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Herme Cerezo

Quim Monzó y su magna tragedia

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Confieso que sentía curiosidad por ver cómo se desenvolvía este extraordinario cuentista catalán (‘Ochenta y seis cuentos’, ‘El mejor de los mundos’ o ‘Tres navidades’) en distancias largas, es decir, en una novela, el género con el que comenzó su andadura como escritor a mediados de los setenta. ‘La magnitud de la tragedia’, publicada por vez primera en 1989 por Quim Monzó (Barcelona, 1952), traducida al castellano por Marcelo Cohen, llega a la colección ‘Compactos’ de la editorial Anagrama durante el último trimestre de 2007.

‘La magnitud de la tragedia’ comienza con indudables y evidentes tintes humorísticos. ¿A quién no le gustaría padecer un priapismo a voluntad? Lo que ocurre es que en el texto, la enfermedad avanza, se hace crónica, se escapa de las manos de su protagonista, Ramón María, y termina por convertirse en la causa de su muerte. Por lo tanto, miren ustedes por dónde, pasamos del humor a la tragedia, tan real, como la vida misma. Quim Monzó, además, en los momentos más tensos y duros, no duda en introducir incisos plenos de ironía, remarcados por paréntesis, con los que consigue arrancar la sonrisa o la franca carcajada del lector. Vean este ejemplo: "... y salió de la habitación dejándola perpleja y dando tal portazo que el cero del 106 se movió (porque estaba mal atornillado)". Manel Ollé, de la Universitat Pompeu Fabra, en su artículo ‘Quim Monzó’, explica perfectamente este último aspecto: "Quim Monzó cuenta historias y al mismo tiempo las cuestiona y las analiza".

Antes llamé protagonista a Ramón María, pero en realidad los personajes principales son dos: el ya citado y una joven, su hijastra, Ana Francisca, procedente del anterior matrimonio de Rosa Margarita, su esposa fallecida, que se debate en un mar de dudas entre su promiscuidad postadolescente, el miedo y un odio contrastado hacia su padrastro.

‘La magnitud de la tragedia’ se estructura en una serie de capítulos largos, subdivididos en tramos de menor extensión, numerados para facilitar tanto el trabajo del lector como el del escritor. Estas parcelaciones confieren al texto una mayor rapidez de lectura. Quim Monzó se lo pone fácil y el lector se maneja como pez en el agua por sus doscientas treinta páginas. Pero volvamos a la estructura. Ana Francisca y Ramón María habitan mundos separados durante la mayor parte del texto. Y sólo confluirán en un lugar común cuando el desenlace, ya irremediable, se anuncia. Dos personajes tristes, desgraciados, grises incluso en los momentos de su felicidad, guiados por impulsos irrefrenables, que alcanzan un final doloroso.

Si han estado atentos, no les habrá pasado inadvertida la cuestión de los nombres: Ana Francisca, Ramón María, Rosa Margarita ... y hay más: María Luisa, Riera Zawacki, García Ferrer, Vicki Miriam, Olga Vanessa, Gil Eudaldo, Luis Alberto... ‘La magnitud de la tragedia’ es la feria de los nombres dobles. El escritor barcelonés juega todo el rato con ellos, lo que produce un curioso efecto en los oídos del lector, hasta tal punto que los escasos personajes "mononominales" – disculpen la barbaridad – que desfilan por sus páginas, Mercedes y Raquel, parecen los parientes pobres del argumento, seres huérfanos, personajes de segunda división.

Quim Monzó, como en él es habitual, utiliza un lenguaje económico, sobrio y, especialmente, eficaz. Su escritura carece de grandes descripciones y otras ampulosidades. No las necesita. Consigue transmitir los ambientes y las sensaciones con pocas palabras. Observen si no, como en el primer capítulo pone al lector en situación:

"El camarero sonrió; con la mano derecha, acarició suavemente el lomo del bloc que sostenía con la izquierda, y dijo:
-De postre tenemos pastel de manzana, pastel de coco ..."

