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Cada mañana, a primera hora, puedo observar cómo un tractor se ocupa de limpiar las playas de mi paraíso particular a fin de dejarlas tersas e impolutas. Coincide su paso por mis “dominios” con la caminata matutina que aprovecho para pensar. Su presencia y actividad, me da ideas que me invitan a imitarle. Me inspiran para intentar realizar en mi mente una labor similar a la que el tractor efectúa cada jornada.
A lo largo de mi infancia viví en una calle malagueña con ciertas pretensiones de vía principal. Por la parte de atrás, lindaba con la zona más típica del Perchel repleta de corralones. El lenguaje que provenía de sus dimes y diretes habituales era de lo más “florido y versallesco”.
Hay un dicho popular que sentencia: “En todos los trabajos se fuma”. Como tantos otros dichos del acervo popular, esta frase ha caído obviamente en desuso en nuestros días. Muy pocas personas fuman y mucho menos en el trabajo. (Salvo que ejerzas un oficio que está muy de moda actualmente, dada su presencia en todos los telediarios). La sentencia que recordamos se refería a la necesidad de tener unos espacios de descanso a lo largo de la jornada.
Hoy he tenido que pasar por la consulta de mi médico de familia para pasar la ITV anual. Para comenzar, parte de los análisis no habían salido bien. Con el resto, la amable médica que me corresponde, realizó el diagnóstico en el cual se me pedían pruebas complementarias.
A lo largo del último curso me he estado enfrentando al conocimiento de la escritura manual de nuestros antepasados, especialmente en los siglos XIII al XVI. Todo ello se recoge en una asignatura cuyo solo nombre da una imagen de su complejidad. Se trata de la Paleografía.
Hace unos ideas asistí a una conflagración incruenta en una clase en la que se impartía Historia de la Edad Moderna. Nada que ver con la Revolución Francesa. El motivo de la trifulca se basó en las diferencias de criterio acerca de la temperatura que debe reflejar el dichoso termostato, con el fin de ofrecer una atmósfera adecuada. No llegó la sangre al río; tras unas arduas y agrias negociaciones, se llegó a un armisticio.
Muchos se interesan por mi opinión sobre el nuevo papa. Y yo que sé. Un montón de personas, alguno de mi familia, hablan de Robert Frances Prevost como si le conocieran de toda la vida. Ciertamente, estuvo en Málaga durante unos días en mi querido Colegio de los Olivos, lo hizo en función de su cargo dentro de la Orden agustiniana. Anecdóticamente, tengo un ahijado que comió con él en una ocasión. Pues muy bien.
La vida, sobre todo cuando se dilata por el transcurso de los años, te somete a momentos en las que tienes que hacer de tripas corazón, asumirlos con dignidad o rendirte. También con una buena dosis de dignidad. El encuentro con las diversas situaciones de tu vida van deteriorando tu capacidad de encaje, entonces te llega el momento en que te planteas si vale la pena seguir luchando o dejarte llevar por la corriente que te rodea y vivir en paz el presente. Pero sin futuro.
Un día tras otro nos encontramos con frases de admiración sobre el ritual que rodea el fallecimiento de un Papa y la consiguiente elección de otro. Los diversos comentaristas (especialmente si no son creyentes) ponderan las distintas ceremonias, su perfecta organización, sus ropajes y toda la parafernalia que hay alrededor. Parece que no les gustaría que acabara pronto esta “fuente” de noticias.
La humanidad se siente muy ufana porque ha engrosado su capacidad de conocimiento basándose en la inteligencia artificial. Cualquier iletrado puede “redactar” un artículo copiando simplemente lo que el dichoso “chatgpt” le dicta. Los estudiantes encargan parte de sus deberes a su ordenador y los “expertos” en el copia y pega presumen de sus “conocimientos”. Todo el mundo sabe de todo. El apagón de ayer nos ha puesto en nuestro sitio.
No podía haber elegido mejor día para encontrarse cara a cara con el Padre. Para Francisco también llegó la Pascua. Me lo intuí durante la bendición “Urbi et orbi”. Estaba muy malito. En diversos momentos parecía que se quedaba dormido. Los que leían el mensaje pascual en su nombre, le miraban de reojo con cara de preocupación. Él sabía que se estaba muriendo.
Corría el mes de abril de 1994 cuando un grupo de malagueños celebramos la Semana Santa en el lejano cantón Valais de Suiza. Por aquellos tiempos dedicaba buena parte de mi tiempo a transmitir, en la medida de mis posibilidades, el Evangelio. Estaba totalmente involucrado en las tareas de evangelización del Cursillo de Cristiandad. Una tarea gestionada por seglares.
Para ello, después de una limpieza étnica a fondo, se ha propuesto arrasar el resto de los países que le puedan hacer sombra, cuyos gobernantes deben ponerse en cola para “besarle el culo” (sic) y pedirle por favor que nos deje seguir buscándonos la vida.
Dice mi hija Anapi que cuento en estas páginas todo lo que me pasa. En parte lleva razón. Hace muchos años que quedó grabada en mi mente la frase del Evangelio de San Lucas que dice: “de la abundancia del corazón, habla la boca”. A lo largo del día mi mente se va llenando de ideas y de sensaciones, que se suceden de forma que, apenas has digerido una, aparece otra. De eso es de lo que escribo.
Hemos celebrado días pasados el día del Padre. Esta fiesta se debe a una maestra de Vallecas que la ideó no hace demasiado tiempo (1948). Pensó que sería interesante felicitar a los padres tal como ya se hacía con las madres. Inmediatamente el famoso Pepín Fernández asumió la idea como motivo para elevar las ventas. Publicidad a tope y hasta hoy.
Solemos tener conocidos, amiguetes, amigachos, colegas, compañeros, socios, etc., etc. Pero cuando se habla de amigos, amigos de verdad, se trata de palabras mayores. El amigo no se encuentra, se cultiva; no se compra, se trabaja. No se comienza una amistad pidiendo, ni siquiera disfrutando, se inicia dando.
Todos aquellos que aprendimos ortografía a través de aquella añorada “Enciclopedia Álvarez”, recordamos el ejemplo que ofrecía para distinguir la diferencia existente entre algunas palabras homónimas. El ejemplo en cuestión se basaba en la frase “ahí hay un niño que dice ¡ay!”. Una contundente diferencia entre el verbo, el adverbio y la exclamación.
He descubierto con estupor, a través de los historiadores, que la familia nuclear se puso “de moda” durante la implantación de la etapa feudal en los diversos estados, a lo largo de la “edad moderna”. Un proceso que pretendía ampliar los espacios del feudo, mediante la creación de nuevas familias, que trabajaran en los nuevos territorios controlados por el señor feudal.
Supongo que una gran cantidad de personas desconoce lo que en su día fue un objeto de uso cotidiano: “el jarrillo de lata”. En mi vida me he topado con él en diversas ocasiones. En mi etapa escolar, durante un curso asistí a una escuela pública malagueña. A media mañana nos daban leche procedente, al parecer, de la ayuda americana (nada que ver con la mala leche con la que nos riega a diario el señor Trump). Ahí aparece nuestro primer “jarrillo de lata”.
En tiempos pretéritos -no sé si ahora se sigue recomendando lo mismo- se nos inculcaba la idea de defender a capa y espada la verdad. En el denostado catecismo de Ripalda se nos advertía la presencia de un mandamiento de la ley de Dios que decía: “no levantar falsos testimonios ni mentir”. Mientras recuerdo estas frases me entra la risa tonta. Nos encontramos en una sociedad en la que la mentira ha tomado carta de ciudadanía.
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