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Etiquetas | Las fatigas del saber
Sonia Herrera

Si me dan a elegir, yo me pido ser vampira

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Los monstruos femeninos han sido representados hasta la saciedad en la literatura, en la televisión y en el cine. Probablemente, brujas y vampiras sean las más populares y hoy quiero adentrarme en el origen de estas últimas.

“Crepúsculo”, “True Blood”, “Moonlight”, “Vampire Diaries”… No hay duda de que las historias de vampiros siguen estando de moda en nuestras pantallas, pero ¿cuál es el rol de las mujeres en esos relatos cuando no representan a la damisela frágil y necesitada de protección masculina? ¿Qué simbolizan las vampiras en nuestro imaginario colectivo? ¿Qué mensaje se esconde tras su figura?

Los monstruos femeninos son construcciones culturales misóginas creadas para fomentar una identidad muy concreta de mujeres (esposas y madres relegadas al hogar y, por ende, al especio privado) y rechazar otras. La vampira no es una excepción.

La vampira es la medida de respuesta del patriarcado ante el origen del sufragismo y las reivindicaciones de mujeres como Olympe de Gauges o Mary Wollstonecraft sobre el papel público de la mujer a partir de las revoluciones liberales y, ya en la primera mitad del siglo XIX, ante el nacimiento del movimiento feminista como tal. Olympe de Gauges, por ejemplo, hizo frente a los grandes filósofos ilustrados de forma tajante: “Nadie podrá ser molestado por sus opiniones o principios. Una mujer tiene derecho a subir al cadalso. (…) Los hombres mantienen que realmente no valemos más que para llevar a cabo el matrimonio y que las mujeres que desean cultivar su inteligencia, y se dedican a una literatura pretenciosa, son seres insoportables para la sociedad por no responder al concepto para el que la mujer es de utilidad, por lo que es una carga pesada. (…) La libre expresión de los pensamiento y de las opiniones es uno de los derechos más preciados de la mujer”.

La famosa novela Drácula de Bram Stoker, representa a las vampiras como mujeres subordinadas al mítico conde de Transilvania, que se convierten en sus amantes o en sus hijas fortificando el carácter patriarcal y dominante del vampiro principal. A propósito de la servidumbre de las mujeres y analizando a Hobbes, Carole Pateman afirmó: “Todos los siervos están sujetos al derecho político del amo. El amo es, entonces, amo también de los hijos de la mujer-sierva pues es amo de todo lo que sus sirvientes poseen. El poder de un amo sobre todos los miembros de la «familia» es un poder absoluto”.

Pero el origen de la vampira lo encontramos mucho más allá de Stoker, en la Grecia clásica, en las empusas, lamias o éstriges. Monstruos o espectros que podían cambiar de forma a su antojo y que hechizaban y embaucaban a hombres para luego devorarlos. Según Ángeles Mateo, “una vez que el componente vampírico adopta la identidad femenina, en ella se encarnarán los miedos y temores de una cultura que percibe a la mujer como un ser empeñado en dominar, succionar y devorar al hombre”.

Estas figuras primigenias, al igual que la de la vampira, simbolizaban la sexualidad, la belleza y el poder sobre los varones, así como la autonomía y la agresividad (estos últimos, valores asociados comúnmente a la identidad masculina) oponiéndose al tradicional papel de la mujer de madre y esposa, así como a los valores eclesiásticos. El mito de la vampira surge en el siglo XVIII y adquiere su mayor potencial en el siglo XIX, recuperándolo para denigrar a las mujeres. A partir del siglo XIX y en concreto a partir del relato de la vampira Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu, el mito clásico de la vampira adquiere una nueva dimensión: el lesbianismo.

La vampira como reelaboración del mito del monstruo femenino puede ser equiparada a la bruja como efecto de acción-reacción ante la Querella de las mujeres en la Edad Media. La vampira es pues la respuesta a una nueva transgresión del sistema patriarcal por parte de las mujeres al reclamar su participación en el espacio público y sus derechos civiles y políticos.

El racionalismo, uno de los valores fundamentales de la Ilustración, dejó a las mujeres en la oscuridad del Siglo de las Luces. Ese sueño de construir una sociedad basada en la racionalidad “produjo monstruos” que alejaron a las mujeres del conocimiento, del poder político, de la ciudadanía y de la individualidad.