¿Se puede decir más con menos? ¿Hace falta describir si el restaurante tenía cortinas, cuadros, flores o luces indirectas, qué había sobre el mantel en aquel instante o cómo iba vestido el camarero? Aquí sólo cabe una respuesta: no. Monzó eleva la eficacia de unas cuantas palabras a su máximo nivel. Por otro lado, conoceremos a los personajes por sus razonamientos, muchas veces contradictorios, divertidos, ocurrentes, trágicos o simplemente absurdos. ¿Acaso no son así los pensamientos de los seres de carne y hueso? Sí, me refiero a los suyos y a los míos, mis improbables lectores?

Saben, leyendo esta historia he sentido una sensación muy similar a la que experimenté cuando leí "El hombre invisible" de H.G. Wells, otra novela en la que su protagonista, Griffin, alcanza un estado que se presume idílico, perfecto, deseable: la invisibilidad. Pero luego, esta condición se convierte en toda una rémora, en una pesadilla, en una completa desgracia. Bien, pues algo similar ocurre con nuestro Ramón María quien, desahuciado por los médicos, emprende una huida sin fin, a ciegas, intentando experimentar en los pocos días de vida que le quedan sensaciones desconocidas. Aquí también, pues, lo deseado, lo que se considera el summum de la felicidad, siempre amaga rincones oscuros e insospechados, donde la desgracia acecha impertérrita. Y si Griffin se convirtió en el ser más desgraciado del mundo, tras haber convertido en realidad sus deseos (acabará loco), Ramón María que, al principio se muestra eufórico por su capacidad fornicadora sin límites, termina transformándose en un ser desasosegado, desgraciado, insatisfecho.

Concluyo. Está bien, muy bien, comentar novelas de última generación, recién publicadas, de éxito, con ventas irresistibles, certificadas por las interminables colas de los cazadores de autógrafos, por las campañas mediáticas, por las entrevistas, por su propia leyenda. Pero también está bien, muy bien, mejor diría yo, hablar de novelas antiguas que mantienen todo su frescor. ‘La magnitud de la tragedia’, diecinueve años la contemplan, es una obra plenamente vigente. Porque lo que estuvo bien escrito una vez, siempre lo estará. Ya lo creo.

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Quim Monzó. ‘La magnitud de la tragedia’. Compactos Anagrama. Septiembre, 2007. 230 páginas, 7,50 euros.

Quim Monzó y su magna tragedia

Herme Cerezo
Herme Cerezo
viernes, 25 de abril de 2008, 01:39 h (CET)
Confieso que sentía curiosidad por ver cómo se desenvolvía este extraordinario cuentista catalán (‘Ochenta y seis cuentos’, ‘El mejor de los mundos’ o ‘Tres navidades’) en distancias largas, es decir, en una novela, el género con el que comenzó su andadura como escritor a mediados de los setenta. ‘La magnitud de la tragedia’, publicada por vez primera en 1989 por Quim Monzó (Barcelona, 1952), traducida al castellano por Marcelo Cohen, llega a la colección ‘Compactos’ de la editorial Anagrama durante el último trimestre de 2007.

‘La magnitud de la tragedia’ comienza con indudables y evidentes tintes humorísticos. ¿A quién no le gustaría padecer un priapismo a voluntad? Lo que ocurre es que en el texto, la enfermedad avanza, se hace crónica, se escapa de las manos de su protagonista, Ramón María, y termina por convertirse en la causa de su muerte. Por lo tanto, miren ustedes por dónde, pasamos del humor a la tragedia, tan real, como la vida misma. Quim Monzó, además, en los momentos más tensos y duros, no duda en introducir incisos plenos de ironía, remarcados por paréntesis, con los que consigue arrancar la sonrisa o la franca carcajada del lector. Vean este ejemplo: "... y salió de la habitación dejándola perpleja y dando tal portazo que el cero del 106 se movió (porque estaba mal atornillado)". Manel Ollé, de la Universitat Pompeu Fabra, en su artículo ‘Quim Monzó’, explica perfectamente este último aspecto: "Quim Monzó cuenta historias y al mismo tiempo las cuestiona y las analiza".

Antes llamé protagonista a Ramón María, pero en realidad los personajes principales son dos: el ya citado y una joven, su hijastra, Ana Francisca, procedente del anterior matrimonio de Rosa Margarita, su esposa fallecida, que se debate en un mar de dudas entre su promiscuidad postadolescente, el miedo y un odio contrastado hacia su padrastro.

