Existe un continente de agua, donde moran los alisios y nace la corriente del Golfo, navegado por barcos sin bandera, que simplemente son reconocidos por su mascarón de proa. En cada uno reluce tallado un escritor; Borges, Asturias, Fuentes, Cortázar, García Márquez, Carpentier, Gelman, Pacheco, Bolaño... y Vargas Llosa (al que felicito por el Nobel), que a menudo conquistan con sus vientos nuestras costas personales. Hace tiempo que la lengua salió de boca española, para perder sus raíces europeas creciendo en el Nuevo Mundo a su manera, con distinto ritmo, sin los mismos complejos. Las olas del Atlántico siguen meciendo el verbo común, entendiendo la marea como un ciclo que descubre tesoros y naufragios en su espuma.
Latinoamérica es por méritos propios inspiración y consecuencia. Riqueza incalculable para cualquier lector, demostrativa de que la combinación léxica y gramatical, depende tanto de la herencia genética como del ambiente en el que se desarrolla. Si la comunicación tiene su propia sustancia; diferenciada de otros magisterios como la economía, medicina, abogacía o ingeniería, ha encontrado su doctorado en el exquisito uso, desparpajo interpretativo y lujosa oratoria que hacen sus escritores del idioma español. Este impulso al lenguaje, es una garantía de pervivencia en un mundo dominado por el práctico y técnico inglés. Habiendo perdido la batalla de la funcionalidad mundial (desgraciadamente), se ampara en la expresión pública y privada, artística y vulgar, siempre precisa o ambigua, manifiestamente excelsa.
El único viaje en el tiempo, posible a día de hoy, es a través del verbo, que permite mediante sus tiempos, trasladar el individuo al pasado o al futuro. En esta empresa, la lengua castellana es una de las más viajeras que existen. Por la cantidad de modos, voces, aspectos, personas y números, el abanico de destinos es cuanto menos enorme. La expansión de la proyección personal, que es la palabra, adquiere una cuarta dimensión cuando la maneja un mascarón latinoamericano. Hay puertos que no se muestran en ninguna carta de navegación, hay tiempos que no aparecen en ninguna tabla verbal. Cuando ambos, el puerto utópico y el tiempo indeterminado, se conjugan, lo imposible se convierte en improbable. Si los vientos son favorables, esta pequeña probabilidad coge fuerza, permitiendo que la literatura navegue por las islas mentales, pese a cualquier temporal o por encima de él. Entonces, la gravedad se disuelve en la bodega del barco, el perfume americano domina el escenario, sus velas hinchan los pulmones, su capricho se convierte en voluntad. Cada año las olas atlánticas desembarcan nuevas visiones, enjabonando viejas estructuras en ese terreno resbaladizo que es la novela, también rimando el océano de versos para la orquestación poética, rolando la acción de la palabra que mueve los personajes del teatro, o abordando el documental escrito que subyace al género ensayístico.
Se puede viajar alrededor del Charco. Se debe hacer como ejercicio de higiene y satisfacción, por el mero placer del traslado. El tiempo es sólo una convención humana, se fractura con facilidad cuando lo encara la quilla rematada por un buen mascarón. La conjura del verbo es como aire fresco en la nuca, un soplo que siempre elige el mejor rumbo, el escrito entre líneas.