La vampira simboliza la perversidad, el arquetipo de femme fatale como mujer peligrosa y diabólica que ejemplifica el mal y el pecado, o lo que viene siendo lo mismo, la mujer que se permite el “lujo” de transgredir las normas sociales establecidas.

Otra característica de la vampira reside en su vinculación con el mundo onírico, con la noche, con una atmósfera gótica y siniestra. La noche ha sido un territorio históricamente vetado para las mujeres. Todavía hoy en día, las precauciones que una mujer toma cuando camina sola por la calle de noche son muy distintas a las de los varones. Por lo tanto, las vampiresas se adueñaban de un espacio que el patriarcado negaba a las mujeres “decentes” que se confinaban al ámbito privado.

Lo que se pretendía extender a través del mito de la vampira y de todos los monstruos femeninos creados en la Historia es el temor de las mujeres a traspasar los confines del hogar y de su círculo cercano. La lección que transmitía la vampira era que desafiar el status quo comportaba (del mismo modo que pasó en la Edad Media con las brujas) una persecución, una cacería, un castigo… A través del mito se hablaba de punición e ilegalidad, dejando claro que las reivindicaciones femeninas estaban al margen del orden moral y social que el patriarcado siempre se ha encargado de potenciar y mantener. La gran mayoría de esas historias continúan reforzando actualmente los estereotipos que mencionábamos antes, castigando la transgresión de la “norma de género”, cuestionando los derechos sexuales de las mujeres, escondiéndolas en casa en lugar de empoderarlas y devolverles el espacio usurpado.

Por desgracia, aunque ya no estamos en el siglo XVIII, la chica de la película sigue siendo la Rapunzel cándida y pasiva encerrada en la torre que espera ser rescatada. Menudo ejemplo para las adolescentes…

"Yo en cambio recuerdo que cuando era pequeña, mi libro preferido fue durante varios años “El pequeño vampiro y el gran amor” de Angela Sommer-Bodenburg y también me acuerdo perfectamente de una camiseta que alguien me regaló y que tenía escrito lo siguiente: “Las chicas buenas van al cielo y las malas a todas partes”. Yo lo tengo claro, tal como están las cosas, sin duda, me pido ser vampira".

Si me dan a elegir, yo me pido ser vampira

Sonia Herrera
Sonia Herrera
martes, 22 de febrero de 2011, 08:26 h (CET)
Los monstruos femeninos han sido representados hasta la saciedad en la literatura, en la televisión y en el cine. Probablemente, brujas y vampiras sean las más populares y hoy quiero adentrarme en el origen de estas últimas.

“Crepúsculo”, “True Blood”, “Moonlight”, “Vampire Diaries”… No hay duda de que las historias de vampiros siguen estando de moda en nuestras pantallas, pero ¿cuál es el rol de las mujeres en esos relatos cuando no representan a la damisela frágil y necesitada de protección masculina? ¿Qué simbolizan las vampiras en nuestro imaginario colectivo? ¿Qué mensaje se esconde tras su figura?

Los monstruos femeninos son construcciones culturales misóginas creadas para fomentar una identidad muy concreta de mujeres (esposas y madres relegadas al hogar y, por ende, al especio privado) y rechazar otras. La vampira no es una excepción.

La vampira es la medida de respuesta del patriarcado ante el origen del sufragismo y las reivindicaciones de mujeres como Olympe de Gauges o Mary Wollstonecraft sobre el papel público de la mujer a partir de las revoluciones liberales y, ya en la primera mitad del siglo XIX, ante el nacimiento del movimiento feminista como tal. Olympe de Gauges, por ejemplo, hizo frente a los grandes filósofos ilustrados de forma tajante: “Nadie podrá ser molestado por sus opiniones o principios. Una mujer tiene derecho a subir al cadalso. (…) Los hombres mantienen que realmente no valemos más que para llevar a cabo el matrimonio y que las mujeres que desean cultivar su inteligencia, y se dedican a una literatura pretenciosa, son seres insoportables para la sociedad por no responder al concepto para el que la mujer es de utilidad, por lo que es una carga pesada. (…) La libre expresión de los pensamiento y de las opiniones es uno de los derechos más preciados de la mujer”.

