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Gabriel Ruiz-Ortega

Reencuentro con Andrés Caicedo

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Las relecturas parecen ser el mejor método para redescubrir a los escritores que, por alguna u otra razón, no gozan de la suficiente atención mediática. ¿Pero qué ocurre cuando un autor viene siendo objeto de culto desde hace buen tiempo? En ese caso ¿qué tanto podría sumar una opinión más a una poética ya impregnada en el imaginario del lector?

Pues bien, estas preguntas rondaron mi cabeza ni bien terminé en una madrugada la relectura de CALICALABOZO, del escritor colombiano Andrés Caicedo (1951 – 1977). Lamentablemente, Caicedo se está volviendo más un autor más mentado que leído. Su suicidio, a los veintiséis años, no ha hecho otra cosa que no sea la de acrecentar su leyenda a lo largo de los años. Muchos lo leen, claro que sí. Pero son más los que repiten y repiten lo que de sobra se conoce de él. Es que es tan fácil volverse hincha de un escritor que no solo en vida gozó del reconocimiento de su obra, sino que también era, digámoslo, todo un personaje de la escena cultural y literaria de su país.

En esta columna no hablaré de su vida, no indagaré sobre los motivos que lo llevaron a tomarse sesenta pastillas horas después de recibir su último libro editado; no me sumaré al coro, que por tan alharaquiento, termina caricaturizando a este gran letraherido.

CALICALABOZO es el título con el que Caicedo bautizó a estos quince cuentos que tienen a la ciudad colombiana de Cali como la gran protagonista en presencia y ausencia. Lo primero que uno percibe en estas páginas cargadas de rock, salsa, literatura y sexo, es el dominio que el autor tenía del habla popular de Cali, para elaborar una jerga basada en la recreación de un sistema oral impuesto, signado por la musicalización de las frases y la atmósfera pesada en la que están inmersos sus personajes adolescentes, bullentes hormonales y hastiados de la rutina, sumergidos en una ciudad que “literalmente” se los traga.

¿Esto es suficiente para que la narrativa de Caicedo siga fresca? Imposible. No pocos apuntan al rescate del habla popular, como si fuera algo nuevo, cuando lo cierto es que todas las tradiciones literarias nunca han dejado de nutrirse de la oralidad. Estos cuentos, en especial, supuran oralidad, pero esta no es vacua; en los giros verbales podemos notar la preeminencia de una sensibilidad que taladra, la que a fin de cuenta rige el sentido de cualquier tipo de expresión. Es por eso que, sin ser la gran cosa, los cuentos mantienen su vigencia, ya sea desde que circulaban en revistas o cuando fueron reunidos en el volumen con el título que deseaba el suicida escritor.

No hay duda de que cuando la muerte llega, sea como sea, a la vida de un autor de enorme talento, más el detalle de que era joven, esta termina desplazando la verdadera atención, que en el caso de Caicedo era su brutal honestidad creativa que se nutría del teatro, el cine y la literatura. Sus libros es lo que nos debe importar, CALICALABOZO es un ejemplo axiomático de ello.

Reencuentro con Andrés Caicedo

Gabriel Ruiz-Ortega
Gabriel Ruiz Ortega
martes, 10 de marzo de 2009, 05:43 h (CET)
Las relecturas parecen ser el mejor método para redescubrir a los escritores que, por alguna u otra razón, no gozan de la suficiente atención mediática. ¿Pero qué ocurre cuando un autor viene siendo objeto de culto desde hace buen tiempo? En ese caso ¿qué tanto podría sumar una opinión más a una poética ya impregnada en el imaginario del lector?

Pues bien, estas preguntas rondaron mi cabeza ni bien terminé en una madrugada la relectura de CALICALABOZO, del escritor colombiano Andrés Caicedo (1951 – 1977). Lamentablemente, Caicedo se está volviendo más un autor más mentado que leído. Su suicidio, a los veintiséis años, no ha hecho otra cosa que no sea la de acrecentar su leyenda a lo largo de los años. Muchos lo leen, claro que sí. Pero son más los que repiten y repiten lo que de sobra se conoce de él. Es que es tan fácil volverse hincha de un escritor que no solo en vida gozó del reconocimiento de su obra, sino que también era, digámoslo, todo un personaje de la escena cultural y literaria de su país.

En esta columna no hablaré de su vida, no indagaré sobre los motivos que lo llevaron a tomarse sesenta pastillas horas después de recibir su último libro editado; no me sumaré al coro, que por tan alharaquiento, termina caricaturizando a este gran letraherido.

CALICALABOZO es el título con el que Caicedo bautizó a estos quince cuentos que tienen a la ciudad colombiana de Cali como la gran protagonista en presencia y ausencia. Lo primero que uno percibe en estas páginas cargadas de rock, salsa, literatura y sexo, es el dominio que el autor tenía del habla popular de Cali, para elaborar una jerga basada en la recreación de un sistema oral impuesto, signado por la musicalización de las frases y la atmósfera pesada en la que están inmersos sus personajes adolescentes, bullentes hormonales y hastiados de la rutina, sumergidos en una ciudad que “literalmente” se los traga.

¿Esto es suficiente para que la narrativa de Caicedo siga fresca? Imposible. No pocos apuntan al rescate del habla popular, como si fuera algo nuevo, cuando lo cierto es que todas las tradiciones literarias nunca han dejado de nutrirse de la oralidad. Estos cuentos, en especial, supuran oralidad, pero esta no es vacua; en los giros verbales podemos notar la preeminencia de una sensibilidad que taladra, la que a fin de cuenta rige el sentido de cualquier tipo de expresión. Es por eso que, sin ser la gran cosa, los cuentos mantienen su vigencia, ya sea desde que circulaban en revistas o cuando fueron reunidos en el volumen con el título que deseaba el suicida escritor.

No hay duda de que cuando la muerte llega, sea como sea, a la vida de un autor de enorme talento, más el detalle de que era joven, esta termina desplazando la verdadera atención, que en el caso de Caicedo era su brutal honestidad creativa que se nutría del teatro, el cine y la literatura. Sus libros es lo que nos debe importar, CALICALABOZO es un ejemplo axiomático de ello.

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