Al margen del número concreto de manifestantes que el pasado sábado se echaron a la calle, respondiendo a la llamada hecha por la Asociación de Víctimas del Terrorismo, lo que está fuera de toda duda es que fue multitudinaria. Al menos, ese es el mínimo común denominador que todos los medios de comunicación han recogido.
Además de las propias víctimas, a las que como en otras ocasiones ya he reconocido toda legitimidad y respeto, un nutrido grupo de representantes y militantes del Partido Popular, desfilaron por las calles de Madrid para demostrar su desacuerdo con la política antiterrorista del gobierno Zapatero.
No me detendré en manifestar mi extrañeza ante la presencia de Jose María Aznar quien, como todos sabemos, no solamente negoció con ETA, sino que lo hizo sin contar con Parlamento y concediendo, sin entrega de armas de por medio, el acercamiento de varias decenas de presos de la banda a cárceles del País Vasco.
Lo que verdaderamente me asombra es que, en palabras casi textuales de los dirigentes populares, ahora se quiera exigir al gobierno que reconsidere sus posiciones ante el éxito de la manifestación.
Este argumento perverso, fruto de la utilización que de las víctimas se está haciendo desde el Partido Popular, no es solamente rechazable, sino democráticamente inviable.
En un Estado democrático como el nuestro, quien en todo caso representa la voluntad del pueblo es el Parlamento y no un número más o menos elevado de manifestantes, sean cuales fueren los fines que les mueven. En este sentido, resulta relevante que todos los grupos políticos representados en el Congreso de los Diputados, salvo el Partido Popular, apoyaran sin fisuras la actual política antiterrorista del Gobierno, concediendo su voto afirmativo a la Resolución que hace pocas semanas se aprobó en sede parlamentaria. Es más, resulta incomprensible, salvo si valoramos la posibilidad de que se quiera utilizar el terrorismo de forma desleal como arma arrojadiza contra el gobierno, que el Partido Popular no apoyara el contenido de la misma, cuando lo único que hacía era recoger el texto de un pacto, el de Ajuriaenea, que ya habían ratificado años antes.
Afirmar que una manifestación, por muy multitudinaria que fuera, debe determinar el sentido de las actuaciones políticas, sería lo mismo que admitir que cuando medio millón de personas se manifiesten en el País Vasco a favor de la Independencia, el gobierno debiera concederla. Cosa que, además de antidemocrática, resultaría absurda.