‘La magnitud de la tragedia’ se estructura en una serie de capítulos largos, subdivididos en tramos de menor extensión, numerados para facilitar tanto el trabajo del lector como el del escritor. Estas parcelaciones confieren al texto una mayor rapidez de lectura. Quim Monzó se lo pone fácil y el lector se maneja como pez en el agua por sus doscientas treinta páginas. Pero volvamos a la estructura. Ana Francisca y Ramón María habitan mundos separados durante la mayor parte del texto. Y sólo confluirán en un lugar común cuando el desenlace, ya irremediable, se anuncia. Dos personajes tristes, desgraciados, grises incluso en los momentos de su felicidad, guiados por impulsos irrefrenables, que alcanzan un final doloroso.

Si han estado atentos, no les habrá pasado inadvertida la cuestión de los nombres: Ana Francisca, Ramón María, Rosa Margarita ... y hay más: María Luisa, Riera Zawacki, García Ferrer, Vicki Miriam, Olga Vanessa, Gil Eudaldo, Luis Alberto... ‘La magnitud de la tragedia’ es la feria de los nombres dobles. El escritor barcelonés juega todo el rato con ellos, lo que produce un curioso efecto en los oídos del lector, hasta tal punto que los escasos personajes "mononominales" – disculpen la barbaridad – que desfilan por sus páginas, Mercedes y Raquel, parecen los parientes pobres del argumento, seres huérfanos, personajes de segunda división.

Quim Monzó, como en él es habitual, utiliza un lenguaje económico, sobrio y, especialmente, eficaz. Su escritura carece de grandes descripciones y otras ampulosidades. No las necesita. Consigue transmitir los ambientes y las sensaciones con pocas palabras. Observen si no, como en el primer capítulo pone al lector en situación:

"El camarero sonrió; con la mano derecha, acarició suavemente el lomo del bloc que sostenía con la izquierda, y dijo:
-De postre tenemos pastel de manzana, pastel de coco ..."

¿Se puede decir más con menos? ¿Hace falta describir si el restaurante tenía cortinas, cuadros, flores o luces indirectas, qué había sobre el mantel en aquel instante o cómo iba vestido el camarero? Aquí sólo cabe una respuesta: no. Monzó eleva la eficacia de unas cuantas palabras a su máximo nivel. Por otro lado, conoceremos a los personajes por sus razonamientos, muchas veces contradictorios, divertidos, ocurrentes, trágicos o simplemente absurdos. ¿Acaso no son así los pensamientos de los seres de carne y hueso? Sí, me refiero a los suyos y a los míos, mis improbables lectores?

Saben, leyendo esta historia he sentido una sensación muy similar a la que experimenté cuando leí "El hombre invisible" de H.G. Wells, otra novela en la que su protagonista, Griffin, alcanza un estado que se presume idílico, perfecto, deseable: la invisibilidad. Pero luego, esta condición se convierte en toda una rémora, en una pesadilla, en una completa desgracia. Bien, pues algo similar ocurre con nuestro Ramón María quien, desahuciado por los médicos, emprende una huida sin fin, a ciegas, intentando experimentar en los pocos días de vida que le quedan sensaciones desconocidas. Aquí también, pues, lo deseado, lo que se considera el summum de la felicidad, siempre amaga rincones oscuros e insospechados, donde la desgracia acecha impertérrita. Y si Griffin se convirtió en el ser más desgraciado del mundo, tras haber convertido en realidad sus deseos (acabará loco), Ramón María que, al principio se muestra eufórico por su capacidad fornicadora sin límites, termina transformándose en un ser desasosegado, desgraciado, insatisfecho.

Concluyo. Está bien, muy bien, comentar novelas de última generación, recién publicadas, de éxito, con ventas irresistibles, certificadas por las interminables colas de los cazadores de autógrafos, por las campañas mediáticas, por las entrevistas, por su propia leyenda. Pero también está bien, muy bien, mejor diría yo, hablar de novelas antiguas que mantienen todo su frescor. ‘La magnitud de la tragedia’, diecinueve años la contemplan, es una obra plenamente vigente. Porque lo que estuvo bien escrito una vez, siempre lo estará. Ya lo creo.

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Quim Monzó. ‘La magnitud de la tragedia’. Compactos Anagrama. Septiembre, 2007. 230 páginas, 7,50 euros.

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