VDB cerró el libro de su vida el pasado lunes día 12 de octubre. Una vida que ha tenido el perfil de una etapa reina, la cual culminó con una embolia pulmonar en Senegal. Una vida que no tuvo ningún momento tranquilo, ninguna época de descanso. Frank Vandenbroucke pertenecía a esa especie de deportistas que tienen el mismo nivel de clase y de locura, de talento y de inconsciencia. Aquel joven que deslumbró en el 99 escribió la última página del capítulo final cuando todo indicaba que, por fin, su vida tomaba un camino que nunca debió abandonar.
El camino del deportista que practica su deporte de una manera sana. El Fuji-Servetto de Matxin parecía su destino para la próxima temporada. Un destino que ya nunca alcanzará. Quería retomar su carrera. Una carrera que echó por tierra en su mejor año, hace una década. Al mismo ritmo que sumaba logros en su palmarés, sus problemas con el alcohol, las drogas o el dopaje le llevaban directo a la autodestrucción. Un ciclista que ha muerto sin que nadie conozca su tope. Sin que nadie entienda lo que pasó por su cabeza para acabar de la forma que lo ha hecho. Un final inevitable.
Tan inevitable como extraño. Extraño porque en Mendrisio, en el Mundial de Cadel Evans, el belga avisó que esta vez sí que estaba recuperado, que quería e iba a volver a subirse en una bicicleta para competir. Un día que ya no llegará.
No llegará de la misma forma que a mí hoy no me llega la energía ni casi para finalizar este artículo. Mientras escribo sobre la vida de Frank Vandenbroucke me entero por el Facebook de que Andrés Montes también nos deja. Que descanse en paz. Que descansen en paz.