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Herme Cerezo

‘El Asedio’ de Árturo Pérez-Reverte: selecto ambigú de bombas, asesinatos e inolvidables personajes

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Imagino, o supongo, que hay lectores que compran las novelas de Pérez-Reverte, y de algunos otros escritores, porque les gusta su literatura. Y supongo, o imagino, también que hay otros lectores, probablemente los menos, que lo hacen para ver si falla. Este último grupo, intuyo, formado por personas resabiadas o envidiosas, se va a llevar un disgusto de algo más que medianas dimensiones porque ‘El asedio’, la última obra del escritor cartagenero, sin ser la mejor de todas las suyas, no defrauda. O sea que, una vez más, Pérez-Reverte no falla.

Y no sólo no falla, sino que ha construido una novela interesante. El punto de partida no puede ser más atractivo: en la ciudad de Cádiz de 1811, sitiada y bombardeada – este detalle es mucho más importante de lo que a simple vista pueda parecer – por el ejército gabacho, en plena Guerra de la Independencia, se vienen cometiendo una serie de asesinatos impunes de muchachas, que aparecen amordazadas, descarnadas y, por supuesto, muertas, en edificios ruinosos o en solares descampados.

Las más de setecientas páginas del libro dan para mucho y el escritor las dosifica cuidadosamente, urdiendo un entramado de escenarios varios que, en orden aleatorio, se alternan y suceden un capítulo tras otro. Por descontado, en cada uno de ellos aparecen y desaparecen, entran y salen, unos personajes, principales y secundarios, que constituyen uno de los valores principales de la obra. El comisario Rogelio Tizón, que camina en el estrecho linde que separa los métodos de investigación de la "antigua" escuela policial y de la "nueva", engrosará sin duda la ya larga panoplia de inolvidables tipos creados por Pérez-Reverte (Lucas Corso, Jaime Astarloa, Teresa Mendoza, el padre Quart, Alatriste, etcétera), bien respaldado por Lolita Palma, Pepe Lobo o el artillero Desfosseux. Sin embargo, donde Pérez-Reverte echa el resto y otorga una decisiva enjundia al elenco de personajes es en los secundarios: Barrull, Felipe Mojarra, Bertoldi y, especialmente, Fumagal, envuelven y dan espléndida réplica al quehacer de los primeros espadas. Precisamente el último citado, Fumagal, se merecería una segunda oportunidad, otro papel, secundario o principal, en una futura novela de Pérez-Reverte. Fumagal es un sujeto tocado con un puntito de misterio, un olvidado del progreso, un tipo anónimo preocupado por su país y por la ciencia, que se presta sin duda a ser nuevamente novelado. A todos estos elementos citados, secundarios y principales, les une un nexo común: la originalidad de sus nombres y apellidos. Precisamente estos pequeños detalles contribuyen de manera notable a que un personaje cobre relieve, se torne creíble y sea capaz incluso de abandonar con entidad propia las páginas del libro para el que fue soñado. Y es que cuando un escritor acierta en el bautizo de los protagonistas de una novela, tiene medio camino andado hacia el éxito.

Claro que no podemos olvidar entre los personajes al más grande de todos ellos: Cádiz, la ciudad sitiada, que se mueve entre la angustia de los cañonazos, ¿dónde caerá el próximo?, sabiamente dosificados por el escritor, y los rumores, nunca confirmados de manera oficial, de la existencia de un asesino en serie. Los gaditanos, en conjunto, viven el hoy desconociendo si habrá un mañana, porque todo depende de la puntería del artillero de turno. Las clases elevadas, burgueses, militares y nobles de raigambre, por su parte, se lo toman con cierta filosofía y continúan la vida como si nada, o poco, ocurriese en su entorno, tratando de olvidar el asedio, la guerra, los crímenes o la marcha de los negocios ... El pueblo, en el que se funden indígenas y refugiados, lo lleva como puede, o sea mal, escaso en alimentos y reales, ganándose la vida a salto de mata. Sin embargo, todos juntos celebran, en una especie de catarsis colectiva, una edición del carnaval poco antes del tiempo de Cuaresma. Pérez-Reverte aprovecha estos capítulos para analizar la situación socioeconómica del momento, sin olvidarse del estamento militar, cuyos efectivos llevan más de dos años sin percibir la soldada y, sin embargo, continúan combatiendo fieles a un rey secuestrado y atentos a los acontecimientos que se desarrollan en el templo gaditano de San Felipe Neri, donde los diputados, entre discusiones encarnizadas y tertulias de taberna, trabajan en la redacción de la Constitución de 1812, popularmente conocida como "La Pepa".

