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Herme Cerezo

"Pólvora negra", de Montero Glez: la escritura limítrofe entre lo civil y lo criminal.

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Por allí viene Durruti con una carta en la mano,
a contarle las miserias de este pueblo soberano,
por allí viene Durruti con un libro en el morral,
donde apunta los dineros que ha robado el capital.


Montero Glez en Youtube)

‘Pólvora negra’. Con esta novela Montero Glez acaba de obtener el Premio Azorín edición 2008. Dicho de otro modo: ‘Pólvora negra’ es el triunfo de la escritura limítrofe entre lo civil y lo criminal. Es evidente que esta última entrega no guarda demasiadas similitudes con toda su obra anterior. Ni con el Charolito, que sólo podía fiarse de su polla, ni con el Luisardo, que columbraba la radiografía de un fulano en el acto, ni con Roque, el contrabandista gaditano. No. ‘Pólvora negra’ presenta dos Monteros distintos. Uno, menos Glez: el de la primera parte. Parece como si el madrileño, al principio, hubiese sentido no temor, pero sí cautela ante una narración basada en hechos reales. Es la primera ocasión que Montero toca género histórico, mejor entrecomillo lo de "histórico", que se enfrenta a él. Y, quizá, aunque la ficción permite licencia sin cuento, un cierto rigor, una cierta fidelidad a lo acontecido nunca está de más. Por ello, entre las palabras "A las ocho y media ..." y "Chelo se aproximó", o sea, la parte I, hay como un respeto o, conociendo a Montero Glez, quizá mejor como un "andar con pies de plomo" o en su propia jerga "con zapatitos de cemento". Pero, franqueado este umbral, y después de la frase "Hasta entonces todo había salido como miel sobre hojuelas, que dicen en los Madriles", Montero se suelta la melena – es un decir, porque calza pelo corto y patilla cigarril – y es más Glez que nunca. La narración gana en viveza y naturalidad. El relato, ahora, nos devora, nos consume y exprime nuestra atención. Mateo Morral, el anarquista, y Pedro Beltrán, el teniente de policía, cobran relieve y empiezan a actuar, a moverse, a ser lo que son en un Madrid de doseles y flores, de tranvías y modistillas, de pensiones y tabernas, de camareras y obreros, de soplones y putas y de "vivas" al rey, es decir, el territorio capitalino de principios del siglo XX, siempre apetecible, siempre interesante, que Montero Glez documenta perfectamente. Imaginando semejante escenario, a uno le entran ganas de acudir a la primera librería que le salga al paso y comprarse uno de esos tochos inmensos, preñados de fotografías antiguas: la Puerta del Sol, la carrera de San Jerónimo, las calles Carretas, Montera y Arenal, etcétera, etcétera.

Quizá la primera escena con la que Montero nos mete irremediablemente en su morral – nunca mejor empleado este término que aquí – sea la que narra los preparativos en el templo donde van a contraer matrimonio Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battemberg. Los trabajos de carpinteros, rotulistas e iluminadores y, sobre todo, el despliegue de las fuerzas de seguridad de aquel entonces, encabezadas por el antedicho teniente Beltrán, partida de cartas sobre el altar mayor incluida, divierten. Sí, divierten, porque también ‘Pólvora negra’, aunque en pocos momentos, esconde alguna sonrisa. E impresionan. Véase las rudas conversaciones, inapelables y contundentes, de Beltrán con el Cojo, como llama el narrador al gobernador civil a lo largo del libro.

