Es en verano cuando la que se ha venido denominando fiesta nacional, llega a su apogeo entre fiestas patronales y ferias por doquier. Y, al igual que por señoras de peineta en ristre y caballeros con habano, las muchas plazas que sirven de escenario al ritual son visitadas por los antitaurinos.
He de confesar que para mi la matanza de un pobre animal, como no deja de ser un toro por mucho que algunos digan que son criados con esa única función, jaleada y coreada con oles desde las ghradas, es un espectáculo dantesco, grotesco y horrible del que nunca participaré. Sin embargo, con todos mis reproches hacia la tortura, siempre injustificada, de un animal no puedo dejar de hacerme eco de la actitud encendida, incluso agresiva, que por parte de los militantes antitaurinos se demuestra.
Si valiosa es la vida de cualquier animal, que lo es, más lo será la de cualquiera de nuestros congéneres. Por tanto, cómo se explica que quien justificadamente se manifiesta en contra del sufrimiento que al toro se le va a causar en la plaza, aproveche el paso de la furgoneta en la que los toreros acuden para desear la muerte de la figura de turno.
Estocar a una bestia, tirar a una cabra desde un campanario y otras muchas burradas como esas que se esconden bajo eufemismos como tradición o costumbre, son del todo rechazables, pero qué legitimidad ética tiene quien aboga por algo tan deseable como la defenestración de aquellas prácticas, desde el desdén por la vida humana.