, lienzos, material multimedia y un largo etcétera de elementos que todavía hoy despiertan en mí unas ganas inmensas de escribir, de leer, de crear… en definitiva, unas ganas tremendas de seguir soñando e imaginando.

Y en aquella época paseé por “El zoo de verano” con Isabel Córdova Rosas; viví el fin del mundo conocido a través del “Mecanoscrit del segon origen” (“Mecanoescrito del segundo origen”) que dejó escrito Manuel de Pedrolo y que yo rescaté de una estantería en casa de mi prima Mari; navegué con Jujú en su barco-desván gracias a “El polizón del Ulises” de Ana María Matute; luché junto a Momo y Michael Ende contra los hombres grises y su dictadura del tiempo; me acerqué por primera vez a la Guerra Civil y a la postguerra con José Antonio del Cañizo al grito de “¡Canalla, traidor, morirás!”; viajé a África con “Mi hermana la pantera” y Djibi Thiam, pero sin equipaje ni pesadas maletas; y subí al monte del Olimpo de la mano de Josep Vallverdú y “El fill de la pluja d’or”.

Me acuerdo perfectamente de mi primer comentario de texto sobre “El valle de los Cocuyos”; de la diversión y la intriga con “Todos los detectives se llaman Flanagan”; de la fantasía con los pies en el suelo de Angela Sommer-Bonderburg y las aventuras de su pequeño vampiro; de las lágrimas ahogadas con “El príncipe de la niebla” de Carlos Ruíz Zafón (que para mí será “El príncep de la boira” por los siglos de los siglos) o “La memòria del éssers perduts” (“La memoria de los seres perdidos”) de Jordi Sierra i Fabra.

Albert Einstein dijo que la imaginación es más importante que el conocimiento, y precisamente la puesta en marcha de esa propuesta, de esa potenciación del pensamiento, es la que tambalea nuestras estructuras, tradicionalmente empíricas y positivistas, y plantea un reto realmente meritorio.

A pesar de las nuevas teorías pedagógicas y educativas, el conductismo sigue ocupando la mayor parte de nuestros sistemas educativos, divulgando el conocimiento y dejando al margen el factor humano. Se presenta la educación como una obligación, una carga, una carrera de obstáculos que debemos ir sorteando. Pocos son los niños y adolescentes (y adultos, ¿por qué no incluirnos?) que se levantan por la mañana emocionados, como Mafalda, porque les fascina la idea de aprender. El concepto de “aprender jugando” queda relegado a la educación no formal y la lectura se convierte en una medicina que hay que tomar a regañadientes.

Y citando a José Manuel Pérez Tornero, hoy quiero reclamar una y otra vez que la literatura infantil y juvenil no pierda todas sus funciones: “informar, formar, conformar, transformar, trasladar, difundir, divulgar, aprender, enseñar a aprender, aprender a enseñar, aprender a aprender”.

Porque todos esos valores se concentraban de alguna manera en aquellas páginas que crecieron conmigo. Aún puedo verme en la biblioteca del colegio leyendo “La señora Frisby y las ratas de Nimh” de Robert C. O'Brien (libro que conseguí recuperar gracias a Internet hace algunos meses) o “Los hijos del vidriero” y “Los escarabajos vuelan al atardecer” de María Gripe. Aún puedo revivir aquellas historias, todavía me siento dentro del relato. Y es que aquella niña que decidió ser un ratón de biblioteca, sigue conservando el espíritu de exploradora (tanto en el papel como en la vida real) que ningún adulto debería perder por el camino.

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