Con todo lo que llevo dicho, hay algo que no puedo pasar por alto. La novela se "vende" publicitariamente como la historia del atentado perpetrado – perpetrar, ¡que verbo más horroroso!, esta palabra te agrede al escribirla – por Mateo Morral Roca, "el Mateu", natural de Barcelona y fabricante de profesión. Todo parece inducir a que el lector piense que va a encontrarse una radiografía exhaustiva del anarquista. Y lo bien cierto es que la personalidad de Morral, a mi juicio, no queda completamente perfilada. Es indudable de Montero ha realizado un trabajo de documentación enorme – de ello fue dando cuenta en su web ‘La Trinchera Cósmica’ –, pero creo que los móviles que indujeron a Morral a atentar contra Alfonso XIII no resultan claros del todo. Montero insiste en desterrar para siempre el manido y peregrino razonamiento de que Morral era "un loco enamorado que, por despecho, lanzó su bomba a las ruedas del carro real". Pero no despeja la incógnita de sus motivos personales. Si acaso podemos deducir que había una afinidad ideológica con otros personales de la novela, gente real en todo caso. A medida que escribía sus páginas, el madrileño fue descubriendo, o quizá lo pensó desde el principio y trató de demostrarlo poco a poco, que Mateo Morral no había actuado solo. Parecía evidente pensar que contaba con un grupo de apoyo y a esa tesitura se aferra el escritor. Y pienso que, tras leer la novela, poco margen queda para la duda.

Sin embargo, la grata sorpresa de ‘Pólvora negra’ es el teniente Beltrán, el policía encargado del caso. Es curioso que, habiendo leído tantas novelas policiales como he trasegado, si exceptuamos a Wallander o Maigret, mis mejores referentes como modelos policiales no pertenecen a novelas de género. Por un lado, el extravagante Patrullero Mancuso, que aparece en ‘La conjura de los necios’ (Kennedy Toole) y, por otro, el Inspector Fumero de ‘La sombra del viento’ (Ruiz Zafón). Quizá son dos policías que se apartan bastante de los patrones tradicionales y por ello llaman mi atención. Y algo de esto me ocurre igualmente con el teniente Beltrán, este despiadado policía, que recurre al bajonazo fácil, a la tortura, al disparo artero o al crujido vertebral sin miramientos para obtener confesiones. Beltrán se me antoja el personaje central de ‘Pólvora negra’, un tipo perfectamente perfilado y bruñido. Es fácil adivinar cómo va a reaccionar este sujeto "de dientes como puñales, fumador de puros y pupilas de plomo" (ya se pueden imaginar ustedes lo que pesaba su mirada, nada menos que "plomífera"). Sus interrogatorios son modélicos en cuanto a la modernidad de las técnicas que emplea, su temperamento es visceral y viscoso y sus actuaciones le sitúan al margen de la ley dentro de la ley.

Resumiendo que es gerundio. ‘Pólvora negra’ es, sin duda, la mejor obra de Montero Glez hasta la fecha. Una novela para la que se ha preparado a conciencia, se ha documentado a fondo y ha ensayado con algunos cuentos como ‘Rubia de Rabia’, ‘El vestido de la Chata’, ‘La favorita’ o ‘Barrio de las Injurias’, incluidos en su volumen ‘Besos de fogueo’, donde nos encontramos en su día con algunos de los seres que deambulan por ‘Pólvora negra’: la Chata, el Espadón, Alfonso XIII y otros personajes más con nombre cambiado. ‘Pólvora negra’ es Montero Glez, el escritor del estilo inconfundible. El estilo de un pata negra, la prosa Glez como la denominé hace ya algún tiempo. Roberto Montero Glez es la escritura castiza, la metáfora continua y ocurrente y, sobretodo, distinta, un chispazo genuinamente hispánico, madrileño, subterráneo. ¿Quién sino él podría describir a uno de los personajes del siguiente modo?: "Un Tenorio castizo de patillas negras y ojos de rufián, peinando el tupé de los canallas".

Y ya que en esta reseña van muchas citas, acabo con otra más. De Pérez-Reverte: "Y ahora vayan y léanlo, si es que tienen huevos". Eso es lo que hay que tener para leer ‘Pólvora negra’. Montero no les va a defraudar. ‘Pólvora negra’, la novela con la que ha ganado el último premio Azorín, tampoco. Seguro que no, ninchi.

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‘Pólvora negra’, de Montero Glez. Editorial Planeta, abril 2008. 323 páginas, 22 euros.

