Llegué con la noche cerrada al diminuto aeropuerto de Fascistán. La pequeña república monárquica había multiplicado su población en los últimos meses, y el gremio hotelero no daba abasto para cumplir con las exigencias del momento. Mientras buscaba un cepillo de dientes eléctrico en el neceser escondido entre las pocas cosas que me había dado tiempo a empacar, observaba a través de la ventana de mi pensioncita situada en tierra de nadie, el fogonazo de luz que desprendían las bombillas de bajo consumo de la capital. Fascistán era una controversia constante a la que le había llegado el punto de cocción. La llegada masiva de inmigrantes a una República que en realidad eran dos (Fascistán occidental y oriental) no se debía como habría sucedido en cualquier otro caso a expectativas de desarrollo o fórmulas de negocio. Para entrar en Fascistán no era necesario pasaporte. Tan solo bastaba con ser etiquetado como habitante, y dejar que el funcionario de aduanas se encogiera de hombros para saludarte. Salir en cambio era mucho más complejo, e implicaba un reconocimiento del error cometido y un propósito de retractación que no se quedara en palabras. Y aún así implicaba un mundo de papeles.
Fascistán oriental era mucho más grande que su hermana, pero la población de ésta se incrementaba más rápidamente que la de aquella. Muchos recién llegados a esta parte occidental no terminábamos de explicarnos que hacíamos realmente allí, y ello vestía toda la situación de una pátina surreal. Fascistan venia a ser el ultimo lugar donde pensaba encontrarme a mucha de la gente con la que había cruzado miradas desde la cinta de equipajes. Si algo compartíamos con los oriundos del país eran las pocas ganas de estar allí, como si la propia estancia nos manchara de algo impuro, como si todo aquello que nos pasaba por delante, fuera la consecuencia de una condena dictada por dioses intransigentes. Era fácil distinguir a los pocos que no cuestionaban su suerte, y que se manejaban por la misma como pez en el agua, pues eran los únicos que podían permitirse perder su tiempo insultándonos.
El cielo nocturno de la República monárquica era como una lluvia de Perseidas compuesta por aviones de bajo coste. Llegaban desde todos los puntos cardinales. Descubrí a mi pesar que el cepillo eléctrico estaría zumbando una bella melodía a miles de km de distancia, en una habitación bañada por la tenue luz de la democracia.