No son muchas las ocasiones en las que nosotros, ciudadanitos de a pie, logramos parecer humanos al emocionarnos con una simple imagen. Esta sociedad de la información, en la que las guerras se nos sirven como fuegos artificiales retransmitidos por la CNN, ha mutado al ser humano en sujeto inmune a la desgracia ajena.
Terremotos, maremotos, huracanes, incendios, genocidios y epidemias no pasan de ser, a ojos del teleespectador, simples noticias de un telediario en el que, sólo diez minutos después, se nos habla de las últimas tendencias mostradas en la pasarela Gaudí.
Sin embargo, no sería justo acusar -únicamente- de nuestra desidia a quienes sirven el producto que toda una sociedad demanda. Ya se sabe: hoy día, ser solidario consiste en ir de vez en cuando a una tienda de comercio justo y, aunque sin pasarse, echar una moneda de veinte céntimos al pobre de la esquina.
Ahora bien, nada de plantearnos -aunque fuera solamente por un segundo- los dramas vividos por quienes, en su desesperación, han decidido jugarse la vida para cruzar la verja que les separa de España. No sea que aceptemos nuestra parte de responsabilidad y se nos atragante el cafecito -made in tercer mundo y recolectado por trabajadores sin ninguna clase de derechos- que paladeamos al acabar la segunda comida del día.
Mientras las imágenes no pasen del umbral de lo anónimo, los ciudadanos del supuesto primer mundo, hemos desarrollado la cruel habilidad de no escandalizarnos por nada. ¿Se han dado ustedes cuenta de que -por regla general- en los telediarios los inmigrantes no tienen identidad? A lo sumo, de vez en cuando, se cuela un Mohamed sin apellidos que, en diez segundos, se ve obligado a resumir toda una historia de infortunios y miseria.
¿A qué hemos llegado? ¿Qué necesitamos para reaccionar? Algo no funciona en nosotros, cuando el único dolor ante el que reaccionamos es el propio.