"Pólvora negra", de Montero Glez: la escritura limítrofe entre lo civil y lo criminal.

Herme Cerezo
Herme Cerezo
jueves, 24 de julio de 2008, 22:34 h (CET)
Por allí viene Durruti con una carta en la mano,
a contarle las miserias de este pueblo soberano,
por allí viene Durruti con un libro en el morral,
donde apunta los dineros que ha robado el capital.


Montero Glez en Youtube)

‘Pólvora negra’. Con esta novela Montero Glez acaba de obtener el Premio Azorín edición 2008. Dicho de otro modo: ‘Pólvora negra’ es el triunfo de la escritura limítrofe entre lo civil y lo criminal. Es evidente que esta última entrega no guarda demasiadas similitudes con toda su obra anterior. Ni con el Charolito, que sólo podía fiarse de su polla, ni con el Luisardo, que columbraba la radiografía de un fulano en el acto, ni con Roque, el contrabandista gaditano. No. ‘Pólvora negra’ presenta dos Monteros distintos. Uno, menos Glez: el de la primera parte. Parece como si el madrileño, al principio, hubiese sentido no temor, pero sí cautela ante una narración basada en hechos reales. Es la primera ocasión que Montero toca género histórico, mejor entrecomillo lo de "histórico", que se enfrenta a él. Y, quizá, aunque la ficción permite licencia sin cuento, un cierto rigor, una cierta fidelidad a lo acontecido nunca está de más. Por ello, entre las palabras "A las ocho y media ..." y "Chelo se aproximó", o sea, la parte I, hay como un respeto o, conociendo a Montero Glez, quizá mejor como un "andar con pies de plomo" o en su propia jerga "con zapatitos de cemento". Pero, franqueado este umbral, y después de la frase "Hasta entonces todo había salido como miel sobre hojuelas, que dicen en los Madriles", Montero se suelta la melena – es un decir, porque calza pelo corto y patilla cigarril – y es más Glez que nunca. La narración gana en viveza y naturalidad. El relato, ahora, nos devora, nos consume y exprime nuestra atención. Mateo Morral, el anarquista, y Pedro Beltrán, el teniente de policía, cobran relieve y empiezan a actuar, a moverse, a ser lo que son en un Madrid de doseles y flores, de tranvías y modistillas, de pensiones y tabernas, de camareras y obreros, de soplones y putas y de "vivas" al rey, es decir, el territorio capitalino de principios del siglo XX, siempre apetecible, siempre interesante, que Montero Glez documenta perfectamente. Imaginando semejante escenario, a uno le entran ganas de acudir a la primera librería que le salga al paso y comprarse uno de esos tochos inmensos, preñados de fotografías antiguas: la Puerta del Sol, la carrera de San Jerónimo, las calles Carretas, Montera y Arenal, etcétera, etcétera.

Quizá la primera escena con la que Montero nos mete irremediablemente en su morral – nunca mejor empleado este término que aquí – sea la que narra los preparativos en el templo donde van a contraer matrimonio Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battemberg. Los trabajos de carpinteros, rotulistas e iluminadores y, sobre todo, el despliegue de las fuerzas de seguridad de aquel entonces, encabezadas por el antedicho teniente Beltrán, partida de cartas sobre el altar mayor incluida, divierten. Sí, divierten, porque también ‘Pólvora negra’, aunque en pocos momentos, esconde alguna sonrisa. E impresionan. Véase las rudas conversaciones, inapelables y contundentes, de Beltrán con el Cojo, como llama el narrador al gobernador civil a lo largo del libro.

