La imagen de aquellas dos torres gemelas, colosos del sistema capitalista, hundiéndose sobre el suelo de Manhattan, aún colea en nuestras mentes. La tragedia de Nueva York nos hizo comprender, en vivo y en directo, que ni siquiera el hasta entonces inviolato suelo americano, quedaba fuera del alcance de quienes con la muerte no tienen nada que perder. El 11S, marcó un antes y un después.
Sin duda alguna, aquella masacre colocó al terrorismo internacional plus ultra del límite que la nación más poderosa de la tierra estaba dispuesta a permitir.
Todos sabemos qué es lo que sucedió desde ese momento hasta ahora. De un lado, la invasión de Afganistán e Irak. Del otro, masacres continuas en los citados países, amén de los también horribles atentados de Madrid, Londres y, más recientemente, Sharm el Sheij. Y así, ¿hasta cuándo?
Empeñados en que aquí no pasa nada, los líderes espirituales del autodenominado mundo libre, lanzan sus odas al sistema haciéndonos llegar patéticas soflamas que, lejos de tranquilizarnos, nos ponen los pelos de punta. Sin embargo, eso sí, aquí no pasa nada. La muerte de trabajadores, niños, estudiantes, amas de casa o, para resumir, nuestros propios conciudadanos a manos de aquellos extremistas, no deja de ser, en su opinión, hechos aislados que deben ser cuasignorados, pues lo contrario implicaría ceder ante los terroristas.
¿Qué valor tienen ya las palabras de Bush y Blair? ¿Quién puede creer que estos dirigentes han buscado alguna vez el bienestar de sus ciudadanos? Nadie. Frente a su ficción, se impone una realidad imposible de encubrir. Hay mucho más de lo que pretenden hacernos creer.
Hasta el 11S, el terrorismo era entendido como meros actos de violencia ejecutados para infundir terror. Sin embargo, la realidad ha venido a hacer necesario una revisión de aquel significante, pues lo definido por aquella palabra no es ya válido en nuestro contexto internacional. Así, curiosamente, incluso la Real Academia de la Lengua ha operado aquel cambio al entender, ahora, por terrorismo la actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos.
En efecto, señores Bush y Blair. Aunque no quieran reconocerlo, nos enfrentamos a una verdadera lucha de ideologías. Aquellos asesinos que mueren inmolados, no están más o menos locos que los kamikazes japoneses de la Segunda Guerra Mundial o que los nazis que exterminaron a judíos y no judíos a lo largo y ancho de toda Europa. Detrás de sus ataques, subyace la aberrante intencionalidad política de la teocracia o, lo que es lo mismo, la negación de la íntima libertad de todos los hombres y mujeres del mundo.
Que una persona, como usted y como yo, pueda llegar a hacerse explotar en nombre de cualquier cosa, debiera hacernos pensar. Cuáles son las razones que llevan a alguien a poner tan poco precio a su propia vida. La solución es clara. Cuando nada tienes, nada pierdes.
Las invasiones, guerras y asesinatos selectivos no han dado ningún fruto. ¿No va siendo hora ya de aceptar el fracaso de aquellas políticas? Es necesario, ya, estudiar las verdaderas causas del terrorismo internacional y, con ello, que cada uno acepte su parte de responsabilidad en la búsqueda del final del terror.