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El miedo a la peste

Antonio Pérez Henares
martes, 25 de febrero de 2020, 08:00 h (CET)
MADRID, 24 (OTR/PRESS) El miedo a la peste siempre está en un rincón de nuestro subconsciente esperando un pinchazo para desatarse e invadirnos. Es un miedo con fundamento. La peste, las pestes, mataban a mansalva, hasta proporciones de diezmar y hasta acabar casi por completo con poblaciones enteras. Desde que los hombres comenzamos a agruparnos y amontonarnos en poblados, ciudades y ahora megalópolis la posibilidad de contagio masivo hace que el miedo se dispare hasta el paroxismo.

Las pestes medievales presiden el imaginario relativo a aquella época pero es la pandemia más atroz sufrida por la humanidad, la bautizada como gripe española, otro sambenito que nos cargaron sin tener que ver con ello, la que planea sobre la memoria más reciente. El virus, las investigaciones apuntan que trasmitido por aves o por cerdos o por una mezcla de ambos, pasó de animales a humanos en los campamentos militares en Estados Unidos en 1917 y mutó letalmente en 2018 cuando a través de las tropas expedicionarias que desembarcaban en el puerto de Brest, en Francia, para ayudarles a combatir a los alemanes durante la I Guerra Mundial se extendió por Europa y el mundo. Causó ¡40 millones! de muertos.

Los avances científicos y médicos, la prevención y las vacunas han dejado atrás aquellas terroríficas mortandades y llevado a la percepción general una imagen de seguridad y, supuestamente, de inmunidad casi absoluta. En esa confianza viven o, mejor dicho, quieren vivir las sociedades avanzadas. Hemos interiorizado que nada, esa es la creencia establecida y hasta pregonada oficialmente, ni siquiera mínimamente parecido puede pasarnos ahora. Pero el miedo sigue latente. Y cuando en esa presunta seguridad total que las gentes asumen ya como un derecho se abre una grieta o cae un cascote, los cimientos tiemblan.

En estos años de atrás las diferentes alarmas, ¿se acuerdan de las vacas locas o de la gripe aviar? fueron replicadas con una verdadera explosión de sirenas mediáticas que sembraron pánicos y por ejemplo en España acabáramos comprando 17 millones de vacunas que no se usaron apenas y hubo que destruirlas luego casi en su totalidad. Curiosamente con el Coronavirus, aunque su carga letal era mucho mayor y su impacto se anunciaba como mucho más profundo y extenso, estaba sucediendo exactamente lo contrario. Era algo así como intentar convencernos de que eso era una "cosa china", de por allí lejos y que por aquí no iba a venir o en todo caso aparecer y despedirse. Durante estas semanas pasadas se ha producido esa sordina y nadie quería mirar a sus efectos o a su extensión. Todo parecía en calma, aunque no lo estuviera. Aunque se suspendiera el Mobile World en Barcelona, aunque surgiera algún contagio. Ni siquiera el dinero, tan cobarde, parecía asustarse a pesar de que, sin duda, el parón en el gigante chino iba a acabar por afectarnos a todos y que hoy la gran industria, y no digamos la española, es el turismo y que está a expensas de que la gente se mueva. Y esto lo que hace, en el mejor de los casos, es aconsejarle permanecer en casa y, en el peor, encerrada con prohibición de asomar siquiera y menos irse a dar vueltas por el mundo.

Así iban pasando los días, cuando de repente se abrió la espita y silbó la olla por el norte de Italia. Cuatro muertos, el carnaval de Venecia con mascarillas y el miedo larvado ha salido volando. De la "tranquilad", y hasta de las subidas, las bolsas pasaron al pánico y las pérdidas se desbocaron. Y ahora empezaremos a ver le miedo pasearse ya por las calles. El miedo ancestral a la peste. Se agrieta nuestra falsa pero asumida sensación de seguridad completa y de minimizarlo a entrar en una psicosis colectiva hay tan solo un suspiro. Ya ha sido.

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