Con todo lo que llevo dicho, hay algo que no puedo pasar por alto. La novela se "vende" publicitariamente como la historia del atentado perpetrado – perpetrar, ¡que verbo más horroroso!, esta palabra te agrede al escribirla – por Mateo Morral Roca, "el Mateu", natural de Barcelona y fabricante de profesión. Todo parece inducir a que el lector piense que va a encontrarse una radiografía exhaustiva del anarquista. Y lo bien cierto es que la personalidad de Morral, a mi juicio, no queda completamente perfilada. Es indudable de Montero ha realizado un trabajo de documentación enorme – de ello fue dando cuenta en su web ‘La Trinchera Cósmica’ –, pero creo que los móviles que indujeron a Morral a atentar contra Alfonso XIII no resultan claros del todo. Montero insiste en desterrar para siempre el manido y peregrino razonamiento de que Morral era "un loco enamorado que, por despecho, lanzó su bomba a las ruedas del carro real". Pero no despeja la incógnita de sus motivos personales. Si acaso podemos deducir que había una afinidad ideológica con otros personales de la novela, gente real en todo caso. A medida que escribía sus páginas, el madrileño fue descubriendo, o quizá lo pensó desde el principio y trató de demostrarlo poco a poco, que Mateo Morral no había actuado solo. Parecía evidente pensar que contaba con un grupo de apoyo y a esa tesitura se aferra el escritor. Y pienso que, tras leer la novela, poco margen queda para la duda.

Sin embargo, la grata sorpresa de ‘Pólvora negra’ es el teniente Beltrán, el policía encargado del caso. Es curioso que, habiendo leído tantas novelas policiales como he trasegado, si exceptuamos a Wallander o Maigret, mis mejores referentes como modelos policiales no pertenecen a novelas de género. Por un lado, el extravagante Patrullero Mancuso, que aparece en ‘La conjura de los necios’ (Kennedy Toole) y, por otro, el Inspector Fumero de ‘La sombra del viento’ (Ruiz Zafón). Quizá son dos policías que se apartan bastante de los patrones tradicionales y por ello llaman mi atención. Y algo de esto me ocurre igualmente con el teniente Beltrán, este despiadado policía, que recurre al bajonazo fácil, a la tortura, al disparo artero o al crujido vertebral sin miramientos para obtener confesiones. Beltrán se me antoja el personaje central de ‘Pólvora negra’, un tipo perfectamente perfilado y bruñido. Es fácil adivinar cómo va a reaccionar este sujeto "de dientes como puñales, fumador de puros y pupilas de plomo" (ya se pueden imaginar ustedes lo que pesaba su mirada, nada menos que "plomífera"). Sus interrogatorios son modélicos en cuanto a la modernidad de las técnicas que emplea, su temperamento es visceral y viscoso y sus actuaciones le sitúan al margen de la ley dentro de la ley.

Resumiendo que es gerundio. ‘Pólvora negra’ es, sin duda, la mejor obra de Montero Glez hasta la fecha. Una novela para la que se ha preparado a conciencia, se ha documentado a fondo y ha ensayado con algunos cuentos como ‘Rubia de Rabia’, ‘El vestido de la Chata’, ‘La favorita’ o ‘Barrio de las Injurias’, incluidos en su volumen ‘Besos de fogueo’, donde nos encontramos en su día con algunos de los seres que deambulan por ‘Pólvora negra’: la Chata, el Espadón, Alfonso XIII y otros personajes más con nombre cambiado. ‘Pólvora negra’ es Montero Glez, el escritor del estilo inconfundible. El estilo de un pata negra, la prosa Glez como la denominé hace ya algún tiempo. Roberto Montero Glez es la escritura castiza, la metáfora continua y ocurrente y, sobretodo, distinta, un chispazo genuinamente hispánico, madrileño, subterráneo. ¿Quién sino él podría describir a uno de los personajes del siguiente modo?: "Un Tenorio castizo de patillas negras y ojos de rufián, peinando el tupé de los canallas".

Y ya que en esta reseña van muchas citas, acabo con otra más. De Pérez-Reverte: "Y ahora vayan y léanlo, si es que tienen huevos". Eso es lo que hay que tener para leer ‘Pólvora negra’. Montero no les va a defraudar. ‘Pólvora negra’, la novela con la que ha ganado el último premio Azorín, tampoco. Seguro que no, ninchi.

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‘Pólvora negra’, de Montero Glez. Editorial Planeta, abril 2008. 323 páginas, 22 euros.

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