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Dos tragedias recientes en Siria y Sudán evidencian la vulnerabilidad de las minorías cristianas. El dolor se ha vuelto a hacer presente entre las comunidades cristianas de Oriente Medio y África. En apenas dos días, dos ataques violentos han cobrado la vida de decenas de fieles inocentes, recordando la fragilidad en la que viven quienes perseveran en su fe en medio de contextos hostiles.
No paramos de recibir noticias estremecedoras, que se van solapando las unas con otras, lo que, a veces, nos impide valorar en su medida la trascendencia de las mismas. Se nos olvida con facilidad el terrible accidente en el que, en un control de carreteras, han fallecido seis personas; la desesperada búsqueda de los náufragos de una patera frente a las costas de Motril, etc. Últimamente reclama nuestra atención la terrible matanza producida en un teatro moscovita.
Por aquí o por allá, la amplitud del panorama ambiental se nos escapa; estamos limitados de recursos para la captación de señales, y no digamos para la asimilación de cuanto acontece. Actuamos en sectores bien reducidos, minúsculos, entre semejante extensión del conjunto.
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