La famosa novela Drácula de Bram Stoker, representa a las vampiras como mujeres subordinadas al mítico conde de Transilvania, que se convierten en sus amantes o en sus hijas fortificando el carácter patriarcal y dominante del vampiro principal. A propósito de la servidumbre de las mujeres y analizando a Hobbes, Carole Pateman afirmó: “Todos los siervos están sujetos al derecho político del amo. El amo es, entonces, amo también de los hijos de la mujer-sierva pues es amo de todo lo que sus sirvientes poseen. El poder de un amo sobre todos los miembros de la «familia» es un poder absoluto”.

Pero el origen de la vampira lo encontramos mucho más allá de Stoker, en la Grecia clásica, en las empusas, lamias o éstriges. Monstruos o espectros que podían cambiar de forma a su antojo y que hechizaban y embaucaban a hombres para luego devorarlos. Según Ángeles Mateo, “una vez que el componente vampírico adopta la identidad femenina, en ella se encarnarán los miedos y temores de una cultura que percibe a la mujer como un ser empeñado en dominar, succionar y devorar al hombre”.

Estas figuras primigenias, al igual que la de la vampira, simbolizaban la sexualidad, la belleza y el poder sobre los varones, así como la autonomía y la agresividad (estos últimos, valores asociados comúnmente a la identidad masculina) oponiéndose al tradicional papel de la mujer de madre y esposa, así como a los valores eclesiásticos. El mito de la vampira surge en el siglo XVIII y adquiere su mayor potencial en el siglo XIX, recuperándolo para denigrar a las mujeres. A partir del siglo XIX y en concreto a partir del relato de la vampira Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu, el mito clásico de la vampira adquiere una nueva dimensión: el lesbianismo.

La vampira como reelaboración del mito del monstruo femenino puede ser equiparada a la bruja como efecto de acción-reacción ante la Querella de las mujeres en la Edad Media. La vampira es pues la respuesta a una nueva transgresión del sistema patriarcal por parte de las mujeres al reclamar su participación en el espacio público y sus derechos civiles y políticos.

El racionalismo, uno de los valores fundamentales de la Ilustración, dejó a las mujeres en la oscuridad del Siglo de las Luces. Ese sueño de construir una sociedad basada en la racionalidad “produjo monstruos” que alejaron a las mujeres del conocimiento, del poder político, de la ciudadanía y de la individualidad.

La vampira simboliza la perversidad, el arquetipo de femme fatale como mujer peligrosa y diabólica que ejemplifica el mal y el pecado, o lo que viene siendo lo mismo, la mujer que se permite el “lujo” de transgredir las normas sociales establecidas.

Otra característica de la vampira reside en su vinculación con el mundo onírico, con la noche, con una atmósfera gótica y siniestra. La noche ha sido un territorio históricamente vetado para las mujeres. Todavía hoy en día, las precauciones que una mujer toma cuando camina sola por la calle de noche son muy distintas a las de los varones. Por lo tanto, las vampiresas se adueñaban de un espacio que el patriarcado negaba a las mujeres “decentes” que se confinaban al ámbito privado.

Lo que se pretendía extender a través del mito de la vampira y de todos los monstruos femeninos creados en la Historia es el temor de las mujeres a traspasar los confines del hogar y de su círculo cercano. La lección que transmitía la vampira era que desafiar el status quo comportaba (del mismo modo que pasó en la Edad Media con las brujas) una persecución, una cacería, un castigo… A través del mito se hablaba de punición e ilegalidad, dejando claro que las reivindicaciones femeninas estaban al margen del orden moral y social que el patriarcado siempre se ha encargado de potenciar y mantener. La gran mayoría de esas historias continúan reforzando actualmente los estereotipos que mencionábamos antes, castigando la transgresión de la “norma de género”, cuestionando los derechos sexuales de las mujeres, escondiéndolas en casa en lugar de empoderarlas y devolverles el espacio usurpado.

Por desgracia, aunque ya no estamos en el siglo XVIII, la chica de la película sigue siendo la Rapunzel cándida y pasiva encerrada en la torre que espera ser rescatada. Menudo ejemplo para las adolescentes…

"Yo en cambio recuerdo que cuando era pequeña, mi libro preferido fue durante varios años “El pequeño vampiro y el gran amor” de Angela Sommer-Bodenburg y también me acuerdo perfectamente de una camiseta que alguien me regaló y que tenía escrito lo siguiente: “Las chicas buenas van al cielo y las malas a todas partes”. Yo lo tengo claro, tal como están las cosas, sin duda, me pido ser vampira".

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