El trabajo de documentación histórica es exhaustivo, algo que ya no es nuevo en el escritor de Cartagena, amante de la precisión y la exactitud, como tampoco lo es el cuidado manejo del lenguaje de época y de la jerga marinera (amuras, trinquetes, botavara y demás). ‘El asedio’ no es una novela policiaca al uso, aunque a priori pueda parecerlo. Probablemente, un escritor del género negro o criminal daría otro enfoque a ciertas escenas o incluso a la resolución del caso que aquí se plantea. Pero Pérez-Reverte no busca eso, lo suyo, como ya he dicho antes, consiste en realizar un pormenorizado retrato de época, social, político y económico, en una coyuntura histórica especialmente complicada para nuestro país, cronológicamente ubicada en el siglo XIX, un tiempo que parece atraer de modo especial al escritor-académico, como podemos comprobar si nos damos una vuelta por algunos de sus títulos anteriores: ‘El maestro de esgrima’, ‘Un día de cólera’, ‘Cabo Trafalgar’, ‘El húsar’ o ‘La sombra del águila’.

Pues nada más. ¡Viva la Pepa! y que ustedes, si se encuentran en el grupo de los que compran los libros de Pérez-Reverte porque les gustan, disfruten como cosacos de la novela. Si, por el contrario, que de todo tiene que haber en la viña del Señor, son de los que se consideran zahoríes de los defectos, váyanse a buscarlos a otra parte. Aquí, en ‘El asedio’, no los van a encontrar.

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‘El asedio’ de Arturo Pérez-Reverte; Editorial Alfaguara, 2010; 736 páginas, 22,50 euros.

‘El Asedio’ de Árturo Pérez-Reverte: selecto ambigú de bombas, asesinatos e inolvidables personajes

Herme Cerezo
Herme Cerezo
martes, 7 de septiembre de 2010, 22:36 h (CET)
Imagino, o supongo, que hay lectores que compran las novelas de Pérez-Reverte, y de algunos otros escritores, porque les gusta su literatura. Y supongo, o imagino, también que hay otros lectores, probablemente los menos, que lo hacen para ver si falla. Este último grupo, intuyo, formado por personas resabiadas o envidiosas, se va a llevar un disgusto de algo más que medianas dimensiones porque ‘El asedio’, la última obra del escritor cartagenero, sin ser la mejor de todas las suyas, no defrauda. O sea que, una vez más, Pérez-Reverte no falla.

Y no sólo no falla, sino que ha construido una novela interesante. El punto de partida no puede ser más atractivo: en la ciudad de Cádiz de 1811, sitiada y bombardeada – este detalle es mucho más importante de lo que a simple vista pueda parecer – por el ejército gabacho, en plena Guerra de la Independencia, se vienen cometiendo una serie de asesinatos impunes de muchachas, que aparecen amordazadas, descarnadas y, por supuesto, muertas, en edificios ruinosos o en solares descampados.

