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La mayoría no creemos hasta que sentimos miedo o queremos pedir algo que nadie puede solucionar porque es cuestión del azar o el destino. Yo siempre he dicho que debemos creer en algo, en lo que crea cada cual es su problema, pues soy de la opinión de que no existe una religión verdadera, a pesar de que todos piensen que la suya es la única que tiene derecho a existir y los demás estamos equivocados.
Este dicho nos ha acompañado a los españoles desde chiquititos. Con él nos querían incrustar nuestros mayores que actuásemos siempre según viésemos como lo hacían los que se encontraban en nuestro entorno. Que nunca nos destacásemos ni nos señalásemos por nada, que nos acoplásemos y procediésemos según hacían los demás.
Algunas Administraciones han izado la enseña LGTBI desoyendo al Tribunal Supremo. Alegan que no cuelgan banderas sino lonas arcoíris en los balcones. Picaresca medieval para pasar por encima del bien y del mal, pero con prácticas propias de “talibanes” para que nadie se atreva a atacar su ideología, sus formas de actuar y su incumplimiento al veto del Tribunal Supremo.
El hombre camina siempre con el interrogante responsable de su propio misterio. La participación como miembro libre en la aventura, “¿programada?”, del gran misterio que es la “universalidad de la vida”; comienza con la captación de los primeros signos diferenciales a partir del nacimiento: el gusto, el tacto, bienestar y rechazo.
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