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Nos hemos empedrado el corazón de narcóticos lenguajes, con pulsos de toxina y toda clase de traiciones, artimañas y perversiones sentimentales, atmósfera putrefacta que nos impide vivir armónicamente; y, lo que es peor, florecer auténticos. Apremia, en consecuencia, activar el interrogatorio personal para tomar el camino correcto.
En un mundo globalizado como el actual, la justicia social debe ser el objetivo central que oriente todas las políticas internacionales, nacionales y regionales, ante la multitud de injusticias y el aluvión de violencias, que lo único que propician es aumentar los dramas de la miseria, gravando el desarrollo solidario e impidiendo el establecimiento de una sociedad humana y equitativa.
Todo parece estar en bajada, en parte por las pretensiones egoístas inherentes de algunos modelos económicos actuales; además de por nuestras miserias y absurdas contiendas entre sí, que nos vuelven insolidarios e indiferentes. Por si fuera poco, este tormento existencial, la Agencia de Medioambiente acaba de advertirnos que más de una quinta parte de las casi mil doscientas especies monitoreadas se ven amenazadas de extinción y casi la mitad, un 44% está en declive.
El extremismo violento está ahí, en cualquier esquina viviente, no es algo nuevo ni tampoco exclusivo de ninguna región, nacionalidad o sistemas de creencias. Lo cruel de este enfurecido sentimiento, entre unos y otros, es que se ha vuelto más vivo; con sus consecuencias verdaderamente deshumanizantes e inhumanas. El ojo por ojo no es la solución, pues todo el mundo acabará ofuscado y no podrá tomar vuelo, porque también le cortarán las alas.
El exceso de celeridad, que ya ocupa y preocupa hasta la obsesión los pasajes de nuestra vida, hace cada experiencia más superficial y con menos nutrientes. Olvidamos que los tiempos vividos requieren de una adecuada fermentación; y, así, todo se desvirtúa y además se desvincula de su propio sustento natural.
Hay que salir de este mundo destructor, en el que cada día más personas se hallan rodeadas por el sufrimiento; dolor ocasionado en parte, debido al aluvión de conflictos y guerras que nos acorralan. Bajo un panorama mundial en rápida evolución, nos merecemos también otros espacios que nos complementen, que al menos rebosen espíritu armónico y fomenten confianza.
Es un insólito proyecto perseverar en el poder y corromper la libertad. Por ello, reavivemos nuestros andares, modifiquemos nuestras actitudes, tracemos en nosotros el compromiso de poner en valor la propia existencia, con comportamientos y estilos de vida sustentados en lo ético, que es lo que realmente nos transforma y renueva mar adentro.
Hay que alzar la voz y hasta irrumpir en combate anímico contra uno mismo, eso sí como poetas en acción. De entrada, pongamos fundamento en la coherencia, entre el decir y el hacer. No podemos bajar la guardia, ni tampoco cultivar la indiferencia. Me niego, pues, a habituarme a este mundo tenebroso, al que hay que plantar cara ante las fuerzas del odio y la división, con otros abecedarios más del corazón que del cuerpo.
Tenemos que buscar los vínculos de pertenencia, hacer memoria de los caminos recorridos hasta ahora, rehacernos con optimismo frente al destino del mundo cuajado de esclavitudes, con esa capacidad de mirar hacia los horizontes con buen ánimo y nívea actitud.
Hay que cultivar todas las artes, con su sentido creativo y su quehacer persistente de elaboración mística, en nuestro diario existencial. Esta hazaña es un buen modo de reencontrarse. Somos gentes de acción expresiva, que deberíamos recuperar nuestro propio significado profundo, yendo más allá de lo meramente cotidiano. Son los cimientos de las sociedades armónicas, las que nos sustentan a través de esa fuerza auténtica, que nos impulsa hacia lo alto.
Una sociedad inclusiva es una sociedad resistente. Por eso, tenemos que elegir entre un mundo fragmentado y dividido, frente a otro que es la antítesis, caracterizado por su espíritu hermanado y cooperante, en el que se aprovechan las oportunidades para forjar un ambiente de unión y unidad.
Me quedo con sumar fuerzas, jamás dividirlas o partirlas por intereses mundanos. Nuestra propia vida es un cúmulo de sendas comunitarias, donde todos somos necesarios e imprescindibles, para llevar a buen término las tareas encomendadas en función del bien colectivo.
A poco que nos adentremos en nosotros mismos y ensanchemos la mirada en nuestro alrededor, observaremos un aluvión de sufrimientos que estimulan a la desesperación, generando una atmósfera verdaderamente inaguantable, en todos nuestros pueblos, sociedades y etapas vivientes. Los nubarrones son tan fuertes, que el mundo parece haber caído en una recesión de principios y valores.
A menudo la novedad nos da miedo. Sin embargo, en cada despertar nos sorprende un infinito oleaje de abecedarios, que renuevan nuestra vida, aunque atravesemos por momentos oscuros y multitud de debilidades. Lo importante es no dejarse de asombrar.
En este mundo de sombras y luces por el que nos movemos, nuestras habitaciones interiores también nos requieren de la inspiración luminosa de un cándido impulso, para poder elevarnos a otro orbe y tejer moradas conciliadoras, donde habite el auténtico sentido del ser y el legítimo clima de festividad, para volver espiritualmente a ser fermento de poemas y no de penas.
Justo, al despuntar de un nuevo año, cosechamos una oportunidad más para los buenos propósitos. Estos deben irradiar por todas partes, con su abecedario de gozos y su lenguaje de alegrías. También, nuestra mente, ha de sentirse invitada a concelebrar la festividad con espíritu reflexivo/conciliador, de cabal arrepentimiento y de renovada humanidad.
A punto de cerrar un año y comenzar otro, tenemos que estar en alerta, con el corazón precavido. Urge estimular lenguajes más auténticos. Sirvan como muestra, el tomar iniciativas de conciencia, el envolvernos de actitudes activas para desenvolvernos de cualquier atmósfera cómoda, o el olvidarnos de los encantamientos y rememorar lo armónico como abecedario universal.
Pasan los años, pasan los siglos, y continuamos en persistentes luchas, entre familias, pueblos y naciones. Tenemos que salir de esta esfera mundana, que no se mueve en favor de la vida del verbo y del verso, sino que permanece inmovilizada por la ceguera destructiva de la ramificación del mal. Nos domina la confusión.
Es tiempo de citarse para ver nuestros interiores, de hacer silencio en la oscuridad de la noche y de meditar, de reencontrarnos con nuestros propios sueños y de crecer como niños, de llamar a la puerta de nuestro corazón, que es como se da sentido a la vida. No olvidemos jamás, que para vivir hay que cohabitar existiendo para los demás. La luz nos la damos entre sí.
Tenemos que estar abiertos para ofrecernos, no se puede encerrar uno en sí mismo, necesitamos vivir para los demás antes que para sí, porque es como se alcanza el bienestar y la realización personal. Con esta actitud interior, de entrega y generosidad, avanzamos hacia la concordia.
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