Las más de setecientas páginas del libro dan para mucho y el escritor las dosifica cuidadosamente, urdiendo un entramado de escenarios varios que, en orden aleatorio, se alternan y suceden un capítulo tras otro. Por descontado, en cada uno de ellos aparecen y desaparecen, entran y salen, unos personajes, principales y secundarios, que constituyen uno de los valores principales de la obra. El comisario Rogelio Tizón, que camina en el estrecho linde que separa los métodos de investigación de la "antigua" escuela policial y de la "nueva", engrosará sin duda la ya larga panoplia de inolvidables tipos creados por Pérez-Reverte (Lucas Corso, Jaime Astarloa, Teresa Mendoza, el padre Quart, Alatriste, etcétera), bien respaldado por Lolita Palma, Pepe Lobo o el artillero Desfosseux. Sin embargo, donde Pérez-Reverte echa el resto y otorga una decisiva enjundia al elenco de personajes es en los secundarios: Barrull, Felipe Mojarra, Bertoldi y, especialmente, Fumagal, envuelven y dan espléndida réplica al quehacer de los primeros espadas. Precisamente el último citado, Fumagal, se merecería una segunda oportunidad, otro papel, secundario o principal, en una futura novela de Pérez-Reverte. Fumagal es un sujeto tocado con un puntito de misterio, un olvidado del progreso, un tipo anónimo preocupado por su país y por la ciencia, que se presta sin duda a ser nuevamente novelado. A todos estos elementos citados, secundarios y principales, les une un nexo común: la originalidad de sus nombres y apellidos. Precisamente estos pequeños detalles contribuyen de manera notable a que un personaje cobre relieve, se torne creíble y sea capaz incluso de abandonar con entidad propia las páginas del libro para el que fue soñado. Y es que cuando un escritor acierta en el bautizo de los protagonistas de una novela, tiene medio camino andado hacia el éxito.

Claro que no podemos olvidar entre los personajes al más grande de todos ellos: Cádiz, la ciudad sitiada, que se mueve entre la angustia de los cañonazos, ¿dónde caerá el próximo?, sabiamente dosificados por el escritor, y los rumores, nunca confirmados de manera oficial, de la existencia de un asesino en serie. Los gaditanos, en conjunto, viven el hoy desconociendo si habrá un mañana, porque todo depende de la puntería del artillero de turno. Las clases elevadas, burgueses, militares y nobles de raigambre, por su parte, se lo toman con cierta filosofía y continúan la vida como si nada, o poco, ocurriese en su entorno, tratando de olvidar el asedio, la guerra, los crímenes o la marcha de los negocios ... El pueblo, en el que se funden indígenas y refugiados, lo lleva como puede, o sea mal, escaso en alimentos y reales, ganándose la vida a salto de mata. Sin embargo, todos juntos celebran, en una especie de catarsis colectiva, una edición del carnaval poco antes del tiempo de Cuaresma. Pérez-Reverte aprovecha estos capítulos para analizar la situación socioeconómica del momento, sin olvidarse del estamento militar, cuyos efectivos llevan más de dos años sin percibir la soldada y, sin embargo, continúan combatiendo fieles a un rey secuestrado y atentos a los acontecimientos que se desarrollan en el templo gaditano de San Felipe Neri, donde los diputados, entre discusiones encarnizadas y tertulias de taberna, trabajan en la redacción de la Constitución de 1812, popularmente conocida como "La Pepa".

El trabajo de documentación histórica es exhaustivo, algo que ya no es nuevo en el escritor de Cartagena, amante de la precisión y la exactitud, como tampoco lo es el cuidado manejo del lenguaje de época y de la jerga marinera (amuras, trinquetes, botavara y demás). ‘El asedio’ no es una novela policiaca al uso, aunque a priori pueda parecerlo. Probablemente, un escritor del género negro o criminal daría otro enfoque a ciertas escenas o incluso a la resolución del caso que aquí se plantea. Pero Pérez-Reverte no busca eso, lo suyo, como ya he dicho antes, consiste en realizar un pormenorizado retrato de época, social, político y económico, en una coyuntura histórica especialmente complicada para nuestro país, cronológicamente ubicada en el siglo XIX, un tiempo que parece atraer de modo especial al escritor-académico, como podemos comprobar si nos damos una vuelta por algunos de sus títulos anteriores: ‘El maestro de esgrima’, ‘Un día de cólera’, ‘Cabo Trafalgar’, ‘El húsar’ o ‘La sombra del águila’.

Pues nada más. ¡Viva la Pepa! y que ustedes, si se encuentran en el grupo de los que compran los libros de Pérez-Reverte porque les gustan, disfruten como cosacos de la novela. Si, por el contrario, que de todo tiene que haber en la viña del Señor, son de los que se consideran zahoríes de los defectos, váyanse a buscarlos a otra parte. Aquí, en ‘El asedio’, no los van a encontrar.

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‘El asedio’ de Arturo Pérez-Reverte; Editorial Alfaguara, 2010; 736 páginas, 22,50 euros.

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